miércoles, 10 de octubre de 2007

En la Semana Mayor de la Hispanidad (II)


OBRA DE MADRE

Pensemos en la América precolombina: los indígenas, de cualquier pueblo que fuese, sumidos en las más horrorosas perversiones, en guerras tribales con matanzas indiscriminadas y sujeción de los vencidos, en sacerdotes de falsos dioses sacrificando infelices ante el beneplácito de las masas. ¿Qué era eso? ¿Sería, acaso, una antesala del infierno? No cabe duda: quienes no están con Nuestro Señor, están contra Él… y la ausencia de Dios es el infierno.

Ningún indigenista nos hablará de aquello. Leyendas negras, higueras malas… por sus frutos los conocemos.

Pero estaba el mandato de Nuestro Señor: “Id, pues, e instruid a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñadles a todos a observar las cosas que os he mandado” (San Mateo, 28, 19-20).

¿Qué otro país que no fuera España podía realizar la gigantesca empresa de incorporar este continente, América, a la Santa Iglesia? ¿Acaso podrían haber salido de otra madre los hijos que bautizaron y trajeron a Cristo a estas tierras? “…la más preciosa herencia que la Madre Patria ha legado a sus hijas es la incondicional fidelidad a Cristo y a su Iglesia” (S.S. Pío XII).

Nunca fue sencilla la tarea de los misioneros. Como tampoco lo fue en estas tierras: el clero español se desangraba, perdiendo sus mejores hijos, para llenar de savia nueva el árbol recién plantado en 1492. Cual nuevo pelícano piadoso, no dudó en alimentar a sus criaturas americanas aún a costa de su propio sacrificio.

Las vidas de aquellos misioneros se ofrecían generosamente. Trigo molido ante el Señor, aquellos mártires españoles también derramaron su sangre pro multis, para que hoy Hispanoamérica sea el continente donde el catolicismo congregue más fieles. España sabía de la inmolación de sus hijos sacerdotes y religiosos; pero, como la madre de los Macabeos, seguía enviándolos, para hacer más grande la cruz y la gloria de Dios.

¿Qué realizaron los españoles en América? Tuvieron la ímproba tarea de hacer nacer a Cristo en unas extensiones inmensas, con dolores de parto, como los que sintiera San Pablo, que sólo cesaban —a menudo— ante los dolores del martirio. ¡Ah, dolor fecundo, dulce dolor, morir por ser testigos de la luz! Contemplemos tantos héroes, de tantas órdenes diversas, y admiremos la fuerza de nuestra Iglesia, que por sembrar semillas de Evangelio, a falta de agua, las regó con sangre.

Imaginemos la grandiosa obra de esa evangelización situándonos en aquellos tiempos: con deplorables condiciones sanitarias, carecientes de toda técnica, casi sin comunicaciones, entre la falta más absoluta de instrucción. Los gigantes de la Cruzada americana debieron aprender a hablar en idiomas bárbaros con el fin de enseñar a rezar, y recién entonces las voces se unieron para entonar la alabanza divina. Al no existir vehículos ni carreteras, iban a pie por parajes inhóspitos, para que Nuestro Señor Jesucristo fuese “el Primer Adelantado” en sus dominios. ¿No existían condiciones sanitarias adecuadas y ni siquiera había un sitio para reposar a la noche? Pues bien, los jesuitas nos demostraron cuánto puede edificar (en todo sentido) una fe resuelta, de ésas que logran mover montañas. Hijos de Loyola, Compañía de Jesús, maestros de religión y de vida en nuestra América, aún queda en pie su testimonio, no edificado en la arena sino en la roca.

Fueron todos esos evangelizadores quienes nos bautizaron, nos enseñaron cuanto sabían y nos hicieron conocer los verdaderos derechos humanos: derecho de conocer, amar y servir a Dios, para seguirlo en esta vida y gozar de Él en la próxima.

Hoy, a más de cinco siglos del comienzo de nuestra vida bautismal, está de moda renegar de nuestras raíces, nuestra esencia, nuestra historia. Tan ridícula y absurda, odiosa y demoníaca moda, será pasajera; pero bien puede servir para afianzarnos más en nuestras convicciones… y hacer renacer ese sentimiento profundo que muchas veces tenemos olvidado: el agradecimiento a España, que nos bautizó, legándonos su raza y su fe.

Sepamos sacar bien del mal. Contra la leyenda negra… o roja, defendamos la historia verdadera. Bien podemos recordar aquí unos párrafos de Manuel Gálvez (donde ya se mencionaba ese sentimiento de amor a la hispanidad) que, escritos para la Argentina, sirven también para toda Hispanoamérica:

“¡Feliz y oportuna aparición de este noble sentimiento! Él nos exige dejar a un lado las tendencias exóticas y nos invita a mirar hacia España y hacia América. No odiamos a los pueblos sajones, a los que tanto debe el progreso argentino; no odiamos a la dulce Francia, cuyo espíritu elegante y armonioso tanto ha influido en nuestras cosas; no odiamos a esa ferviente Italia, que nos ha dado una parte de sus energías. Pero ha llegado ya el momento de sentirnos argentinos, y de sentirnos americanos, y de sentirnos, en último término, españoles, puesto que a la raza hispánica pertenecemos (…)

“Raza latina, no obstante las mezclas. Nosotros vamos recogiendo las virtudes de la estirpe que nuestros hermanos de Europa comienzan ya a olvidar. Latinos, en mayoría irreemplazable, son los hombres que vienen a poblar el país; latino es nuestro espíritu y nuestra cultura. Pero dentro de la latinidad somos y seremos eternamente de la casta española. Las inmigraciones, en inconsciente labor de descaracterización, no han logrado ni lograrán arrancarnos la fisonomía familiar. Castilla nos creó a su imagen y semejanza. Es la matriz de nuestro pueblo. Es el solar de la raza que nacerá de la amalgama en fusión.

Amemos a España. Es tal vez el más noble pueblo que ha existido” (“El solar de la raza”, Edic. Dictio).

Sí, amemos a España, amémosla con amor filial, como se ama a la madre que nos ha dado a luz. Amemos a España y recemos por ella, por ser grave obligación de hijos agradecidos.

Y nuestra Madre Patria, España, la España eterna, católica y mariana, unidad de destino en lo universal, en el momento supremo en que deba presentarse en el juicio de las naciones, de rodillas ante Dios, mostrándole sus hijas americanas que ella engendrara para Él, podrá decirle:

“Agrádete, oh Santa Trinidad, el obsequio de mi servidumbre: y haz que este sacrificio que yo, indigna, he ofrecido a los ojos de tu Majestad, te sea acepto y, por tu misericordia, sea propiciatorio para mí, España, y para aquella por quien lo he ofrecido, Hispanoamérica. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén”.
Onésimo Pardo de Andrade

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