viernes, 12 de febrero de 2016

Editorial que parece escrito ahora



LOS HOMBRES PASAN,
EL RÉGIMEN QUEDA

El sistema liberal se levantó, hasta ahora, sobre dos pilares a los que recurrió según sus necesidades. Los partidos políticos y las Fuerzas Armadas –actuando los primeros como gerentes y las segundas como guardia pretoriana– fueron esos pilares, los sostenes del régimen democratista de la entrega en que consiste la historia argentina desde Caseros, y su consecuencia jurídica, la constitución de 1853.

Lo peor, lo terrible de la Democracia –en la Argentina y en cualquier otra parte del mundo en que se la aplique– es que crea problemas que después se muestra absolutamente incapaz de resolver. Además, estos problemas no sólo son insolubles sino que son ineludibles: derivan de su propia naturaleza, de sus principios y de sus pretensiones. La consecuencia no puede ser otra que un desorden cada vez más profundo y radical. Éste es el que se viene prolongando y realimentando desde hace más de cien años.

La Democracia sólo se representa a sí misma porque ella constituye un sistema cerrado y perfecto en el sentido de que no necesita de otra realidad. Por lo tanto niega lo que no es ella y desprecia los hechos que no produce. La primera realidad que rechaza es la Patria, con sus leyes y su constitución natural. Por lo demás, la Democracia moderna proviene de una mentalidad mecanicista a la cual le resulta intolerable la idea y la perspectiva de lo orgánico y de lo vital. He aquí el otro camino y la otra razón por los que la Democracia se aleja de la Nación en cuanto cuerpo vivo. La Democracia –sólo atenta a sus propias necesidades dialécticas, a sus propios requisitos internos, a sus propios lujos retóricos y a su autocontemplación– no puede distraerse ni humillarse en el servicio de la Nación.

Pero no hay Democracia sin partidos. Es verdad que éstos son los órganos y los custodios de la Democracia y también sus tentáculos y sus parásitos: ellos siguen ineluctablemente el sentido antinacional de la Democracia y se confunden con la causa y con la consecuencia de la decadencia de la Nación y adelantan su muerte.

Esta es una ley histórica que acompaña a los partidos políticos con el fatalismo de una ley biológica; Democracia quiere decir Partidos y éstos no pueden sino referirse a la Decadencia casi como un estilo de vida. La Decadencia toma diversos hombres en su trayectoria, desde el de dictadura ilustrada hasta el de anarquía, desde Revolución Libertadora hasta populismo.

La Democracia –aquí y en cualquier parte, ahora y en cualquier tiempo– se basa, se sostiene y se inspira en la irracionalidad, en el apetito y en lo sensual, esto es en lo inmanejable e inorgánico, en lo transitorio y en lo interior y por siempre será ilegítima y torpe. Las multitudes a las que ella exalta tienen bastante con la satisfacción de su zoología como para poder pensar en algo distinto y superior, en la Patria o en el Bien Común. El ingreso de la Multitud en la política –una masa gris desprovista de intereses y, por lo tanto, de derechos– ha equivalido a la incorporación de la causa social del desorden y, consecuentemente, de la imposibilidad formal de hacer política en el sentido arquitectónico de la palabra. Democracia-Partidos-Multitud son los términos de la ecuación que contradice la actividad política y desestabiliza al Estado. El Estado pendiente de la Multitud se vuelve invertebrado, se desorganiza, se contradice. Abandona sus funciones políticas y se hace empresario, comerciante, financiero; tiene que halagar, comprar, mentir, alquilar, ocultar, negociar y transar. Como tiende a perder autoridad se convierte en mandón, como no sabe convivir se torna insoportable. Y como no sabe hacer justicia, se limita a distribuir… mientras haya; porque no le interesa el Bien General se dedica (y hasta se complace) en perjudicar a todos, por la misma razón que adora a la Libertad (una abstracción, un sonido) y atropella a las libertades. Y como no puede castigar a los culpables termina en tirano.

Pero, a todo esto, la Multitud no es la Patria y los partidos que la representan son, en el mejor de los casos, elementos de división al comienzo y, finalmente, de disolución. Está claro pues, no sólo a la luz de estas consideraciones sino de la experiencia argentina del último medio siglo, que al país no lo podrán reconstruir los partidos, de la misma manera y por las mismas razones que no lo pudieron antes. Los recuerdos de Frondizi, de Illia y de los dos Perón (marido y mujer), son demasiado elocuentes y acaban con toda esperanza.

En el otro extremo de la pinza están las Fuerzas Armadas. Ellas han sido derrotadas en el frente externo y en el interno y, además, sus más altos conductores parecen haber perdido el sentido del honor nacional. Si el país se debe construir como si recién naciera, las Fuerzas Armadas deben también iniciar una severísima etapa de purificación, para librarse de un pasado al que, sin embargo, no deberán olvidar. No habrá reconstrucción nacional con militares corrompidos. No habrá recomposición de las Fuerzas Armadas sin militares castigados. El imperativo del momento, la exigencia anterior a cualquier movimiento político, el presupuesto básico de cualquier programa, la condición ineludible de cualquier formación ideológica, el requisito prioritario y anterior de cualquier política, es el saneamiento dentro y desde adentro de las Fuerzas Armadas.

Esta reconstrucción ética de la vida militar debe partir de una pregunta central: ¿por qué se perdió la guerra de las Malvinas?; ¿por qué se la abandonó?; ¿con qué derecho los generales, los almirantes, los brigadieres, entraron en una guerra y se retiraron de ella sin dar explicaciones? ¿Cómo es posible que se hayan cometido tantos errores? Todo esto debe ser respondido con claridad y con entereza, sin atender a intereses creados, porque ninguno de éstos podría estar por encima de la Nación, ni de las propias Fuerzas Armadas.

Pero la investigación debe extenderse más acá de la guerra del Atlántico Sur. Debe, exactamente, investigar y sancionar severamente los negocios impropios de los militares.

El generalato (y sus equivalentes en las otras dos armas) no es hoy más que una oligarquía que tapona la vida de las Fuerzas Armadas, las debilita y las desnaturaliza. Actúa como la costra que, al bloquear provisoriamente la herida, impide la expulsión del pus acumulado en los tejidos; impide que sangre pero no la cicatriza, evita el dolor pero no cura. El mal, subterráneo, subsiste y, posiblemente, se extienda hasta culminar, con toda fluidez, en la muerte.

No habrá reconstrucción de la Nación sin reconstrucción del Estado, pero no habrá reconstrucción del Estado sin reordenamiento purgatorio de sus Fuerzas Armadas.

Editorial de “Cabildo” Nº 55, Año VI, Segunda Época, correspondiente al 6 de agosto de 1982.