jueves, 31 de julio de 2008

San Ignacio el Grande


SAN IGNACIO
Y HITLER

Vino días pasados un amigo blandiendo un diario atrasado con un artículo sobre San Ignacio de Loyola y los comedores de caracoles, del caduco novelista español Pío Baroja, con el cual entablamos el diálogo siguiente:

— ¿Ha visto lo que hace su amiga La Nación? —me dijo mi amigo con retintín y sorna.

— ¿Qué hace?

— Hace tres meses publicó un artículo de Anzoátegui sobre San Ignacio, que era todo un ditirambo; ahora publica esto sobre nuestro Padre que es un vilipendio…

— ¿Y qué hay con eso?

— Hay que si lo que dice Anzoátegui es verdad, lo que dice Baroja es falso. O bien, si lo que dice Baroja está bien, lo que dice Anzoátegui es una ignominia. Y La Nación no puede creer las dos cosas juntas… a la vez no puede afirmarlas.

— ¿Por qué no?

— Porque sería una verdadera chanchada.

— Quizá. Pero el nombre propio que tiene no es ése. Se llama liberalismo. Antiguamente se llamó libre examen. Para acabar con eso nacieron San Ignacio de Loyola y… Hitler.

Al oír esta palabra, mi amigo saltó de la silla, se le agrandaron los ojos, y toda su indignación contra La Nación se disipó por ensalmo, para dar lugar a otra más grande; supuesto que mi amigo es aliadófilo y democrático —dos palabras que ya dicen lo contrario de lo que suenan, como aquellos “leales” de la guerra española—, y todas las mañanas ingenuamente reza por la muerte de Hitler.

— ¿De modo que usté pone juntos esos dos nombres? —me dijo, subrayando mucho.

— La Historia los pone juntos… en los dos extremos de un ciclo histórico.

— ¿Entonces para usté Hitler sería un santo?

— Lo contrario.

— ¿Un malvado?

— Un malvado no es lo contrario; es lo contradictorio de un santo. Lo contrario de un santo es un bandolero. Un bandolero, mientras es bandolero, no es santo; pero puede volverse santo en el momento que quiera, lo que no pasa ni con el malvado, ni con el virtuoso mediocre. Hitler, lo mismo que su predecesor Napoleón, es un gran bandolero de coronas, un outlaw que se ha puesto fuera de la ley, lo cual no quiere decir necesariamente que esté fuera de la justicia, por lo menos de la inescrutable y tremenda Justicia Divina.

— ¡Usté es de la Quinta Columna! —dijo mi amigo, tomando su bonete en una resolución rápida. — Es lo único que me faltaba por oír, que Hitler está cerca de Dios… más cerca de Dios que un virtuoso… que un virtuoso ¿cómo dijo?… mediocre…

— ¿Y por qué no? ¿No es el azote de Dios? ¿Y el azote no está cerca de la mano?

Mi amigo dejó de nuevo el bonete, oyéndome dar al Führer el título de Atila, con implicación de salvaje y huno —que son los calificativos que él mismo le adjudica cada día—, y nos consideró largamente, con los ojitos bailándole en la cara obesa.

— Si es poesía, puede pasar —dijo al fin, despechado.

— No es poesía, es teología. ¿No ha visto usté lo que hace un padre con su hijo? Agarra un palo, le pega una paliza, y después tira el palo al fuego y al hijo lo abraza y lo nombra su heredero. Lo mismo hace Dios con las naciones, y con esos grandes conductores, que son seres en quienes descansó su vista, según opina Manzoni. ¿No ha leído Cinque Maggio?… Ahora que Dios se diferencia del papá en esto: que hasta de un palo es capaz de hacer un hijo de Abraham.

— Si a eso le llama usté teología… —empezó mi amigo, con despecho.

— Está en San Agustín, en La Ciudad de Dios… si uno la sabe leer.

— ¡Yo la he leído!

— Por eso digo.

Mi amigo se levantó, se fue… y se olvidó el bonete en mi despacho.

R.P. Leonardo Castellani, S.J.
Día de San Ignacio, 1944

miércoles, 30 de julio de 2008

Testigo de cargo


LA IGLESIA Y
LOS CRIMINALES DE GUERRA

En “Clarín” de hace un tiempo salió el enésimo artículo acusando a la Iglesia de estar ligada a una red de criminales de guerra. Esta vez la acusación viene de la boca desbocada de “un agente secreto del ejército de Estados Unidos que operó en Roma después de la Segunda guerra mundial”.

Según este personaje, el entonces Obispo Montini (después Pablo VI) habría estado ligado —junto con “altos funcionarios vaticanos”— a la fuga de criminales nazis. Y se añaden largos y truculentos detalles sobre propiedades, participación de británicos en la acción, etc.

Alguna vez he dicho y hoy reitero que tengo la convicción (apoyada en algunos datos que conozco) que, en efecto, hubo ayuda del Vaticano y de la Iglesia en general para que muchos alemanes y nacionales de países aliados a Alemania huyeran de Europa al fin de la guerra.

La razón es obvia y evidente. La Iglesia tiene (y tenía entonces con más extensión aún) una vastísima red de informaciones a través de sus párrocos, Órdenes e instituciones. Conocía entonces cosas que los periódicos no publicaban, algunas de las cuales han ido llegando de a poco y tardíamente a las páginas de la prensa. Sabía entonces que en la Europa de 1945-1948 no se estaba llevando a cabo una tarea de justicia, sino una vasta operación de venganza, con una crueldad que nada tenía que envidiar a cualquier atrocidad que se atribuyera a los nazis.

Nadie mejor que la Iglesia Católica hubiera entendido un juicio basado en la Ley Natural (aún en ausencia de ley positiva). Pero la condición sine qua non era que tal juicio recayera sobre las acciones de todos los beligerantes. Tal como se dio, mientras en Nüremberg sesionaba un Tribunal “justiciero”, a unos pocos kilómetros se estaba expulsando a los alemanes de territorios propios que ocuparían los polacos, en condiciones tales que provocaron la muerte de seis millones de inocentes.

Y esto es sólo una parte mínima de la cuestión. Hace poco publicó la prensa española (no la Argentina) la historia de un judío que como guardián de un campo de concentración en Polonia había sometido a multitud de alemanes a un trato vejatorio y criminal. Y éste es, claro, un caso que se conoció, pero la Iglesia tenía datos de centenares de casos análogos. Para no hablar del hambreamiento del pueblo alemán que llegó a su máximo en 1947 (el “hunger jähre”, el año del hambre, en el recuerdo de muchos sobrevivientes). O de la brutal expulsión de los alemanes sudetes de la que había sido su tierra por siglos.

O la criminal ofensiva comunista en Francia e Italia, en la posguerra, cuyas víctimas eran en muchos casos católicos y sacerdotes inocentes. Frente a todo eso, juraría (aunque no tengo pruebas de ello) que fue el mismo Pío XII el que dio órdenes de ayudar a todas las víctimas de esta inicua persecución, aun sabiendo que podían colarse verdaderos culpables de actos criminales, puesto que en la Europa de 1945-48 la justicia se había hecho imposible. Tengo la esperanza de que algún día —por cierto hoy muy lejano— la Iglesia podrá blanquear esta conducta que no hizo sino continuar una larga tradición de auxilio y asilo a los perseguidos.

Pero para que ello sea posible tendrá que haberse derrumbado la mentira que signa la historiografía vigente, tendrá que ser del conocimiento común la bárbara ola de venganza que desataron los triunfadores de la Segunda Guerra.

Aníbal D'Angelo Rodríguez

martes, 29 de julio de 2008

Juegos culturales


UN POCO DE
BEL CANTO

(Intérprete: Beniamino Gigli)



En treinta segundos, sin repetir y sin soplar,
deberá decir quién cumpliría años hoy.

lunes, 28 de julio de 2008

Científicas


EL HUMANISMO YANKEE

Nuestra época tiene el inédito privilegio de ser no sólo la más cruel e impiadosa de la historia, sino también la más hipócrita. Hace un tiempo fuimos varios los que nos sentimos conmovidos con una noticia escalofriante. En Irlanda del Norte, y durante más de medio siglo (!) los órganos de 361 niños fallecidos, fueron extraídos, sin consentimiento de sus padres, para efectuar una serie de investigaciones científicas. Un año antes, similares escándalos se habían registrado en hospitales de Liverpool y Bristol.(1) Unos días después, las noticias fueron aún más explícitas, y así nos enteramos de que en la década del '90, un hospital británico traspasaba a un laboratorio farmacéutico, a cambio de donaciones económicas, glándulas de niños vivos (!!) sin que lo supiesen los padres. Esto ocurrió entre 1991 y 1993, aseveró un portavoz del hospital involucrado (Alder Hey, de la ciudad de Liverpool).(2) La misma fuente admitió que, a principios de esa década, el hospital entregó a una firma farmacéutica, “desechos quirúrgicos”, tales como tejidos del timo, un órgano linfoide cercano al corazón y de gran importancia para la regulación del sistema inmunológico. Los laboratorios Aventis Pasteur, partícipes del plan de erradicación global de la Polio, de la Organización Mundial de la Salud, admitieron que en el período mencionado, donaron dinero al hospital a cambio de tejidos humanos. Pero la cosa no termina ahí.

Como una vez más informa la prensa, los cuerpos de aproximadamente 6.000 bebés nacidos muertos, procedentes de Hong Kong, Australia, Canadá y Sudamérica, fueron utilizados —sin que sus padres lo supieran— para experimentos nucleares realizados en Estados Unidos. Desde los años cincuenta, según documentos secretos, hace tiempo ya difundidos por el semanario londinense “The Observer”.(3) Hasta aquí las estimulantes noticias periodísticas. Esto para no hablar del horror del famoso experimento de Tuskegee, una localidad del estado de Alabama, Estados Unidos, donde 430 pacientes negros que padecían sífilis, fueron mantenidos sin tratamiento, desde 1932, para estudiar el curso natural de la enfermedad y cuyos últimos sobrevivientes murieron hace algunos años. Esto nos demuestra una vez más, hasta qué punto puede llegar la trenza médicos-investigadores-laboratorios, cuando hay intereses económicos o de prestigio académico en juego, un horror que no admite paliativos. Lo mismo que la clonación de embriones humanos “con fines terapéuticos”.

Por cierto que el ciudadano corriente se anestesia con el cuento de que gracias al conocimiento adquirido con estas aberraciones, se eliminarán la enfermedad de Parkinson, el Alzheimer, la senectud, la arterioesclerosis, la diabetes, la impotencia, la frigidez, el mal humor, el mal aliento, la celulitis, la pata de cabra, y hasta el empacho. Pero esto es puro verso. Estamos a años luz de poder remediar estas afecciones, y desafío a cualquier médico, o investigador, a demostrar lo contrario. El asunto es proveer carne humana a los biócratas, que no vacilan en asumir el papel de “demiurgos”, para lograr sus mezquinos y criminales objetivos de prestigio académico y beneficio financiero. Y pensar que fueron justamente los representantes de estos países, Estados Unidos y Gran Bretaña los que se erigieron en implacables jueces e impolutos doctores de moral y ética médica, en la gran farsa jurídica de Nüremberg, llegando, en su nauseabunda hipocresía, a crear un “Código de Ética Médica” (El Código de Nüremberg) para juzgar como crimen lo que ellos ya estaban llevando a cabo, durante todo este tiempo. Y esto a una escala muchísimo mayor de lo que jamás hubieran soñado los médicos “nazis”, sean cuales hayan sido sus reales o supuestos delitos.

Las malas ideas tienen consecuencias. Si uno considera que el hombre es simplemente un conjunto de moléculas ensambladas al azar —según predica la insensatez anticientífica del evolucionismo darwinista (que lamentablemente forma el núcleo de la cosmovisión del “establishment” científico)— entonces, ¿cuál sería la razón para no tratar al ser humano como material de experimentación y de comercio? Si el hombre no posee un alma de naturaleza espiritual que lo hace sujeto de un destino trascendente, ¿por qué no tratarlo como un animal más, al que se puede matar, clonar, esterilizar, y degradar, sometiéndolo a las más infames formas de manipulación, comercio y esclavitud? Aquí no hay alternativas. Todo depende de la concepción que se tenga del hombre. Lo demás es humo y discursos. Toda la charlatanería de los supuestos “derechos humanos” basados en altisonantes “juramentos” de Ginebra, Códigos de Helsinski o Declaraciones de la O.N.U. se derrumba ante la contundencia brutal de los hechos. Se engañan —a mi juicio— los bioeticistas que pretenden establecer pautas éticas y profesionales “humanas” dentro de los parámetros de la actual concepción del hombre, que son esencialmente inhumanos, para aceptar dogmáticamente una visión materialista atea de la realidad.

Para colmo, mucha gente tiene la idea del científico, como la de un sacerdote vestido de blanco, que sólo busca el bienestar de la humanidad independientemente de todo egoísmo personal.

¡Qué engaño, por Zeus! Es preciso ser muy, pero muy ingenuo, y desconocer totalmente el mundillo científico por dentro, para creer semejante disparate. No pocos científicos están más que dispuestos a experimentar con su misma madre, si con ello pudieran lograr alguna promoción académica.

Además de la generalizada falta de sentido moral de los científicos, no debemos olvidar tampoco que una buena cantidad de investigadores son seres “no sólo obtusos y de mentalidad estrecha, sino, también, simplemente estúpidos”. Si estas palabras le parecen un poco duras, lector, hago la salvedad de que no son mías, sino de alguien que conoce bien el paño, pues son nada menos que de James Watson, el codescubridor de la estructura molecular del ADN.(4) Para no recordar lo que decía Ortega y Gasset al respecto.(5) Y ya sabemos que la estupidez humana sumada a la soberbia, es una de las mezclas más peligrosas y explosivas que pueden existir. Pero el asunto principal no es éste. La verdadera cuestión es ¿hasta cuándo vamos a tolerar los ciudadanos comunes, que estos aprendices de brujo usufructúen los fondos del estado para el logro de sus ansias personales de prestigio y poder?

¡Hay que controlar a los científicos! Con esto no quiero decir por cierto que haya que controlarlos como a delincuentes comunes. Naturalmente que hay que controlarlos mucho más, puesto que la capacidad de hacer daño es infinitamente más grande. ¿Cómo puede ser que en un momento en que la sociedad pone límites a la acción de todos los estamentos sociales, sigamos bobaliconamente aceptando los pronunciamientos de los científicos como si fueran la palabra de Dios? ¿Pero somos “Homo Sapiens”, o acaso sólo “Homo Idiotensis”? ¿Hasta cuándo vamos a tolerar estas atrocidades?

Raúl Leguizamón

Notas:
(1) “La Voz del Interior”, del 13 de enero de 2001, pág. 17 A.
(2) “La Voz del Interior”, del 27 de enero de 2001, pág. 13 A.
(3) “La Voz del Interior”, del 7 de junio de 2001, pág. 27 A.
(4) James Watson: “La doble hélice”, Plaza y Janés, 1978, pág. 30.
(5) José Ortega y Gasset: “La rebelión de las masas”, ed. El Arquero, 1975, págs. 171/175.

domingo, 27 de julio de 2008

Guiones de estilo


NO HAY QUE CANONIZAR
A LOS MARXISTAS


El fenómeno de la Iglesia Clandestina entronca con la herejía modernista.

La finalidad no es otra que la de adaptar la Iglesia al mundo, en vez de intentar convertir y salvar al mundo dentro de la Iglesia.

El progresismo neomodernista subvierte así todos los conceptos fundamentales de la fe cristiana.

En nuestro país, el tercermundismo constituye la versión, no única pero sí principal, de la organización progresista internacional.

Poniendo en ejecución sus doctrinas, su organización y su metodología esencialmente clandestinas, el Tercermundismo configura una “iglesia paralela” que intenta instrumentar todo lo cristiano al servicio de una revolución social de inspiración marxista.

Carlos Alberto Sacheri
(Tomado de “La Iglesia Clandestina”, Buenos Aires, 1970)

HAY QUE IMITAR
A LOS SANTOS


sábado, 26 de julio de 2008

Un libro para consultar siempre


LOS CRÍTICOS DEL

REVISIONISMO HISTÓRICO


Por Antonio Caponnetto

Dura y rigurosa réplica a los falsificadores
de la historiografía argentina


Plan analítico de la obra

Tomo I (520 páginas)

Libro I. La crítica liberal a la historiografía revisionista

Capítulo 1: Don Emilio Ravignani: intuiciones y apriorismos ideológicos.

Capítulo 2: Grandes paradojas de Ricardo Zorraquín Becú.

Capítulo 3: La fiscalía del Dr. Ricardo Levene.

Capítulo 4: Ricardo Piccirilli y otros simplificadores.

Capítulo 5: Las opiniones de Ricardo Caillet-Bois.

Capítulo 6: José Barreiro y demás juicios facciosos.

Capítulo 7: Las acusaciones de nazismo.

Capítulo 8: El confuso diagnóstico de Ernesto Fitte.

Capítulo 9: La inefable arbitrariedad de Enrique de Gandía.


Libro II. La crítica de las izquierdas a la historiografía revisionista

Capítulo 1: La familia Romero. Francisco, José Luis y Luis Alberto Romero.

Capítulo 2: Halperín Donghi: la insuficiencia del profesionalismo.

Capítulo 3: Diana Quattrocchi-Woison: los males de su memoria.

Capítulo 4: Las opiniones de Hilda Sábato.

Capítulo 5: Hebe Clementi: el resentimiento antinacionalista.

Capítulo 6: Un mal paso: la crítica del Partido Comunista. [Examen de la obra de Leonardo Paso].

Capítulo 7: Nacionalismo e historiografía en Carlos Rama.

Capítulo 8: Ideología y método en Alberto Plá.

Capítulo 9: Oscuridades y contradicciones de José Raed.

Capítulo 10: Dos críticos menores: Fernando Devoto y Alejandro Cattaruzza.


Tomo II (620 páginas)

Capítulo 1: Tres enfoques simultáneos: Edberto Oscar Acevedo, Víctor Saá y Enrique Arana (h).

Capítulo 2: El integracionismo histórico. [Se examinan en este capítulo los siguientes autores: Carlos Marco, Javier Estrella, Alfredo Coronel, José Gabriel, Carlos Segreti, Walter Tessmer, Mario Bottiglieri, Julio Chiappini, Marcos Merchensky, Ataúlfo Pérez Aznar y Rogelio Frigerio].

Capítulo 3: El incongruente relativismo de Antonio J. Pérez Amuchástegui.

Capítulo 4: Los dispares argumentos de Roberto Etchepareborda.

Capítulo 5: La perspectiva sincretista. [Se examinan en este capítulo los siguientes autores: Armando Raúl Bazán, Héctor José Tanzi y Angel Castellan].

Capítulo 6: El extranjero. Clifton B. Kroeber.

Capítulo 7: La pseudoecuanimidad de Félix Luna.

Capítulo 8: Revisionismo y tesis conspirativa. [Se examinan en este capítulo los siguientes autores: David Rock, Daniel Lvovich, Cristián Buchrucker y Juan Alberto Bozza].

Capítulo 9: Juan José Sebreli: las fuentes griegas.

Capítulo 10: Otros críticos menores. [Se examinan en este capítulo los siguientes autores: Maristella Svampa, Olga Echeverría y Honorio Alberto Díaz].

Epílogo Galeato.

Bibliografía.


Un libro del Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny”.
En Tucumán 1958, 1º G y H, Capital Federal.
Tel/fax: 4373-0901, ibizii@infovia.com.ar.
De lunes a viernes de 9 a 17 hs.

En Santiago Apóstol:
Riobamba 337, Tel. 4372-9670,

santiagoapostollibros@yahoo.com.ar

En Huemul:
Santa Fe 2237, TE. 4822-1666,
libreriahuemul@arnet.com.ar

viernes, 25 de julio de 2008

Editorial


EL MAL ENORME

Conocida es la afirmación de Pío XI, cuando refiriéndose al incremento desorbitado del poder financiero, protestaba contra la economía que se ha vuelto “dura, inexorable y cruel”. Y si al Imperialismo Internacional del Dinero señalaba en primerísimo lugar el Pontífice como fruto funesto de aquella desorbitación, no deja de ser menos cierto que la misma ha traído, entre otras, la desgraciada consecuencia del olvido de cuanto no guarde relación inmediata con el patrimonio material. Simultáneamente víctima y victimario de este economicismo furioso —hijo a su vez de una desacralización compulsiva— el hombre moderno ha optado por la añadidura, en clara contradicción con el mandato evangélico.

Podrá entenderse así que el sacrilegio y la blasfemia se han instalado en nuestra doliente realidad, sin que ninguna reacción condigna suscite en unos y en otros, absorbidos todos, por protagonizar o por padecer aquella aludida inexorabilidad crematística. La más leve modificación del riesgo país o las oscilaciones bursátiles menos perceptibles, tienen en vilo y estremecen al conjunto social, con diligente consagración. Las más graves ofensas a la Fe Católica, en cambio —jamás vistas ni pensadas en esta tierra criolla— encuentran el campo libre de la indiferencia o de la complacencia colectiva, que el bolsillo llora o se llena, pero el alma parece ausente.

No se crea que los términos sacrilegio y blasfemia recién empleados, tienen aquí un alcance genérico o metafórico, como quien se queja difusamente de “lo mal que están las cosas”. Trátase por el contrario de dos pecados abominables y específicos contra el primero y el segundo de los Mandamientos, consistente uno en profanar o tratar indignamente los sacramentos, las acciones litúrgicas, las personas, cosas o lugares sagrados; mientras su horrible par consiste, secamente, en la irreverencia, injuria, desprecio u odio empecinado al hermoso nombre del Señor, como lo invoca el Apóstol Santiago, cuya fiesta litúrgica hoy celebramos. Palabras, obras, gestos, imágenes, sonidos, señales, y tantas formas expresivas combinadas existen hoy, son puestas desde los medios masivos al servicio de estos vicios, que la teología consideró propios de demonios, y hasta —si cabe— de mayor culpa que en ellos en quienes los practican, pues ni siquiera tienen la explicación de proceder de la desesperación connatural al infierno. La propaganda y la publicidad, la llamada gran prensa o la vulgar pasquinería, las programaciones televisivas o radiales, las usinas múltiples de la difusión que la tecnología hoy potencia, compiten en este abyecto ejercicio de la irreverencia, en esta maldita praxis del ultraje, que todas las civilizaciones dignas de ese nombre castigaron con la muerte. Palurdos, canallas y degenerados de la peor ralea tienen prontas sus herramientas para tan torva embestida, con una impunidad que exaspera cuanto alarma, pues bien pronto llegarían las reprimendas y sanciones si tan infames golpes —u otros levísimos— se dirigieran contra aquellos credos que no fueran el de la Verdadera Iglesia. De lo que se sigue la triste certeza de que tamaña ofensiva nos tiene a los católicos por destinatarios excluyentes.

Sería ingenuo sorprenderse y contradictorio esperar algún remedio de las autoridades políticas. Nutridas en el lodazal de sus mismas excrecencias, cualquier arrebato de cielo les está vedado. Prohijadas en las logias donde el Orden Sobrenatural se escarnece a sabiendas, ninguna batalla por la Cruz serían capaces de librar. Resultaría candidez asimismo confiar en que los pastores actuaran con la virilidad que la hora exige. Ganados muchos de ellos por concepciones pacifistas y sincretistas —cuando no, lisa y llanamente transformados en heresiarcas— no cabe siquiera en sus conjeturas plantearse una contienda contra el mundo, una embestida contra el Maligno, una militancia fervorosa que comprometiera los corazones y los puños en la custodia de la reyecía de Jesucristo. Sus afectos están puestos aquí abajo; temporal y horizontalmente tendidos. Y sin embargo, la respuesta se impone y urge; tanto más en medio de las actuales convulsiones mundiales que nos tocan vivir.

Sepa cada católico desagraviar privada y públicamente cualquier atropello, allí donde suceda. Sepa llevar la plegaria reparadora, la penitencia necesaria, la mortificación honesta; y si fuera el caso, sepa llevar los brazos convertidos en ariete y escudo contra los inicuos. Sepa cada católico que ha de unirse espiritual y físicamente con sus auténticos pares, para organizar la réplica, perseverar en la resistencia, sostenerse en la adversidad y confiar en la victoria. Sepa cada católico lo que nos enseña la Escritura sobre el castigo que aguarda a los renegados, y el que de hecho recibieron a lo largo de la historia, se llamaran Jeroboam o Constante, Arrio, Nestorio o Voltaire; fuesen emperadores o funcionarios, ideólogos o poderosos de la tierra. Y si ese católico que ha de saber tales cosas, ha nacido además en esta patria argentina —incorporada a la Cristiandad hace cinco siglos— sepa ya, sin atisbos de dudas o remilgos, cómo sancionaba el General San Martín la conducta de blasfemos y sacrílegos.

Antonio Caponnetto

jueves, 24 de julio de 2008

Voces de los de enfrente


DESPUÉS DICEN
QUE SOMOS NOSOTROS


“La pretendida tradición judeocristiana no es más que una formulación política que interesa, entre otras cosas, para el mantenimiento del Estado de Israel. Las dos tradiciones no tienen nada en común” (cfr. “La Vanguardia”, Barcelona, 9 de marzo de 2006, y su libro “Los nombres divinos”, Barcelona, Taurus, 2006).

Harold Bloom
A vos no te va tan mal, gordito...


Nota: Bloom, de familia yiddish, nació en 1930 y es crítico literario. No va a Misa tridentina ni lee “Cabildo”.

miércoles, 23 de julio de 2008

Voces de los de enfrente


DON TORCUATO

Don Torcuato di Tella ha descubierto algo que el nacionalismo viene diciendo desde 1927, aunque por lo visto no parece muy conforme con su hallazgo (tal vez porque su “religión progresista” se lo prohibe).

Dejando de lado la confusión entre verdaderos cuerpos intermedios (un gremio o un municipio) con grupos ideológicos que manipulan intereses colectivos (organizaciones populares de base, habitualmente socialistas o comunistas); diferenciando el corporativismo fascista del tradicional-católico; y aclarando que la representación corporativa es ante el poder y eventualmente en el poder, pero no por el poder (situación en la cual se daría una confusión entre bien común y bien particular, entre unidad y diversidad, entre gobierno y representación); aclaradas esas cosas, el diagnóstico de Di Tella que transcribimos a continuación, es un reconocimiento a lo que siempre sostuvo el pensamiento tradicional: la representación o es orgánica o no es verdadera representación. Y la democracia moderna es una mentira. O como “dicen que decía” el Padre Ezcurra, la democracia moderna es una “una señora gorda, mal vestida, y con acento extranjero”.

Dice Di Tella: “Para gobernar esta sociedad salvaje, mala, como todas las existentes, se necesita hacerlo con los grupos corporativos. A esta mala palabra hay que entenderla. Porque ¿qué son los grupos corporativos? Son los empresarios, grandes, medianos, rurales, industriales, nacionales o extranjeros, financistas o no; y también las organizaciones populares que son básicamente los sindicatos y otros organismos cercanos a los sindicatos, como pueden ser organizaciones de habitantes de localidades, más bien tipo villa miseria u otros grupos de tipo organización popular de base, que son también considerados grupos corporativos, o sea, que expresan intereses colectivos de gente que tiene una organización especial y una capacidad de financiarse. Éste es el revés de la trama de la democracia. La democracia no es lo que pretende ser. La democracia no es «un hombre o una mujer un voto». La democracia es más bien «una corporación un voto». El sistema democrático donde existe realmente, donde funciona mejor, en realidad es en un sistema corporativo. El sistema corporativo a los sectores de la burguesía que son una minoría, les da una equiparación de voto a los sectores populares. Esta es la teoría corporativa, que el fascismo en teoría habría aplicado, aunque de hecho era una dictadura simplemente. Según los teóricos corporativistas, en el sistema de los partidos políticos no hay una verdadera representación orgánica, la gente no conoce de qué está hablando, los partidos políticos son grupos competitivos demagógicos, mejor que eso es la organización por grupos de interés. En estos grupos de interés cada uno de ellos tiene una representación en un parlamento que representa esos intereses, proporcionalmente no al número de su miembros sino a su peso, representación cualitativa como se dice a veces. Teoría corporativa que no sólo fue expresada por el pensamiento fascista sino que viene de mucho antes, del pensamiento católico tradicional e incluso es una variante del pensamiento liberal y hasta progresista (…) Yo no estoy proponiendo eso, pero lo que estoy diciendo es que las democracias donde funcionan, funcionan porque de hecho son corporativas” (cfr. Di Tella, Torcuato: “Perspectivas futuras del sistema partidario argentino”, en el libro de varios autores: “La política en discusión”, Horacio Fazio, Coordinador, FLACSO - MANANTIAL, Buenos Aires, 2002, págs. 143- 144). ¡Hubiéramos empezado por aquí!

Fernando Romero Moreno

martes, 22 de julio de 2008

En la semana del Alzamiento Nacional (y IV)


CRUZADA

Nombre propio de la guerra española del 36-39. No tiene otro, ni debe tenerlo. Aquella guerra fue una cruzada de arriba a abajo, y acaso correspondió a Navarra marcar este tono desde el primer momento. “Cruzados eran sus voluntarios —afirma Iribarren—, que llenaban su pecho de escapularios y medallas, que comulgaban antes de combatir y se echaron al campo al grito de «¡Por Dios y por España!», eco del «¡Dios lo quiere!» de los cruzados medievales”.

Como Cruzada fue definida por el Episcopado español, y como tal fue reñida. ¡Aquellos rosarios en las tardadas de Somosierra y de tantos otros lugares, eran actos de piedad de verdaderos cruzados!

Un tipo iba corriendo hacia la estación del Norte, en Pamplona, y un amigo le preguntó:

— ¿A dónde vas con tanta prisa?

— ¡Es que si me descuido pierdo el tren “pa” la Cruzada!— contestó el que tenía que incorporarse al frente.

Fue, pues, término popular y caló hondo porque estaba lleno de verdad y porque la gente sencilla lo entendía superiormente. En línea más modesta se organizó también una cruzada contra el frío. El mismo Iribarren lo recuerda: “Por aquellos días (noviembre del 36), tomó (Mola) con singular empeño la venta de sellos de la «Cruzada contra el frío». A todo el que pedía pases o entraba a visitarle le invitaba a engrosar la suscripción, y consiguió vender muchísimos de aquéllos. Todo para que a sus soldados no les faltasen prendas de abrigo”.

El hermanico pequeño de un amigo, devuelto del frente por la Guardia Civil una media docena de veces, me abría su corazón:

— En cuanto cumpla los quince años me largo otra vez a la Cruzada y no vuelvo. Ya no aguanto más.

Rafael García Serrano

Nota: Estas notas fueron extraídas, claro, del “Diccionario para un macuto”, libro de indispensable lectura para todos los que de verdad quieran salvar su alma.

lunes, 21 de julio de 2008

En la semana del Alzamiento Nacional (III)


TRADICIÓN

¡Ay del pueblo que olvida su pasado
y a ignorar su prosapia se condena!
¡Ay del que rompe la fatal cadena
que al ayer el mañana tiene atado!

¡Ay del que sueña comenzar la Historia
y, amigo de inauditas novedades,
desoye la lección de las edades
y renuncia al poder de la memoria!

¡Honra a los padres! ¡Goza de su herencia
gloriosa…! El sol es viejo, y cada día
joven renace y nuevo en su alborada…

Reniega de la vana seudociencia.
¡Vuelve a tu tradición, España mía!
¡Solo Dios hace mundos de la nada!

Manuel Machado

domingo, 20 de julio de 2008

En la semana del Alzamiento Nacional (II)


¡OIGAN, SEÑORES!
LA IGLESIA HA HABLADO

Cedan su lugar nuestras palabras, en el aniversario que estamos recordando, a las que fueron proferidas y escritas por los hombres de la Iglesia: comenzando por el Santo Padre, el Papa Pío XI, quien regía los destinos de la barca de Pedro cuando comenzó la Cruzada, pasando luego por la de los Príncipes de la Iglesia, los Obispos y los sacerdotes.

Pocos meses después del Alzamiento Nacional, Su Santidad Pío XI, en su encíclica “Divini Redemptoris” (del 19 de marzo de 1937) se refirió a los estragos que el comunismo estaba perpetrando en las tierras de Santa Teresa y San Ignacio: “…en nuestra queridísima España, el azote comunista no ha tenido aún tiempo de hacer sentir todos los efectos de sus teorías, se ha desquitado desencadenándose con una violencia más furibunda. No se ha contentado con derribar alguna que otra iglesia, algún que otro convento, sino que, cuando le fue posible, destruyó todas las iglesias, todos los conventos y hasta toda huella de religión cristiana, por más ligada que estuviera a los más insignes monumentos del arte y de la ciencia. El furor comunista no se ha limitado a matar obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de modo especial a aquéllos y aquéllas que precisamente trabajaban con mayor celo con pobres y obreros, sino que ha hecho un número mayor de víctimas entre los seglares de toda clase y condición, que diariamente, puede decirse, son asesinados en masa por el mero hecho de ser buenos cristianos o tan sólo contrarios al ateísmo comunista. Y una destrucción tan espantosa la lleva a cabo con un odio, una barbarie y una ferocidad que no se hubiera creído posible en nuestro siglo. Ningún particular que tenga buen juicio, ningún hombre de Estado consciente de su responsabilidad, puede menos de temblar de horror al pensar que lo que hoy sucede en España tal vez pueda repetirse mañana en otras naciones civilizadas”.

Todavía no era sino el comienzo de la persecución, y el horror ya se desencadenaba ante los ojos del Sumo Pontífice:


“…esto es lo que, por desgracia, estamos viendo; pro primera vez en la historia, asistimos a una lucha fríamente calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino. El comunismo es, por naturaleza, antirreligioso, y considera la religión como el «opio del pueblo», porque los principios religiosos que hablan de la vida de ultratumba desvían al proletariado del esfuerzo por realizar el paraíso soviético, que es de esta tierra…”

El comunismo es “intrínsecamente perverso”, según definición papal en la misma encíclica, hasta tal punto que “no se puede admitir que colaboren con él, en ningún terreno, quienes deseen salvar la civilización cristiana”. Es la suma de todos los errores y herejías, y se había instalado en España de la mano de la República. ¿Quién lo dice, hoy, cuando los principios democráticos han inficionado a la Santa Madre Iglesia? ¡Ah, silencio de los culpables! Pero no siempre fue así: los perros mudos de hoy nada tienen que ver con los Pastores que clamaban ayer para alertar a sus ovejas.

¿Qué proclamaban en tan alta voz? La licitud del Alzamiento del 18 de Julio. Aquellos tres requisitos morales enunciados por el Aquinate (causa grave, posibilidad de victoria, superación de los males con los bienes de la victoria), las nueve razones de la legitimidad del alzamiento armado de Jaime de Balmes (si el poder abusa escandalosamente de sus facultades, si persigue la religión, si ultraja el decoro público, si menoscaba el honor de los ciudadanos, si exige contribuciones ilegales y desmesuradas, si viola el derecho de propiedad, si enajena el patrimonio de la nación, si desmembra a las provincias, si lleva a los pueblos a la ignorancia y a la muerte), todo estaba ya consumado.

España entera tembló, y bajo su cielo oscurecido por la invasión de los tras el silencio de la muerte, se abrieron las piedras de los sepulcros y renació el Cid, para campear por sendas y caminos. España guerrera, España santa, España nuestra, España de pie para marchar hacia el Padre, entre voces de héroes y santos.

Marzo de 1937. Habló Monseñor Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid-Alcalá, con su pastoral La hora presente: “España tenía el derecho y el deber de rebelarse contra una autoridad prostituida y usurpadora, antinacional y anticristiana, tiránica y delincuente”.

Usurpadora, porque se arrogaba el título de autoridad legítima, sólo por una ficción falsificadora de la realidad política del país; prostituida, porque subvirtió la misión augusta de la autoridad, con ponerse al servicio exclusivo de una plebe desbordada en odios, en envidias y afanes de venganza; antinacional, porque se vendió a los intereses judaicos de la Rusia soviética; anticristiana, porque negó a la Religión Católica, la profesada por la casi totalidad del pueblo español, derechos que le son fundamentales, nativos e inalienables y el pacífico ejercicio de muchos de sus cultos sagrados; tiránica, porque oprimió con cruel violencia las libertades más naturales, aquellas, precisamente, que formaban con España un todo consustancial; y delincuente, porque consintió, sin reparación y sin castigo, y aún fomentó su protección oficial, los más horribles desmanes de sus partidarios y las más crueles vejaciones, cometidas contra indefensos ciudadanos, y llegó hasta a acudir al asesinato y a las penas más aflictivas para eliminar a los hombres más conspicuos de la España buena y cristiana (…) Cuando la sustancia de la legalidad es la injusticia, no le queda a la conciencia y a la acción más recurso que buscar la justicia en la legítima ilegalidad”.

No era ésta, claro, la primera voz. Ya en 1934, habló el canónigo magistral de la catedral de Salamanca, Castro Albarrán, quien publicó “El derecho a la rebeldía”; luego dijo: “El Movimiento armado español contra el poder tiránico que oprimía a España era un árbol robusto que brotaba de la raíz ardiente del santo Derecho a la Rebeldía” (“El derecho al alzamiento”, págs. 15 y 16).

Habló el Obispo de Zamora, Monseñor Arce Anchorena, el 20 de enero de 1937, afirmando que: “Cuando falta la paz en todas sus formas, en todas sus facetas y en todas sus significaciones, la paz religiosa, ¿qué otro sentido más hondo e incoercible e imperioso puede sentir una sociedad perfecta y soberana que el de reacción violenta, por la vía de las armas, para recuperarla?”

Habló el dominico Ignacio Menéndez-Reigada, quien calificaba al gobierno republicano de “ilegítimo en su origen y usurpador injusto del Poder”, “traidor a la Patria y a la nación”, “enemigo de Dios y de la Iglesia”, por lo que “el alzamiento en armas contra el Frente Popular y su Gobierno es, no sólo justo y lícito, sino hasta obligatorio, y constituye por parte del Gobierno Nacional y sus seguidores la guerra más santa que registra la historia”. Aún iba más lejos, al afirmar: “…debilitar el esfuerzo (del Gobierno Nacional), o mermar su poder, o entorpecer su actuación podría considerarse como traición a la Patria, infidelidad a la religión y crimen ante la humanidad” (“La guerra nacional española ante la Moral y el Derecho”, págs. 7 y ss.).

Habló el R.P. Juan Martínez, enseñando que si bien es condenable la insurrección contra el poder legítimo y justo, ante la “usurpación tiránica” de la República, “…cualquier heroico ciudadano que inicie el movimiento militar realizará un hecho religioso y altamente patriótico, digno de ser recompensado por la nación, y sobre todo por el Altísimo” (tomado de “¿Cruzada o rebelión?”, págs. 23 y ss.).

Aquí está la palabra clave. Cruzada. La Undécima Cruzada, la iniciada por el General Franco en África, para más datos. Cruzada porque en ella se enfrentaban, no dos políticas, sino dos modos de ver y entender la vida. La Fe contra quienes la quisieron (y quieren) exterminar.

Hablaron claro, definiendo al enemigo, los Obispos Monseñores Olaechea y Múgica (de Pamplona y Vitoria, respectivamente), en su pastoral conjunta del 8 de agosto de 1936: “ese monstruo moderno, el marxismo o comunismo, hidra de siete cabezas, síntesis de toda herejía”, tal era el oponente.

También habló el Cardenal Isidro Gomá y Tomás, cuando nos presentaba al enemigo en su pastoral El caso de España, del 24 de noviembre de 1936: “la guerra es un castigo por el laicismo y la corrupción impuesta al pueblo desde las alturas políticas, por la propaganda de los malos políticos”. Y agregaba: “…masones envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros y mongoles convertidos en sistema político y social en las sociedades tenebrosas manejadas por el internacionalismo…”

Habló Monseñor Enrique Pla y Deniel, el 30 de septiembre de 1936, con su pastoral Las dos ciudades. Luego de presentarnos el problema, nos aclara qué es en realidad esta pretendida guerra civil: “En el suelo de España luchan hoy cruentamente dos concepciones de la vida, dos sentimientos, dos fuerzas que están aprestadas para una lucha universal en todos los pueblos de la tierra… Comunistas y anarquistas son los hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto a la virtud, y por ello los asesinan y martirizan”. Después, estas rotundas afirmaciones lo redondeaban todo: “Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad es una Cruzada. Fue un sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden”, “…una Cruzada por la Religión, por la Patria y por la Civilización”, “…una Cruzada contra el comunismo para salvar la Religión”.

¿Más palabras episcopales? El Obispo de Valladolid también habló de Cruzada; el de Granada: “nos encontramos en un nuevo Lepanto”; el de Córdoba: “…la Cruzada más heroica que registra la historia”.

Habló además el R.P. Félix G. Olmedo, S.J., quien fue contundente: “Esta guerra es ante todo, religiosa, la más religiosas de todas las españolas, que es decir de todas las guerras habidas y por haber, porque los enemigos con que ahora luchamos son los mayores que ha tenido ni puede tener la Iglesia; pues los turcos, los moros, los judíos y los protestantes, con los que tuvimos que luchar en otro tiempo, tenían al fin y al cabo su religión. Los mismos demonios del infierno, aunque no reconocen la soberanía de Dios, creen y tiemblan delante de Él. (…) Pero estos enemigos de ahora son peores que los mismos demonios, pues no sólo no tienen religión alguna, sino que tratan de destruir el fundamento d todas y de todo el orden moral y religioso, negando la existencia de Dios” (“El sentido de la guerra española”, págs. 18 y 19).

Con más énfasis aún habló el canónigo Castro Albarrán en “Este es el cortejo…” Allí, en la pág. 259, encontramos su grito: “¡Guerra Santa! ¡La más santa de todas las guerras! Dios se ha hecho generalísimo nuestro…”

Casi las mismas palabras habían salido de la boca del Cardenal Primado Isidro Gomá, cuando se refería, en 1936, a “…esta Santa Cruzada, la más santa que han visto los siglos…”

Nuestro Cardenal siguió hablando, tiempo después, en Budapest, ante un grupo de españoles, el 28 de mayo de 1938, cuando ya comenzaba a presentirse la primavera victoriosa: “Efectivamente, conviene que la guerra acabe. Pero no que se acabe con un compromiso, con un arreglo ni con una reconciliación. Hay que llevar las hostilidades hasta el extremo de conseguir la victoria a punta de espada. Que se rindan los rojos, puesto que han sido vencidos. No es posible otra pacificación que la de las armas. Para organizar la paz dentro de una constitución cristiana es indispensable extirpar toda la podredumbre de la legislación laica. (…) son las bocas de los sacerdotes asesinados las que se abrirán para morder a sus asesinos”.

También habló de las faltas que debían ser satisfechas el R.P. Olmedo, al dictaminar que: “…El castigo tiene un doble carácter de pena y corrección; es como una operación quirúrgica que hace Dios a un pueblo para curarle de una grave enfermedad, en que había voluntariamente caído. Podría Dios curarle sin dolor, pero entonces no quedaría satisfecha su justicia ni la cura sería tan eficaz” (op. cit., pág. 48).

Con similares conceptos habló el Padre Menéndez-Reigada, O.P.: “Una paz blanca y… ¡todos contentos!… ¡Ah, no, y mil veces no! Eso sería dejar infecunda la sangre de tantos mártires, hacer traición al sacrificio de tantos héroes, renegar de nuestra estirpe y hacer que España siguiese arrastrando una existencia vergonzosa como en los tiempos que han precedido a este resurgir glorioso, dar tregua al enemigo para rehacerse y preparar mejor sus medios de combate, haciendo que España fuese rodando de abismo en abismo hasta que ya fuese imposible todo remedio” (op. cit., pág. 18).

Nótese cuántas veces aparece la palabra “habló” en este texto. Es que, con machacona reiteración, una y mil veces se pronunció la Iglesia sobre la Cruzada. Y aún no hemos citado el documento más extenso: la Carta colectiva del Episcopado español, fechada el 1º de julio de 1937.

Inspirador de esta conocidísima carta ha sido el Primado de España, conocido ya por todos como el Cardenal de la Cruzada, Isidro Gomá y Tomás. En ella, se analizaban las históricas razones de peso esgrimidas por la Jerarquía española de 1936, en base a las cuales, y por exigencias ineludibles de su ministerio pastoral y patriótico, declararon Cruzada Nacional a la mal llamada guerra civil, y condenaron con energía, claridad y justicia, los crímenes de la zona roja.

“Esta es la posición del Episcopado español, de la Iglesia española, frente al hecho de la guerra actual. Se la vejó y persiguió antes de que estallara; ha sido víctima principal de la furia de una de las partes contendientes y no ha cesado de trabajar, con su plegaria, con sus exhortaciones, con su influencia para aminorar los daños y abreviar los días de prueba.

“Y si hoy, colectivamente, formulamos nuestro veredicto en la cuestión complejísima de la guerra de España, es, primero, porque aún cuando la guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su repercusión de orden religioso, y ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica de España, que nosotros, Obispos católicos, no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de Nuestro Señor Jesucristo, y sin incurrir en el temendo apelativo de canes muti, con que el Profeta censura a quienes debiendo hablar callan ante la injusticia (…)

“La revolución fue esencialmente «antiespañola». La obra destructora se realizó a los gritos de «¡Viva Rusia!», a la sombra de la bandera internacional comunista. Las inscripciones murales, la apología de personajes forasteros, los mandos militares en manos de jefes rusos, el expolio de la nación en favor de extranjeros, el himno internacional comunista, son prueba sobrada del odio al espíritu nacional y al sentido de patria (…)

“Ayudadnos a orar, y sobre nuestra tierra, regada hoy con sangre de hermanos, brillará otra vez el iris de la paz cristiana y se reconstruirá a la par nuestra Iglesia, tan gloriosa, y nuestra Patria, tan fecunda”.

Hablaron todos. Su voz sigue resonando firme, clara, con la sonoridad sublime de la verdad y la razón.

Sin embargo, ya no se habla tanto; salvo la Iglesia del Concilio, que lo hace para pedir vergonzosamente perdón por la defensa que la verdadera Iglesia, ayer como hoy, hace de la causa de Cristo.

Un eco de aquella voz inconfundible, la que las ovejas reconocen como proveniente del Buen Pastor, pudo escucharse todavía por los años '80. No era la de un Obispo español, sino francés. Él habló también de continuidad y martirio:

“Hago votos por España, por la Iglesia, por renovar lo que hicieron los mártires españoles de 1936, por continuar su obra y el magnífico ejemplo que nos dieron. No hay que perder la riqueza de la sangre de los mártires que fue derramada por el bien de España y de la Iglesia” (Monseñor Marcel Lefebvre, conferencia en Madrid, el 28 de octubre de 1986).

Fue este mismo Arzobispo quien, seis años antes, el 19 de abril de 1980, había señalado también en Madrid: “España ha sido, a lo largo de la historia, un apoyo considerable para la Iglesia y un ejemplo de fidelidad a Roma, a la Roma católica. Los gobernantes españoles, salvo algunas excepciones, han sabido sostener siempre el catolicismo. De aquí el odio especial que han sentido los enemigos del catolicismo hacia España y las campañas reiteradas que han suscitado contra ella. Un buen ejemplo de esto fue la Guerra Civil de 1936, que estuvo destinada a someter a España a la dictadura del comunismo. Gracias a Dios, surgió un hombre providencial que evitó que España sucumbiera”.

Es que el providente Dios, que se ha hecho generalísimo nuestro, con su infinita misericordia, nos había regalado otro generalísimo para que fuera nuestro Caudillo tras ganar la Cruzada, cuando España fuese ya libre de látigos, chekas, tanques, hoces y martillos. Como lo cantaba el poeta Manuel de Góngora:
“Rusia torva y helada
—látigo y cheka, tanque y servidumbre—
¡quédate en tus estepas sepultada!,
déjame estar a mi española lumbre.
Frente a tu Plaza Roja, mi Alcázar toledano,
frente a tu descreimiento, mi crisma de cristiano;
y frente al agrio gesto de tu hoz y tu martillo,
la generosa y franca sonrisa del Caudillo”.
Álvaro M. Varela

sábado, 19 de julio de 2008

Diagnóstico


LA IDIOTA CRISTINA

Idiotas eran los de antes. En nuestros días, según la última edición del Diccionario de la Real Academia Española, la palabra “idiota” significa, en su primera acepción, “el que padece de idiocia”; idiocia, a su vez, es el nombre técnico con el que en Psiquiatría se designa el grado máximo de debilidad mental congénita. Hay tres acepciones más: “engreído, sin fundamento para ello”; “tonto, corto de entendimiento”; “que carece de toda instrucción”. Dejando, pues, aparte la primera y más propia de las acepciones (que sólo puede movernos a la conmiseración de estos pobres enfermos), el término “idiota” se usa de modo peyorativo para descalificar a alguien tildándolo de fatuo, tonto, torpe, indocto, etc.

Pero los idiotas de antes no eran así. En efecto, idiotes, la palabra griega que dio origen al castellano idiota proviene de la raíz idios que quiere decir personal, privado, particular, propio. La palabra idioma, por ejemplo, reconoce este origen pues designa la forma particular de hablar de un determinado grupo, pueblo o nación.

Idiota designaba, también, originariamente, lo que hoy llamamos ‘lego’, alguien ajeno a una determinada profesión o grupo social o, simplemente, un hombre común. Posteriormente, gracias a la continua evolución que sufren las palabras, este significado se fue particularizando para referirse exclusivamente a una persona que no tiene ningún oficio especializado ni conoce ningún arte, y por esta vía se fue aproximando cada vez más al significado de persona ignorante y, más adelante, se usó para referirse a las personas desprovistas de inteligencia.

Pero volvamos al principio. Idiota era, simplemente, aquel que sólo se preocupaba de sí mismo, como encerrado en sí mismo, con una incapacidad, de hecho absoluta, de emerger de su soledad y solipsismo. La idiotez, en el fondo, era algo parecido a un cierto autismo como decimos hoy. El idiota resultaba, de este modo, la antítesis del hombre público, preocupado por los asuntos políticos. Entre los griegos y los romanos la vida pública competía al verdadero ciudadano, al hombre eminente; de allí que los idiotas permanecían, de hecho, excluidos de la Polis o Civitas y, por ende, desprovistos del honor y la honra del hombre público. Los estoicos, por su parte, veían como una obligación del hombre sabio ser un ciudadano, un hombre público; por esta razón despreciaban a los epicúreos para quienes poco valía e interesaba la vida política.

Por eso es importante conocer el origen de las palabras para aplicarlas con propiedad. En este sentido, nos animamos a afirmar que la Sra. Presidenta de la Argentina es una idiota. Pero no, desde luego, una idiota de las de ahora sino de las otras, de las de antes. Pues en este noble y arcaico sentido la palabra idiota nos parece la más adecuada para designar las actitudes y el talante de nuestra Primera Mandataria.

La Sra. Presidenta, en efecto, no tiene el menor signo de padecer la penosa y temible enfermedad de la idiocia. Por el contrario, se la ve vivaz, aguda por momentos, y su coeficiente intelectual parece corresponder al promedio normal (aunque exhibe una cierta tendencia al pensamiento abstracto en detrimento de aquella facultad conocida como razón particular o cogitativa de neto predominio en el “género” al que pertenece con tanto garbo nuestra magistrada). Tampoco puede decirse de ella que sea tonta o carente de entendimiento o de instrucción; aunque cierta dosis de engreimiento parece aproximarla a una de las modernas acepciones de la idiotez; pero no viene al caso.

Entonces ¿por qué decimos que es idiota a la antigua, a la vieja usanza? Porque contrariamente a lo que puede suponerse, habida cuenta del cargo que ocupa, Doña Cristina no tiene nada que ver con el hombre público, interesado en los graves asuntos de la Polis, con el ciudadano (o ciudadana) abierto a las preocupaciones de la comunidad. Por el contrario, vive en un coto ideológico, cada vez más estrecho, confinada en los pequeños límites de un entorno doméstico dominado por un cónyuge arbitrario y caprichoso, dueño de una mirada oblicua, propenso a la iracundia y al berrinche fácil. Lo grave es que nuestra Cristina supone que este espacio doméstico, tan pobre cuan insano, ese mundo tan suyo y privado, es el país real al que le toca gobernar. He aquí su drama y el drama de la pobre Argentina.

Esa y no otra es la razón por la que, en estos días aciagos, se la ve más despistada y más fuera de la realidad que “piojo en peluca”, según la gráfica expresión de un amigo español, radicalmente ajena a los graves asuntos del Estado y a la tumultuosa realidad nacional. Pues solamente así se explica que a pocas horas de sufrir la más contundente derrota política en el Senado, tras cuatro meses de agitación social y derrumbe económico, Cristina se enfunde en uno de sus vistosos atuendos, vuele a inaugurar las obras de un módico aeropuerto de provincias, exhiba ante las cámaras un rictus psicofarmacológico a modo de sonrisa y, encaramada en una tarima rodeada de unas decenas de obsecuentes, deslice “cuchufletas” (como solía decir una vieja mucama) contra los “traidores” y los lentos de espíritu que no entienden que ella, la Gran Cristina, ha recibido, a modo de revelación, el mensaje de las últimas elecciones y que, cual nueva encarnación de Moisés, ha sido destinada por la divinidad democrática a conducirnos a la tierra prometida del progresismo setentista.

“No entienden, ya entenderán, ya entenderán…” repetía con su sonrisa de falsete y su voz un tanto afónica. No hay caso, nuestra Cristina es irremediablemente idiota: padece una antigua, arcaica y veterana idiotez. Lo cual, puesto siempre cuanto decimos en términos antiguos, no sería malo pues, después de todo, los idiotas son parte de este mundo. Pero en aquellos viejos tiempos las cosas eran distintas.

Así, por poner un ejemplo, Don Enrique de Villena, en el libro que escribió sobre El arte de trobar o de la Gaya Sciencia, nos describe como eran aquellos concursos de arte y teología donde los sabios discurrían y juzgaban acerca de temas graves y profundos y premiaban los ingenios:

“En el público congregávanse los Mantenedores, e Trobadores en el Palacio; e Don Enrique partia dende con ellos, como está dicho, para el Capítulo de los Frailes Predicadores; e colocadas, e fecho silencio; yo les facia una Presuposicion tocando las Obras que ellos avian fecho e declarando en especial quál dellas merecia la Joya: e aquella la traia ya el Escrivano del Consistorio en pergamino bien iluminada, e encima puesta la Corona de oro, e firmávalo Don Enrique al pie: e luego los Mantenedores: e sellávala el Escrivano con el Sello pendiente del Consistorio: e traia la Joya ante Don Enrique: e llamado el que fizo aquella Obra, entregávale la Joya, e la Obra coronada por memoria, la qual era asentada en el Registro del Consistorio, dando autoridad, e licencia para que se pudiese cantar, e en público decir.

“E acabado esto, tornávamos de allí al Palacio en ordenanza, e iva entre dos Mantenedores el que ganó la Joya e llevávale un mozo delante la Joya con Ministriles, e trompetas: e llegados a Palacio, hacíales dar confites, i vino: e luego partian dende los Mantenedores, e Trobadores con los Ministriles, e Joya, acompañando al que la ganó fasta su posada: e mostrávase aquel aventage que Dios e Natura ficieron entre los claros ingenios, e los obscuros. De donde parece que aventage viene del vocablo italiano avante.

E no se atrevian los Ediotas.”

Lo malo es que ahora los ediotas se atreven a todo.

Mario Caponnetto

viernes, 18 de julio de 2008

En la semana del Alzamiento Nacional (I)


¡RESURRECCIÓN!


Que el Ejército debe estar al servicio de la patria para ampararla y para robustecerla lo proclama en todas sus gestas la historia universal. El Ejército no puede ser nunca patrimonio de organización social o de un sistema político, sino de la nación. Por eso socavar sus cimientos, es atentar contra la patria. Y de todas las instituciones armadas, la que mayor gloria merece es aquella que antepone a su propia existencia, el sentimiento heroico del deber, el estoicismo humano del sacrificio, no esas otras, como ocurre en las mesnadas del comunismo, que están constituidas por mercenarios.

En la edad antigua, Roma menos fuerte y menos culta que Cartago, logra vencer a ésta, porque sus ejércitos no van movidos por el oro sino por el deber ciudadano. Por igual causa unos centenares de navarros, invencibles como los que ahora conmueven al mundo con sus proezas, sepultan a los muy poderosos francos en los desfiladeros pirenaicos.

Cuando el César ha derrotado a Escipión y ya lo es todo sobre la tierra, hace un alto en España para exclamar: “en otros lugares he luchado por la victoria; aquí he de luchar por la vida”.

¿No asombra, al cabo de los siglos, el recuerdo e aquellos héroes fabulosos que en Numancia resistieran a un Escipión y en Sagunto hicieran frente a Aníbal? Aún electriza nuestro espíritu y enardece nuestra sangre la aparición providencial de aquella gran mujer, que erguida sobre los cadáveres de los patriotas, entre las ruinas de un Ejército de valientes, hace estremecer de fuego redentor el cañón que los invasores creían apagado para siempre.

¿No levanta vuestro ánimo, pueblos españoles, pueblos de habla castellana, la evocación de aquellas luchas extraordinarias, en que unas veces se salvaban o se fundaban civilizaciones, y se humillaba otras a los tiranos de Europa, al conjuro de este nombre mágico: España?

Cuando Cortés quema sus naves, ¿qué hace sino edificar sobre un montón de cenizas una escuela de héroes? Sangre y espíritu de ellos, alienta en estos hombres que ahora están construyendo, sobre ruinas también, los basamentos del nuevo Imperio español.

El Ejército —¿quién puede discutirlo?— es necesario a los pueblos porque sólo así se asegura el orden y se consolida la autoridad y se fortalecen las instituciones políticas; porque sólo así se es potencia defensiva y ofensiva. Cuando más poderoso el Ejército, más firmes las garantías de paz, y más sólidos los pilares del derecho y la justicia nacionales (…)

Pues bien: este Ejército salvador, que se nutre de las gloriosas tradiciones de aquellos conquistadores que se llamaron Viriato, Díaz de Vivar, Fernández de Córdoba, don Juan de Austria, y de aquellos otros, no menos esclarecidos, que quedaran inmortalizados en el anónimo de la Historia; este Ejército de grandes capitanes y de grandes soldados, ofendido, ultrajado, deshecho por la República, es el Ejército que viene a restaurar para España, el Gran Capitán de nuestros días: el general Franco.

n n n n n

La bandera es el símbolo perpetuo de la patria. Cuando los republicanos la arrancan de la vida oficial, abren la primera herida en el costado de España.

Quienes mucho la amaron hasta dar su sangre por ella, gozan el privilegio de seguir amándola más allá de la muerte; la enseña, con sus vivos colores, se transforma en sudario del héroe, cuyos huesos preciosos reposan bajo la caricia que la patria le envía, en un beso que es, como el alma que en ellos alentó, de eternidad…

Cuando una tarde no lejana, después de un año de callados sufrimientos, clavada aún en mi retina la crucifixión de Madrid, pude ver la bandera española, la de sus conquistas, la de sus grandezas, flameando orgullosa al viento, desde tierras de Francia; hoy, que desde otras tierras más apartadas, pero tan llenas de su gloria, pienso en ella, la contemplo en el hogar de un español, la siento herir con sus resplandores mi alma y refrescar con sus aleteos mi frente y encender de inefables ternuras mi corazón, entonces como ahora, comprendo en lo más sensible de mi ser, que sólo cuando el amor y el dolor de la patria las arrancan, no son signo de debilidad las lágrimas.

A la sombra protectora de esa bandera, que tiene de España los dorados reflejos de su sol, y de los españoles la sangre con que lavaran sus ofensas en los campos de batalla, todas las regiones sirvieron la causa de la Civilización; las del norte con el brío siempre pujante de su brazo, las del mediodía con la luz inextinguible de su inteligencia. A su sombra también, fundan los reyes católicos la unidad nacional y Colón despierta de su aventura portentosa para ganar la inmortalidad, que si España necesitaba nuevos horizontes para su Imperio, Dios había hecho de él su elegido, para revelarle ese profundo secreto, que a modo de inmenso paraíso, se ocultaba en la inmensidad de los océanos. A su sombra poderosa se hace España Imperio del mundo, de tal suerte que ni los elementos pueden oscurecerla por un instante. A su sombra bienhechora, que así cobija al noble aventurero que todo lo fía a la inspiración, como al genio que desprende inteligencia de todas sus células, levanta Herrera el monasterio de El Escorial; y Daoiz y Velarde, caen, dominadores, en defensa de la libertad nacional; y en los campos andaluces sufre Napoleón la derrota precursora de su Waterloo; a su sombra, en fin, los caballeros vencedores de Breda, enseñan al mundo, cómo se pueden recoger los trofeos de la victoria, sin humillar con ruines modos la dignidad de los vencidos.

Pues bien; esa bandera tantas veces gloriosa en la historia, que pudo contemplar la creación de un mundo, que representa, no una voluntad y un honor, sino todas las voluntades y todos los honores de España; ese sagrado emblema, tesoro y reliquia de la nacionalidad española, que frente al heretismo africano y asiático es el lábaro de la fe cristiana, y ante las tiranías europeas, el estandarte contra el cual se estrellan éstas como contra invisible muralla; esa bandera que tiene en sus colores encendidos el aliento de innumerables generaciones, sustancia y ornato del espíritu de la raza; esa bandera que la República arrojó entre el polvo, como si el polvo no fuese lo único perdurable, lo único eterno, es el símbolo magno de la hispanidad, es la santa bandera de España, a cuya sombra reconquistan hoy la patria, los héroes y los mártires que siguen al humano redentor de nuestros días: el general Franco.

Alfredo Cabanillas

Nota: Este texto ha sido tomado del libro “Hacia la España eterna”, edición del autor, impreso en Buenos Aires en 1938.