miércoles, 31 de octubre de 2007

Testigo de cargo


ESO: ¿QUÉ DEMONIOS
ES SER “PROGRESISTA”?


Conociendo mis gustos, mi hijo José me regaló una separata de “Le Monde Diplomatique” con el título “El progresismo argentino”, escrito por algunos de los más conspicuos representantes de esa ideología: Carlos Altamirano, Atilio Borón, José P. Feinmann, Felipe Pigna y Luis Alberto Romero. Algo como para integrar un conjunto de rock con el nombre de “Los auténticos fracasados”. Porque aunque detenten cátedras, programas de televisión y premios a rolete, son todos tristes desechos del derrumbe de la U.R.S.S. y el socialismo real. Desde entonces, no saben dónde están parados. ¿Cómo habrían de saber qué cosa es el progreso?

Pero me llevé un primer chasco. Porque a partir de la página ocho, nada menos que Carlos Altamirano promete explicarnos “¿Qué es ser progresista?” Caramba, me dije, parece que estoy equivocado en mi prejuicio. Estos chicos sí saben qué demonios es ser progresista hoy, saben en consecuencia qué es hoy el progreso y saben muy bien dónde están parados.

Leamos. La primera página podría, casi, casi, haberla escrito yo. Y de hecho he escrito cosas muy parecidas en esta sección: 1) Hay un anacronismo en llamarse ahora progresistas porque ése es un concepto del siglo XVIII y se basaba en una confianza total en que se estaba frente a “un proceso unitario que tenía como actor al conjunto de la humanidad”, el cual recorrería “etapas de un incremento creciente del conocimiento, del dominio… y de la explotación de la naturaleza. Y además (habría), como parte de este mismo movimiento también un bienestar creciente”. 2) Parece que las cosas no salieron así: Altamirano reconoce que “hoy ser progresista es, en primer término, tener conciencia de los problemas que envuelven la noción de progreso, de la crisis que afecta esta noción misma, porque ha crecido la conciencia contemporánea del lado oscuro que tiene el progreso”. Y porque parece que la noción de progreso “se convirtió en algo (no) evidente sino en un problema que es necesario definir una y otra vez”.

Muy bien, pero de aquí nos caemos a las décadas del sesenta y del setenta y los modos de ver el progreso entonces. Y luego, hasta el final del articulo, en el progreso y progresismo en la Argentina y en Cuba. ¡Un momento! ¿No se nos perdió algo en el camino? Al final, ¿qué demonios es el progresismo? ¿Una crisis? ¿Todo lo que ofreceríamos a los ávidos de soluciones es un aula de debates intelectuales sobre “un problema que es necesario definir”? Lo terrible es que es más o menos cierto. Para las clases instruidas de nuestro tiempo que son, en su mayoría, progresistas, izquierdistas o “modernas”, el progreso es hoy ese problema sobre el que dan vueltas y vueltas en cátedras del primer mundo bien pagadas, en programas de TV que dan popularidad, en artículos innúmeros como el que comento, en debates a escala mundial. El pequeño detalle es que en treinta años de discusiones, congresos y simposios no se sabe que hayan logrado ni un milímetro de adelanto en la tarea de (re)definir el progreso. ¿Y quién le dice que el concepto de progreso está perimido sin remedio y nada ni nadie puede redefinirlo o resucitarlo?

Por suerte para ellos, los intelectuales como Altamirano pueden vivir en su mundo enclaustrado y algunos, de vez en cuando, enseñar (es un decir) en universidades norteamericanas que pagan bien. No hay más riesgos que afrontar, una que otra vez, a locos que asesinan sin más razones que su locura. El último fue el coreano de Virginia. Forman parte del sistema y por suerte no actúan muy frecuentemente.

Mientras tanto, la definición de progreso se hace y se vive en las calles por gentes de la catadura moral e intelectual de los hijos de “Gran Hermano” y de personajes como Ginés González García. Ellos no necesitan (re)definir el concepto todos los días. Saben que en la práctica “ser progresista” es tirar la chancleta, drogarse, abortar cuando un hijo molesta, hacerse maricón y enorgullecerse, etcétera, etcétera. Mientras los intelectuales meditan agobiados por el peso y la solidez del problema planteado, los hombres del común lo han develado sin preocupaciones. Ser progresista es hoy la vida sin honor, sin pudor, sin control, sin conciencia del prójimo. Las niñitas que saltan de un hogar y un colegio católico a juntarse con su “novio” y a vivir “como les da la gana” saben sobre eso que llaman progreso más que estos sabihondos como Altamirano. Cuya definición actual del progreso es como una granada de mano sin seguro que se pasan los intelectuales entre ellos para ver si alguno atina a impedir la explosión.

NO SE PIERDA ÉSTA

¿Entendió lo que escribí en la notícula anterior? Entonces no se pierda ésta. En México, capital, las fuerzas progresistas lograron hacer aprobar el aborto rápido, barato y expeditivo. (Todavía no obligatorio, pero todo se andará). En “La Nación” del 25 de abril leemos la noticia y este párrafo que llamaría delicioso si no fuera repugnante. El Coordinador del Comité de Alternativa (vaya uno a saber qué es eso) Don Jesús Robles Maloof (vaya nombrecito que le pusieron sus padres) declaró: “En un país tan conservador, lo que sucedió es un triunfo de las izquierdas progresistas”. ¿Captó la idea? Mientras Altamirano cobra por (re)definir qué cosa es hoy el progreso, los Robles Maloof —como los González García— la tienen muy clara. El progresismo hoy no es como la antigua izquierda del siglo XX, que apostaba al poder totalitario con el nombre de “dictadura del proletariado”, lo cual debía leerse como dictadura de los comunistas en nombre del proletariado. Las “izquierdas progresistas” son hoy mucho más modestas. Ya no aspiran a asesinar cien millones de personas para hacer surgir de su sangre el hombre nuevo. Ahora se conforma con unos pocos milloncitos anuales de bebés asesinados en el vientre de sus madres. Éstos son sus “triunfos” de hoy. Ésta es su ideología de hoy.
Aníbal D'Angelo Rodríguez

martes, 30 de octubre de 2007

Mártires de España, rogad por nosotros


DOS MÁRTIRES RIOPLATENSES
EN LA ESPAÑA ETERNA


Por la ruta de la Fe, la Esperanza y la Caridad nos han regresado a la patria oriental las reliquias de las Mártires Dolores y Consuelo Aguiar-Mella Díaz, proclamadas Beatas por S.S. Juan Pablo II el 11 de marzo del Año de Gracia 2001. Fue el domingo 9 de julio de 2006 cuando en la Iglesia Catedral de Montevideo, antes de una Santa Misa solemne, la urna de mármol blanco con las reliquias fue depositada en el Baptisterio donde ambas habían recibido, siendo niñas, los Santos Crismas.

Siempre se ha dicho que en las tumbas estaban las sombras. Hoy comprendemos que allí reside la Luz: “estaban de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidas de túnicas blancas, con palmas en sus manos (…) y lavaron sus vestidos y los blanquearon en la sangre del Cordero. Por eso están ante del trono de Dios y lo adoran día y noche en su Santuario” (Apocalipsis, 7, 9, 14-15).

Dolores y Consuelo nacieron en Montevideo. Dolores el 29 de marzo de 1897, y Consuelo exactamente un año después. Las futuras Beatas Mártires eran hijas del matrimonio formado por el abogado madrileño Santiago Aguiar-Mella y la criolla montevideana Consolación Díaz Zavalla.

Alboreaba el siglo XX cuando la familia abandonó la República Oriental para dirigirse a España. Atrás quedaba, impune, el asesinato masónico del Presidente Idiarte Borda, afirmándose así el país que pergeñaba José Batlle y Ordóñez en la línea sarmientina. Ella se daba con ancho proceso en el Río de la Plata.

Campeaba su filosofía hecha de oposiciones entre “Civilización y Barbarie” alineadas según el inmanentismo con modalidad de hedonismo burgués que apuraba los últimos años previos al apocalíptico 1914.

A poco de llegar a Madrid fallece su madre, por lo que Dolores y Consuelo ingresaron como pupilas en el Colegio de las Hermanas de las Escuelas Pías de Carabanchel, donde permanecerían hasta 1917 realizando estudios de Magisterio Superior. Allí se forjó un vínculo definitivo entre aquellas “indianas” y la familia religiosa. Se hizo cada vez más fuerte en ellas el espíritu de la Catolicidad y su afán de Misión y Servicio, todo lo que al final les costaría la vida física.

Y llegó 1931. El año terrible de la proclamación de la República, que en menos de cinco años condujo a España al caos. En pendiente pronunciada se quebró la paz social con el enfrentamiento sangriento de las clases sociales. La Unidad nacional se fracturó hasta casi llegar a la balcanización. La persecución religiosa fue en aumento con las leyes de divorcio y aborto a las que sucedió la quema de Conventos e Iglesias con la expulsión de Órdenes religiosas. Las Hermanas Escolapias sentían el constante asedio y atropello del anticatolicismo resuelto en odio y blasfemia.

En ese ambiente, las uruguayas Aguiar defendían públicamente su Fe Católica ayudando y trabajando por aquellas victimas del terror frentepopulista. El asesinato de José Calvo Sotelo desbordó el cáliz de hiel y se produjo el Alzamiento contra la vesánica tiranía. La consigna en los territorios africanos fue “El 17, a las 17”.

El día 17 de julio a las cinco de la tarde tuvo lugar el comienzo de la Cruzada. Dentro de las veinticuatro horas siguientes lo hicieron las guarniciones de España. Por diversas circunstancias una parte de la Península no pudo ser liberada. Madrid y Barcelona quedaron en la zona roja como bocas del infierno. George Orwell, en páginas que titulara “Cataluña 1936” expone que en Barcelona había comenzado la “revolución social”, a través de la sovietización de las empresas cualquiera fuera su tamaño, amén del terrorismo practicado por el poder político con el apoyo de bandas armadas en las calles.

Los cuadros políticos del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), a cargo del Servicio de Información, se especializaron en crear el terror y conciencia del terror “entre los traidores fascistas” entrando a las cárceles a elegir victimas para “ajusticiar”. Un aspecto anecdótico, pero no por ello indigno de figurar en esta referencia local de Cataluña, fue que durante este período centenares y centenares de presos requetés o falangistas eran trasladados a las bodegas del “Uruguay”, un buque de bandera republicano-socialista fondeado en la rada de Barcelona.

Testigo de los espantos que allí se producían, Manuel Tarín Iglesias en su libro “Los años Rojos”, publicado en 1986, da cuenta que en el común de las gentes, fueran o no de derechas, el sólo nombre de “Uruguay” producía helado horror sólo por las reverberaciones semánticas que provocaba el nombre del satánico navío.

La situación de Madrid no iba en zaga. Luego del ataque contra el Cuartel de la Montaña y la Cárcel Modelo se dio el sádico asesinato de innumerables militares y civiles. Entre los uniformados se encontraba el dirigente falangista Julio Ruiz de Alda, héroe de la aviación española y mundial. Entre los segundos cabe destacar a personalidades de inteligencia superior como Ramiro de Maeztu y Víctor Pradera.

En esos días de tragedia aparecieron con todo su aire siniestro las tristemente célebres “chekas”. Durante la revolución bolchevique, éstas habían sido el más férreo instrumento de terror para diezmar las poblaciones consideradas enemigas de los nuevos amos. La requisa, la detención y el asesinato se ordenaban en las “chekas” y sustituyeron en la “república” cainita a todo lo que se podía llamar función policíaca o jurídica.

Anarquistas, comunistas, socialistas y toda la gama de zurdos, tuvieron su “cheka” particular. Cientos aparecieron repartidas por toda la Ciudad ocupando las mejores mansiones y teniendo a disposición vehículos requisados a los “facciosos”. A ellas se agregó la privada de la Dirección de Seguridad que recibió el nombre de “Escuadrilla del Amanecer”, porque era en las amanecidas cuando registraban domicilios, detenían y asesinaban durante sus “paseos” de las afueras de la capital.

En medio de aquel pandemonium Dolores y Consuelo continuaron sin desmayo ayudando a las monjas dispersas y ocultas en Madrid. Comenzado agosto ambas se fueron a vivir con ocho religiosas refugiadas en una casa cercana al colegio del que habían sido expulsadas por la “cheka” comunista. Nada amedrentaba su misión para con la gente de Dios.

Así, hasta el 19 de septiembre de 1936, cuando Dolores salió hacia un barrio donde llevaba alimentos y Hostias Consagradas “para los que tenían hambre y sed de Cristo”. Detenida por milicianos pese a su documentación fue conducida a una de las “chekas”. Horas después allí se presentó Consuelo, llevada por una nota supuestamente firmada por su hermana en la cual le solicitaba su presencia junto a la Superiora María de la Iglesia para obtener la libertad.

Del horror de las horas que siguieron nada sabemos. Sus cuerpos y el de la Madre Superiora fueron encontrados masacrados en la carretera hacia Andalucía, de donde se los llevó a un depósito. Poco antes de ser arrojados a una fosa común los recuperó su hermano Teófilo, entonces Jefe del Consulado uruguayo, quien pudo darles cristiana sepultura en el cementerio de la Almudena.

El desgraciado suceso tuvo amplia repercusión y llevó al gobierno Oriental que encabezaba el doctor Gabriel Terra a la ruptura de relaciones con la tiranía siniestra y simiesca que detentaba el gobierno de la España autodenominada legal. Un gesto de dignidad diplomática hoy convenientemente ocultado por la historiografía al uso gramsciano a que nos tiene acostumbrados el liberalismo marxista uruguayo.

De la vida terrenal de Dolores y Consuelo Aguiar-Mella Díaz puede decirse lo que Antonio Caponnetto expresa en “Los Arquetipos y la Historia”: “recorre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y se prolonga hasta nuestros días en los textos más representativos de la Cristiandad. Se insta a seguir a Cristo como Modelo Supremo, y también obviamente, a aquellos que han consagrado sus esfuerzos para ir tras Él. Profetas, Santos, Patriarcas, Místicos o Mártires. Cristo mismo en su Evangelio no cesa de repetírnoslo a cada tanto: «Venid en pos de Mí», «aprended de Mí», «sed perfectos», o «ejemplo os he dado para que vosotros hagáis lo que Yo he hecho». Se lo sigue e imita por amor, por una fuerza afectiva incontenible, que está por encima y en algunos casos de modo excluyente, de todo otro bien terreno”.

Dolores y Consuelo caminaron tras Él, por ello hoy están a la derecha de Dios. Seguramente con las manos elevadas en oración como en la visión del poeta:

Como tibia azucena adelantada
Constantemente entre el alba y el rocío
orante nieve, ojiva pura y levedad trenzada
como ave par alzada sin temblores,
calmando en su misterio desposado
la desazón humana de las flores.
Luis Alfredo Andregnette Capurro

lunes, 29 de octubre de 2007

Aniversario de la Marcha sobre Roma

AQUEL FELIZ 28 DE OCTUBRE



No parecía ser una noche idónea para una revolución. A las seis de la tarde había empezado a descargar la lluvia, furiosas ráfagas de viento recorrían el mar Tirreno y los hombres, empapados en sus relucientes capas negras, se agazapaban en la paja junto a extinguidas fogatas. Al comienzo de aquella noche de 1922, al otro lado de las montañas que protegían Roma, cerca de 40.000 hombres aguardaban la caída de la ciudad.

Todo el día, los hombres del ejército de camisas negras, tropas de choque del Partido Fascista Italiano formadas por tres millones de miembros, habían estado preprados para la Marcha sobre Roma. Desde Bolzano, en los Dolomitas, hasta Palermo, en Sicilia, más de mil millas al sur, concentraciones de camisas negras, al oír la palabra mágica “Roma”, se habían amontonado en camiones, carros y chirriantes coches de caballos. Había camisas negras refugiados en los hornos de ladrillos, acampando en viñedos y pueblos; camisas negras en graneros y bodegas. Sólo tres años antes, cien hombres habían fundado el Partido Fascista en una sala revestida de madera de la Piazza San Sepolcro de Milán. Sus propósitos evocaban a los piratas tanto como sus banderas con las calaveras y los huesos cruzados: aplastar a sus enemigos socialistas y comunistas y adueñarse por la fuerza de las riendas del gobierno (…)

Al amanecer del 28 de octubre, los camisas negras de cien ciudades se alzarían, poniendo de manifiesto su condición de enemigo interno. Preparados para un raudo ataque, asaltarían silenciosamente oficinas de correos, prefecturas, estaciones de tren y cuarteles militares. En pocas horas los fascistas rodearían la Ciudad Eterna y controlarían Italia (…)

Para todos los que abrazaban el credo fascista, Roma era ahora más que un imán; cualesquiera que fuesen sus debilidades, tenían ahora una cita con la historia. En el tren abarrotado de camisas negras que partía de Grosseto, los hombres habían cedido el puesto de honor a “il Cecco”, un veterano ciego de ochenta años, que 52 años antes había realizado la marcha con Garibaldi. En Monterotondo, los enfermeros vigilaban a Paolo Petrucci, mortalmente enfermo de tuberculosis; pero a pesar de los 40 grados de fiebre, él estaba decidido a unirse a la causa.

Otros, en la flor de la vida, viajaban con gran pompa y por su cuenta. Los cincuenta “jinetes” de Guiseppe Caradonna llegaban cabalgando desde Foggia, envueltos en mantas de piel y tocados con sombreros a horcajadas de pesados caballos de labranza. En Ascoli Piceno, un joven rico se organizó su propia Marcha sobre Roma, instalando una ametralladora en el capó de su Fiat deportivo.

Cada vez eran más los que avanzaban, ansiosos por compartir el triunfo; sobre bicicletas y camiones, trenes y carretas, exhibían sus “slogans” escritos con carbón o con cal: “Me ne frego”; “Roma o morte!” Todos estaban atraídos por el irresistible magnetismo de un hombre; un hombre que había trabajado durante años para llevar sus emociones hasta este punto culminante.

Su nombre, como un grito de guerra, figuraba en sus banderas, en sus camiones y en sus cascos: “¡Viva Mussolini!”
Richard Collier

Nota: Este relato forma parte del primer capítulo de su libro “Duce! Duce!”, edic. Acervo, España, 1986.

domingo, 28 de octubre de 2007

Fiesta de Cristo Rey

LA REALEZA DE CRISTO

Los reyes y gobernantes podrán conculcar las tablas de tu ley; pero, al caer del sitial del mando en la tumba del olvido, tus súbditos seguiremos exclamando: ¡Viva Cristo Rey!

Los legisladores dirán que tu Evangelio es una ruina, y que es deber eliminarlo en beneficio del progreso…; pero, al caer despeñados en la tumba del olvido, tus adoradores seguiremos exclamando: ¡Viva Cristo Rey!

Los malos ricos, los altivos, los mundanos dirán que tu moral es de otro tiempo, que tus intransigencias matan la libertad de la conciencia…; pero, al confundirse con las sombras de la tumba y del olvido, tus hijos seguiremos exclamando: ¡Viva Cristo Rey!

Los interesados en ganar alturas y dinero, vendiendo falsa libertad y grandeza a las naciones… chocarán con la piedra del Calvario y de tu Iglesia, y al bajar aniquilados a la tumba del olvido, tus apóstoles seguiremos exclamando: ¡Viva Cristo Rey!

Los heraldos de una civilización materialista, lejos de Dios y en oposición al Evangelio… morirán un día envenenados por sus maléficas doctrinas; y al caer a la tumba del olvido, maldecidos por sus propios hijos, tus consoladores seguiremos exclamando: ¡Viva Cristo Rey!

Los fariseos, los soberbios y los impuros habrán envejecido estudiando la ruina, mil veces decretada, de tu Iglesia…; y al perderse, derrotados en la tumba del olvido, tus redimidos seguiremos exclamando: ¡Viva Cristo Rey!

Sí, que viva. Y al huir de los hogares, de las escuelas, de los pueblos, Luzbel, el ángel de tinieblas, al hundirse eternamente encadenado a los abismos, tus amigos seguiremos exclamando: ¡Viva Cristo Rey!

¡Viva en el triunfo de tu Eucaristía y de tu Iglesia! ¡Viva para siempre Cristo Rey!

Padre Mateo Crawley

sábado, 27 de octubre de 2007

En la semana del asesinato de Jordán Bruno Genta (y IV)


¡DESTRUIR
A GOLIAT!


Frente al avance arrollador del Comunismo y al espíritu de entrega servil de las Democracias occidentales, no dejaremos de clamar que la única salida es la restauración católica, nacionalista, jerárquica y militar de la Patria.

No existe para nosotros nada más que una alternativa: restauración católica o revolución comunista.

El tiempo apremia y sólo nos queda repetir una vez más la sentencia de San Agustín: “No es ésta la hora de plantear cuestiones, sino de confesar a Cristo”.

Confesarlo en todo, en la vida privada y en la vida pública, en el pensamiento, en la conducta y en la política. Y en primer término en la política, que el liberalismo ha laicizado; esto es hasta el extremo de que la mayor parte de los católicos suman su tontera a la sagacidad de los enemigos de Cristo, gritando con ellos en la plaza pública: ¡Fuera la Religión de la política!

Lo peor es que muchos sacerdotes precisan que así debe ser, en contra de lo que repetía el Cardenal Pie: “Tratar de convertir a los individuos, sin querer cristianizar a las instituciones, hace frágil la obra… lo que se edifica por la mañana, se derrumba por la tarde”.

Urge que se entienda y se haga entender que la concepción democrática liberal, burguesa o proletaria, prepara y sirve al advenimiento del comunismo en la medida que predomina en las instituciones públicas. Así es como el Estado de Derecho, la Constitución Nacional, la familia, la escuela, la universidad, los gremios y las Fuerzas Armadas en la Argentina de hoy, con su estructura y sentido liberales, preparan y sirven al comunismo, sean cuales fueren las intenciones de los que dirigen o mandan.

Es tarea vana e inoperante enseñarles a los Jefes y Oficiales de las Fuerzas Armadas Argentinas, la Ontología, la Ética, e incluso, la Política según la filosofía perenne, sin demostrarles al mismo tiempo, que nuestras instituciones están inspiradas en su negación más radical y absoluta. ¿De qué sirve ante las inminencias que se precipitan, hablar del ser y de los transcendentales, del acto y de la existencia, de la sustancia y de los accidentes, de las causas y de los medios, sin denunciar a la luz de esas distinciones primordiales que somos una República sin religión ni metafísica?

¿Qué significa exponer teóricamente la Verdad, predicar la Palabra de Dios y apoyar prácticamente esa anarquía y subversión democráticas que padecemos?

No importa que no se apoye expresamente, basta con el silencio culpable. No es la hora de planes pedagógicos a largo plazo, sino de dar el testimonio entero de la Verdad, combatiendo al error donde se encuentre y sin reservas de ninguna especie.

Cristo tiene que volver a ser el centro en el alma humana, en la ciudad terrena y en la Historia Universal. Tenemos que construirlo todo desde Él, por Él y para Él. Sólo así tendremos la fuerza de Dios para enfrentar al nuevo “Goliat que se viene con su tremenda amenaza” (Juan XXIII).

La civilización occidental moderna no es cristiana, sino que ha venido siendo cada vez menos cristiana. Su origen y raíz es la ruptura con la unidad de la Cristiandad, la filosofía, las ciencias, la ética, las bellas artes, se han ido apartando de la Unidad para caer en la separación, la anarquía, la confusión. Y por esto es que esa misma ciencia del espacio que obra prodigios, desarraigada de la Fe sobrenatural y de las verdades esenciales, “no es crecimiento, sino derrumbamiento” como decía San Agustín.

Nada puede ser más desconcertante que la coincidencia de los viajes a los espacios siderales, con el mundo de esclavos aterrados en que nos estamos convirtiendo. El hombre exterior con su formidable poder sobre las cosas, contrasta con el anonadamiento completo del hombre interior: ¿De qué vale ganar el mundo si pierdes el alma?

Para entender hasta qué punto es verdad lo que estamos diciendo, medite el lector estas instrucciones de Bismarck a su embajador en París, en 1871 y después de la derrota de Francia: “Una política católica de Francia le daría una gran influencia en Europa y hasta en el Extremo Oriente. El medio de contrarrestar su influencia en beneficio de la nuestra es abatir al Catolicismo y al Papado, que es la cabeza. Si podemos alcanzar este fin, Francia está para siempre aniquilada… Los radicales (Gambeta, Bert, Ferry, Littré) nos ayudarán: ellos juegan nuestro juego. Lo que yo ataco por política, ellos lo hacen por fanatismo antirreligioso. Su concurso está asegurado. Sí, poned todos vuestros cuidados en mantener este cambio de servicios mutuos entre los republicanos y Prusia. Francia pagará los gastos”.

Quiere decir que descristianizar a las naciones católicas como Francia, España o la Argentina, es debilitarlas, disminuirlas, abatirlas. Recuerde el lector que los masones y liberales que gobernaban nuestra Patria en el '80, a la zaga de los masones y liberales franceses, descristianizaron la familia y la escuela argentinas. Y ese fue el paso previo indispensable para la Reforma bolchevique de la Universidad en 1918.

Invocar a Moreno, Rivadavia, Sarmiento y los otros falsos próceres liberales, para oponerse al comunismo, es sencillamente estúpido y torpe, cuando no es complicidad y colaboración con el enemigo. Hay que revisarlo todo, no solamente la Historia Argentina; pero revisarlo a la luz de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad sobrenaturales. Hay que volver urgentemente, con la ayuda de Dios, a la Encarnación del Verbo en nuestro pensamiento, en nuestro corazón, en nuestra conducta y en nuestras instituciones públicas. Volver a la Unidad, a la Verdad y a la Realeza de Cristo y de su Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

No hay más que Cristo o el Anticristo. Sólo en Cristo nos haremos fuertes con la fuerza de Dios, como el pequeño David, para enfrentar y abatir al nuevo Goliat.
Jordán Bruno Genta

Tomado de “Combate” nº 98, de julio de 1961, y “Cabildo”, segunda época, año XI, nº 105, de octubre de 1986.


HOY, 27 DE OCTUBRE, SE CUMPLEN 33 AÑOS
DEL ASESINATO DE JORDÁN BRUNO GENTA.
ROGAMOS UNA ORACIÓN POR SU MEMORIA.

viernes, 26 de octubre de 2007

En la semana del asesinato de Jordán Bruno Genta (III)


POR LUCHAR
POR EL AMOR,

LO HA MATADO
EL ODIO


Por extraña paradoja los enemigos hicieron posible que su última lección, la muerte, fuera la primera que llegara a todos los argentinos. Durante su vida lo rodearon de silencio. Hoy, el silencio de su muerte es un grito de guerra.

Era Genta uno de esos varones fuertes, que se arrebatan al cielo por asalto. Fogoso, apasionado, sabría transmitir a cuantos se le acercaban esa caridad inmensa que lo consumía. Amó a Dios; amó a la Patria; amó a sus amigos con la vehemencia del que no conoce “los términos medios jamás aceptados”.

La Fe lo sostenía con la pasión y el ardor de los grandes conversos. La Caridad lo urgía. La Esperanza lo hacía invulnerable aún al desaliento más legítimo.

Casi contrastando, diríamos, con esto, se volvía hacia los hombres con esa enorme humildad que proyectaba en su trato hidalgo, en el diálogo íntimo siempre cautivante.

Como filósofo lo centraba todo en la rehabilitación de la inteligencia. Formado en el más puro estilo socrático, hacía resplandecer la Verdad por contraste, a través de la crítica de los hábitos intelectuales, de los prejuicios que se difunden como verdades. De allí sus grandes oposiciones que dejó plasmadas en libros memorables: el filósofo y el sofista, la idea y la ideología, el Sermón de la Montaña y el mesianismo comunista. Sabía, como su maestro, que una y la misma es la ciencia que trata de los contrarios.

Superados muy pronto las limitaciones y los errores de su formación —que no eran otros que los propios de la Universidad liberal y reformista— llegó a través de la frecuentación de los clásicos a la madurez de la Fe.

La pedagogía del verbo contrapuesta a la de la acción, la preeminencia del ocio contemplativo sobre el pragmatismo utilitario, el ideal heroico de la vida sobre la concepción burguesa de la existencia, se advierten ya desde el comienzo mismo de su tarea docente. De allí a la contemplación del Verbo hecho carne no había más que un paso inevitable. La Fe en él era Fe ilustradísima, la culminación lógica y coherente de la razón llevada hasta el umbral mismo del Dios vivo.

Su filosofía era vida. Gustaba repetir con Péguy que la filosofía no va a la clase de filosofía, porque es vida. Nunca la entendió de otra manera. Por eso cada vez que se remontaba hasta la altura de los primeros principios era para descender finalmente a iluminar la realidad concreta y descubrir la cuota de eternidad en cada tramo de tiempo.

Durante más de diez años aprendió y enseñó el arte supremo de las definiciones. Llegó así al año 1943. Ese intento fugaz de rehabilitación política —al que había contribuido en forma decisiva esclareciendo a los hombres de armas en conferencias que perdurarán como modelo en su género— le confió la Universidad del Litoral con miras a una proyección más amplia sobre el resto del país. A la hora de definir el camino lo hizo con concisión y profundidad: “Hay que aristotelizar la Universidad”. Y el título de su primer discurso académico es toda una proclamación de principios: “Rehabilitación de la Inteligencia”. En este marco de rigor intelectual y de profundo sentido nacional hizo rendir el primer homenaje de una Universidad argentina a San Martín.

La Escuela Superior del Magisterio fue otra de sus grandes creaciones. Desde allí trató de infundir a los maestros argentinos, desquiciados por un siglo de laicismo y normalismo sarmientino, una nueva mentalidad de raigambre católica, nacionalista e hispánica. Todo lo que pasó después es harto conocido. La habilidad y la demagogia sustituyeron a la Sabiduría de la Patria. No hubo lugar para Genta en la Argentina oficial.

El 2 de abril de 1945 sobreviene el asalto al Instituto del Profesorado Secundario de Buenos Aires, del cual era rector. El retrato de Rosas —que presidía por primera vez en la historia el despacho de un rector— fue sacado a la calle y quemado. Y en un acto que quedará para siempre como ejemplo de la arbitrariedad y el despojo, el 5 de mayo de 1945 fue dejado cesante de todos sus cargos. (Curiosamente el decreto de cesantía lleva la firma del actual ministro de Justicia).

Así se pretendió poner fin a una obra docente a la que el Padre Castellani calificó como la obra del “pedagogo del ¡o juremos con gloria morir!” Y que el Padre Eliseo Melchiori llamó un día “la más alta cátedra de este país”. Pero se equivocaron. Llevó la cátedra a su hogar; y allí continuó enseñando, siempre la misma verdad, cada vez más rica y más madura hasta la víspera misma de su muerte. (También algunos colegios católicos le hicieron un lugar en sus aulas).

Fue un maestro de fidelidad y de vida. Tuvo el reconocimiento de su magisterio en la Distinción que en 1971 le otorgara el Instituto San Alberto Magno “por su filial adhesión a la Cátedra de Pedro”.

Nada pudo ser más adecuado para quien había sostenido siempre la Verdad en la Cátedra de la unidad.

Pero Genta no se agota en su faz filosófica y docente, que por sí sola bastaría para colmar todo el ámbito de su vida.

Él fue, quizás por encima de todo, el gran Combatiente, el Camarada.

La Política fue su gran pasión. Le dolía la Patria. La soñaba grande, egregia capaz del señorío y por sobre todo, instaurada en Cristo. Dotado de un extraordinario realismo vio y predijo infinidad de situaciones, algunas de ellas las más dramáticas de la historia de los últimos tiempos. Abrazado al Nacionalismo, la preocupación de toda su vida fue verlo limpio e incorruptible. Y si en su “Guerra Contrarrevolucionaria” —doctrina política que escribió para la Aeronáutica Militar— nos dejó la suma de las verdades que hay que servir y los errores que combatir, en “El Nacionalismo Argentino” nos ha legado su definición más clara y luminosa: “constructivo y restaurador, jerárquico e integrador, cristiano y argentino en su contenido y en su estilo. Una afirmación soberana frente a la Plutocracia y al Comunismo”; libre de la falsas ideologías que ensombrecen la limpidez de su contenido: populismo, clasismo, socialismo.

Quiso para el Nacionalismo la solidez y el rigor de una Doctrina Política, remontándolo hasta los niveles más altos del pensamiento e integrándolo en la universidad de su Filiación Católica.

No transó jamás con ninguna circunstancia. Solía decir siempre que era preferible la soledad a la claudicación.

Su muerte es la muerte de un soldado, el sacrificio total de quien había escrito: “Sólo la disposición al sacrificio puede realizar la Verdad de la Soberanía Nacional”.

Cuando pase el dolor, cuando deje de mordernos los labios, la muerte de Genta adquirirá la dimensión de “una alegría alta” a lo Salinas, de una “recóndita alegría” chestertoniana y será para nosotros el símbolo de la Victoria.

Dios nos ha hecho con su muerte —desde García Moreno— el regalo de un mártir.
Revista “Cabildo”

Nota: Este artículo pertenece a la Revista “Cabildo” nº 19, año II, del 8 de noviembre de 1974.

jueves, 25 de octubre de 2007

En la semana del asesinato de Jordán Bruno Genta (II)

PENSAR LA PATRIA

Su palabra tenía el peso del acero, la altura de la estrella, la exactitud de la geometría. Urgente y urgida, impetrante y profética, ora arenga, ora parábola, testamento o lección magistral. Remontaba vuelo, pero sabía volver al valle para dilucidarnos las necesarias cuestiones terrenas. Era el Orador del Verbo, el Orador de la Cruz en la dura cuaresma de la patria.

Su conducta no conocía dobleces. Fue tenido por unos y otros como principista, intransigente, demasiado duro, excesivamente ortodoxo. Es el modo en que los rectos celebran y agradecen el comportamiento de los hombres eminentes; y es el modo en que los inferiores destratan a quienes no son tan tibios ni tan mediocres como ellos. Leída a derechas, le cabe la sentencia de Saint Exupery: “amo el agua pura y el vino puro, pero hago de la mezcla un brebaje para castrados”.

Nunca aconsejó cuidarse. Nunca escogió conservar el puesto, ni admitió aquellos en todo incompatibles con la extrema coherencia. Nunca sacrificó la publicidad de la Verdad a la privacidad de los propios intereses. Nunca lo arredró saber que los enemigos no perdonan. Prefirió vivir un día de león a cien años de cordero. Eligió con Castellani “los cien pájaros volando al uno en mano”. “Mi cátedra es mi palabra”, nos decía. “Y también es mi vida. Mi palabra me compromete a mí solo. Yo no hablo respaldado por ninguna institución, ni por ninguna fuerza”. En efecto, lo cuidaban los arcángeles. Hasta que ellos mismos, aquel domingo de octubre, le cerraron misericordiosamente los ojos.

Su estilo era alegre y optimista, jovial sin desbordes innecesarios, paternal sin afectaciones, afable y vehemente, generoso y caballeresco, galante y expansivo. Y porque sólo el humilde está en la Verdad, al buen decir teresiano, tenía Genta conciencia de sus debilidades y de sus dones. Si no alardeaba por estos últimos, tampoco simulaba no tener las primeras. Del famoso estilo prusiano que retrató Spengler, de seguro se le aplican dos atributos: la ordenación aristocrática de la vida, y el carácter que se rige a sí mismo.

Lo recuerdo entregándome un valioso libro revisionista, que sacó de su biblioteca, para que yo pudiese replicar la zoncera de un profesor. Cuando quise restituírselo, me dijo apenas ésto: “yo no te lo he pedido”. Y comprendí que era un regalo. Lo recuerdo manuscribiéndome la Oración del Paracaidista Francés, para que supiera qué cosas conviene pedir y cuáles no. Lo recuerdo en un andén de Constitución, esperando un tren del interior que no llegaba nunca, desplegando una lección magnífica sobre el ejercicio de la paciencia. Lo recuerdo recitando a Baldomero Fernández Moreno, ante el nacimiento familiar de una sobrina llamada Marcela. “¡Marcela, nombre de pastora y de princesa!”, repetía entonces con su voz bizarra. Casi como los hexámetros de Homero, o los pareados del juglar cidiano, podía improvisar y reiterar musicales frases ante determinadas situaciones. Era su cultivo de la eutrapelia. Lo recuerdo enojándose en una reunión doméstica, por haber preferido la gaseosa al vino, asegurándome que esas conductas serían penadas severamente en tanto ocupase la primera magistratura. Lo recuerdo una tarde veraniega, en una casaquinta, intentando unos fugaces malabares futbolísticos, ante el tierno reproche de su mujer, que lo ponía en aviso sobre el ineluctable paso de los años. Lo recuerdo erguido, enorme, protector, recibiéndome con mi futura esposa en el escritorio de su casa. Lo recuerdo —y no quiero olvidarlo nunca— cuando desplegaba su arte retórica, y las voces se hacían plegaría y poesía, saetas y tacuaras, laureles y tambores. “Nada grande en la vida se ha hecho sin pasión”, repetía con Hegel. La tuvo ordenada al logos, y por eso mismo fue hacedor de cosas grandes.

Un hombre se conoce por su pensamiento.

Genta pensaba —y lo reiteró en su última conferencia— que “lo que necesita un pueblo es teología y metafísica”. Casi lo que había dicho Don Juan Manuel en su austero destierro, mate en mano: “lo primero que necesitan los pueblos es la calma y el silencio”. Pensaba que una íntima juntura une a la polis con el alma, no siéndole indiferente a aquélla el movimiento ascendente o descendente de ésta. Pensaba que en materia antropológica sólo queda una opción de hierro: “un hombre dominado por sus impulsos y pasiones, o un hombre libre, que vive como San Francisco, muere como Sócrates, se destierra como San Martín, desface entuertos y venga agravios como Don Quijote, o colma su vigilia de serena sabiduría, como Aristóteles”. Pensaba, en suma, que las dos banderas y las dos ciudades lo recorren todo, obligándonos a optar a cada paso. Los sofistas o el filósofo, las ideologías o la Idea, el Manifiesto Comunista o el Sermón de la Montaña, la escuela laica o la Pedagogía del Verbo, el ideal utilitarista o la preeminencia de la vida contemplativa, la concepción burguesa de la existencia o la consigna de Job, la trilogía jacobina o las tres virtudes teologales, la habilidad o la sabiduría, la masa o los arquetipos, la vida cómoda o el combate, la Revolución Mundial Anticristiana o la Doctrina de Guerra Contrarrevolucionaria; el populismo clasista y socialista o “un nacionalismo católico y restaurador, jerárquico e integrador, cristiano y argentino en su contenido y en su estilo”.

Como se advierte, el pensamiento de Genta, no se limitaba sólo al orden político, y aunque fue el ámbito en el que más repercusión tuvo, o por el que mayormente se lo conoce, la verdad es que se prodigó en otras disciplinas, tales la psicología, la filosofía, la teología, la sociología y la metafísica. Tengo ante mis ojos un cuaderno suyo, manuscrito, con las cien primeras páginas de un Tratado de Cosmología, que quedó trunco e inédito. Sus reflexiones iniciales son sobre Heráclito, las últimas que llegó a escribir trazan un cuadro comparativo entre Santo Tomás y Duns Escoto. Con justicia pues,valoró filosóficamente su obra nuestro admirado Alberto Caturelli, quien lo llamó “caudillo socrático cristiano”.

Todo este tesoro de sabiduría clásica, tradicional y católica, lo desplegaba Genta en su casa, despojado que fuera de cualquier apoyo institucional o de respaldos estructurales. En esa casa podía encontrárselo, trabajando austeramente durante largas horas. Al verlo así, volcado sobre sus papeles y libros, era imposible no traer a la memoria esa descripción que hiciera José Antonio de la figura de Mussolini, cuando lo visitara en Roma. Estaba firme, “laborioso junto a su lámpara, velando por su patria, a la que escuchaba palpitar desde allí como a una hija pequeña”.

En ese mismo ámbito se veló su cuerpo, ya sin vida. En la cabecera del ataúd, la imagen de la Virgen, con un sable a sus pies. A la diestra una lanza, ensortijada con la cinta federal y el banderín argentino. Sobre su pecho amortajado, once rosas de sangre mártir, que se negaban a cicatrizar. Era el ícono mismo del nacionalismo católico, el emblema de la victoriosa muerte martirial. Como en Jalisco, en La Vandée o en Alicante, pero en la Ciudad de la Santísima Trinidad, con nosotros de emocionados e indignos testigos.
Antonio Caponnetto

miércoles, 24 de octubre de 2007

En la semana del asesinato de Jordán Bruno Genta (I)

SEMBLANZA DE
JORDÁN BRUNO GENTA

Conocemos a un hombre por su muerte.

Toda vez que se pierde el anhelo superior de conquistar la grandeza, se está ante un signo inequívoco de irremisible decadencia. Rotos los vinculos que entrelazan la vida con su Origen, las naciones y los hombres quedan de espaldas a Dios e inmersos en la nada. Entonces, sólo los elegidos son capaces de reaccionar, y sostener la mirada fijamente en el vértice exacto del que nunca debió descenderse. “Pocos hombres —dirá Rilke— sienten ascender en ellos un impulso de obrar tan fuerte como para erguirse con ardor en la plenitud de su corazón; quizás ocurra en los héroes y Ios elegidos del prematuro tránsito”. Tal es el caso de Jordán Bruno Genta.

Signado por la Gracia de Dios, mantuvo fidelidad a Su Palabra en medio de la Gran Apostasía. Miró el abismo, mas no para caer en él, sino para cruzarlo con la intrepidez del águila; y cruzándolo, lo convirtió en peldaño hacia la eternidad. Así encaró la muerte, como el cruce de un abismo necesario que conduce a la infinitud. En tan augusta e irrepetible circunstancia, oyó el consejo de Agustín de Foxá:

Para la muerte, hermano, te vestirás de fiesta,
haciendo honor al limpio linaje de tu casta

Quien así moría era el mismo que frente a la corriente que todo lo envuelve en su cambio, había reivindicado el sentido de la Permanencia; y frente a la tentación del devenir nihilista opuso el valor de la identidad. “No les importe que los demás los contradigan —arengó cierta vez a los jóvenes— sólo debe preocuparlos, como a Sócrates, no estar en contradicción con ustedes mismos”.

Le dolía la Patria, a la que entregó su inteligencia clara y su pasión fogosa, y en los umbrales de la plenitud, como vemos, la propia vida. Porque por encima de todo compromiso en el tiempo, estaba la férrea religación con la Verdad que no tiene tiempo. Sabía y enseñaba que “no hay ni puede haber Argentina Soberana sin que Cristo y María reinen en ella”, pero para aspirar a tan empinada condición era necesaria la disposición al sacrificio. Y la tuvo.

Alguien muy próximo a él en el afecto, su esposa Lilia, había dicho, dolorida por la comprobación, que no eran aquellos tiempos “de églogas, rimas y redondillas”. “Antes será el Combate y el entrevero, la tierra dura resquebrajada, el aire que huele a pólvora, aguas del río bajando rojas, y cada espina de los pencales de la montaña, goteando sangre. Cuando la espada corte los invisibles hilos del aire, sobre la tierra rescatada, será de nuevo —rosa inasible— la poesía”. Acaso fue un presentimiento, pero llegaron gotas de sangre y aires quemados, como llegaron, tras el martirio, los primeros poemas (…)

Jordán Bruno Genta oyó a San Pablo. Y salió —heraldo nuevo para una proclama antigua— a predicar “oportuna e inoportunamente”. Jamás lo sujetaron moderadores consejos, pero nunca tuvo un gesto de arrogancia. Claro en sus convicciones, nos enseñó con el martirio libremente asumido, que no hay redención sin sacrificio, pero “ese sacrificio del hombre, ratificaba, tiene que ser partícipe por la Gracia de Dios, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo para ser vencedor incluso en la derrota, y para que la vida verdadera surja de la muerte con nitidez fulgurante en la Esperanza Sobrenatural”.

Hay que volver una y otra vez sobre las reflexiones de Genta a propósito de la figura de Monseñor Tiso, para entender su propia figura y su muerte mártir.

Paradigmática es la alabanza que hace Genta del gran eslovaco, como emblema de una genuina política de soberanía física y metafísica. Paradigmáticas las razones en virtud de las cuales enseña que todo hombre de honor debe rechazar el éxito del mundo y homenajear a los grandes derrotados, a aquellos que a imitación del Señor, han resultado vencidos aquí abajo, por no abdicar de las cosas de arriba. Sin proponérselo se está retratando a sí mismo. “¡Qué deferencia más señalada! —nos dice— ¡ser convocado para honrar a un vencido en la tierra!” Es el alegato de un hombre superior que ha penetrado en la concavidad más recóndita del secreto del Calvario. La confesión, casi inefable, casi incomunicable, de quien ha visto de cerca la silente victoria del Viernes Santo. Es la inauguración trascendente de la mañana y del gozo, tras la mera inmanencia de la pena y del crepúsculo.

Pero algo más veía Genta cuando hablaba de su admirado Tiso. Tuvo “un destino envidiable —proclamaba delante de sus compatriotas exiliados que lo escuchaban como a un maestro— porque mereció el triunfo y la gloria del martirio”. ¡El martirio, esa buena muerte, esa preciosa e insuperable muerte donde empieza la vida sin muerte! Y largos años después de estas palabras, volviendo con fidelidad a rendirle homenaje al sacerdote caído, insistía con tono impetrante: “permanezco en el mismo lugar en que estaba entonces, y espero que la muerte me encuentre, en esa definición católica y nacionalista que profeso, y a la cual he consagrado mi vida”.

La muerte lo encontró a Genta como él quería. Y la tuvo “buena, preciosa, envidiable e insuperable”, cual la había descripto hablando de Tiso. Premonición misteriosa. O deseo recto y ardiente que se alcanza por merecimientos propios. O inspiración bajo el auxilio de la gracia, si se prefiere.

Si los mártires de los últimos tiempos, dice San Agustín, no serán reconocidos como tales, no nos extraña el silencio inexplicable con que se rodeó y se sigue rodeando la ejemplaridad de su martirio desde los ámbitos eclesiásticos. Es lo propio de una jerarquía dúplice y medrosa, enferma de sincretismo, de pusilanimidad y de no pocas heterodoxias graves. Intentado que se hubo el inicio de la causa de la canonización, teniendo en cuenta que es un hecho probado que murió por odio a la Fe, la Comisión Arquidiocesana Para la Causa de los Santos, en carta del 24 de marzo de 2000, le respondió formalmente al Dr. Edmundo Paris —postulador de la causa— “que dado el carácter político de la personalidad del Profesor Jordán Bruno Genta, no es posible aún recomendar al Señor Arzobispo que acceda a lo solicitado”. Como si centenares de Santos no hubiesen alcanzado los altares, precisamente a causa de su carácter político, esto es, de su abnegada entrega al bien común. Como si la personalidad de Genta pudiera quedar ceñida al ámbito partidario. Como si la doctrina del nacionalismo católico, tal como él la predicó y ejercitó, fuera obstáculo para la beatitud. Es extraño que estos mismos pastores promuevan la canonización de un Angelelli, obviando su caracter político, explícitamente ligado al terrorismo marxista, y hasta trocando su fatal accidente automovilístico en un atentado. Es extraño, pero ya no inhabitual en los desgarradores tiempos que vivimos. Entretanto, “el Señor Arzobispo”, al que “aún no se le puede recomendar que acceda a lo solicitado”, honra al cabalista Maimónides, y festeja el Año Nuevo Judío en el Seminario Rabínico Latinoamericano.

Pero más allá de las erráticas consideraciones del mundo, Jordán Bruno Genta ha sido reconocido por Dios en el Cielo como soldado e hijo digno. Y él, que desde el Alcázar de su Cátedra tantas veces había enseñado a morir “como un acto de servicio”, al llegar al cielo, bien pudo haberle dicho a Dios, parafraseando a Moscardó,“sin novedad, Padre...”

Ésta es la verdad. Amaba Genta la buena muerte y la obtuvo como premio. La deseaba y la pedía para sí con una insistencia que tiene sabor a premonición, a misteriosa anticipación de un destino heroico, a clarividencia diáfana de la misión que Dios le había encomendado. Cuando al fin le fue concedida, la recibió con la naturalidad de un sacramento. Se persignó primero, para caer después sobre el asfalto, a la vera de esos mismos árboles que se entreveían mientras él daba sus clases. Le es imposible a un alma sana, dejar de sentir aún el estremecimiento ante tamaño desenlace. Un hombre solo, sin cargos ni poderes, sin funciones públicas ni puestos influyentes. Un hombre solo y derrotado para el mundo; un hombre con su palabra preñada de verdad y de belleza, era el enemigo que molestaba al Régimen. Y el Régimen, a través de sus sicarios de turno —lo mismo dan sus siglas o divisas— se deshizo de él un domingo de octubre.

Iguales o peores son hoy las circunstancias. Peores si se admite que una corrosiva falsificación de la historia reciente, operada por los medios masivos en manos exclusivas de las izquierdas, agrega su cuota de perversión sobre una sociedad confundida hasta las heces. Sobre una patria por la que ya no bastan los ojos para llorarla, ni el corazón para sentirla herida. Sobre una Iglesia prevaricadora en muchos de sus conductores y de sus miembros. Sobre una Universidad y unas Fuerzas Armadas disueltas y vencidas, sin norte ambas, sin prestigio ni honor ni decoro.

Queda imitar a Genta. Aún en la soledad y en la adversidad, en la travesía y en el desamparo, en la zozobra y en el naufragio. Es posible el testimonio de la inteligencia y de la voluntad. Es posible querer convertirse en testigo. Y el derramamiento de la sangre de los justos, traerá la victoria que no puede llegar sino de esta manera.

“¡Felices los insurgentes!”, le cantaba Pierre Pascal a Maurras, en uno de sus logrados sonetos. “¡Felices los puros, los reprobados, los insumisos, los defensores! ¡Felices los muertos por incendiarse el corazón! ¡Felices los encarnizados hasta los últimos cartuchos! ¡Felices en Don Quijote, los que han preferido, riendo del mañana, vivir a ojos, boca y pulmones llenos!”

Feliz Jordán Bruno Genta, a quien se pueden aplicar estos versos exactos. Y ¡ay de nosotros!, y de lo que por nosotros el bien común dependa, si no somos capaces de recoger su espada, su bandera y su Cruz.
Antonio Caponnetto

martes, 23 de octubre de 2007

En la semana de la fundación de Falange (y IV)

DE PARTIDOS, ELECCIONES Y OTRAS DESGRACIAS



Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio —conjetura de los más que triunfa sobre los menos en la adivinación de la voluntad superior—, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.
Como el Estado liberal fun un servidor de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los guardianes del Estado mismo a defenderlo.
(29 de octubre de 1933)


Para que el Estado no pueda nunca ser de un partido hay que acabar con los partidos políticos.
Los partidos políticos se producen como resultado de una organización política falsa: el régimen parlamentario.
En el Parlamento, unos cuantos señores dicen representar a quienes los eligen. Pero la mayor parte de los electores no tienen nada común con los elegidos: ni son de las mismas familias, ni de los mismos municipios, ni del mismo gremio.
Unos pedacitos de papel depositados cada dos o tres años en unas urnas, son la única razón entre el pueblo y los que dicen representarlo.
Para que funcione esa máquina electoral, cada dos o tres años hay que agitar la vida de los pueblos de un modo febril.
Los candidatos vociferan, se injurian, prometen cosas imposibles.
Los bandos se exaltan, se increpan, se asesinan.
Los más feroces odios son azuzados en esos días. Nacen rencores que durarán acaso para siempre y harán imposible la vida en los pueblos.
Pero a los candidatos triunfantes, ¿qué les importan los pueblos? Ellos se van a la capital, a brillar, a salir en los periódicos y a gastar su tiempo en discutir cosas complicadas, que los pueblos no entienden.
¿Para qué necesitan los pueblos de esos intermediarios políticos? ¿Por qué cada hombre, para intervenir en la vida de su nación, ha de afiliarse a un partido político o votar las candidaturas de un partido político?
Todos nacemos en una familia.
Todos vivimos en un municipio.
Todos trabajamos en un oficio o profesión.
Pero nadie nace ni vive, naturalmente, en un partido político.
El partido político es una cosa artificial que nos une a gentes de otros municipios y de otros oficios con los que no tenemos nada en común, y nos separa de nuestros convecinos y de nuestros compañeros de trabajo, que es con quienes de veras convivimos.
Un Estado verdadero, como el que quiere Falange Española, no estará asentado sobre la falsedad de los partidos políticos, ni sobre el Parlamento que ellos engendran.
(7 de diciembre de 1933)


Estamos divididos en partidos políticos. Los partidos están llenos de inmundicias; pero por encima y por debajo de esas inmundicias hay una honda explicación de los partidos políticos, que es la que debiera bastar para hacerlos odiosos.
Los partidos políticos nacen el día en que se pierde el sentido de que existe sobre los hombres una verdad, bajo cuyo signo los pueblos y estos hombres, antes de nacer los partidos políticos, sabían que sobre su cabeza estaba la eterna verdad, y en antítesis con la eterna verdad la absoluta mentira. Pero llega un momento en que se les dice a los hombres que ni la mentira ni la verdad son categorías absolutas, que todo puede discutirse, que todo puede resolverse por los votos, y entonces se puede decidir a votos si la Patria debe seguir unida o debe suicidarse, y hasta si existe o no existe Dios. Los hombres se dividen en bandos, hacen propaganda, se insultan, se agitan y, al fin, un domingo colocan una caja de cristal sobre una mesa y empiezan a echar pedacitos de papel en los cuales se dice si Dios existe o no existe y si la Patria se debe o no suicidar.
Y así se produce eso que culmina en el Congreso de los Diputados.
(4 de marzo de 1934)


Si el resultado de los escrutinios es contrario, peligrosamente contrario a los eternos destinos de España, la Falange relegará con sus fuerzas las actas de escrutinio al último lugar del menosprecio. Si, después del escrutinio, triunfantes o vencidos, quieren otra vez los enemigos de España, los representantes de un sentido material que a España contradice, asaltar el Poder, entonces otra vez la Falange, sin fanfarronadas, pero sin desmayo, estaría en su puesto como hace dos años, como hace un año, como ayer, como siempre.
(2 de febrero de 1936)

lunes, 22 de octubre de 2007

En la semana de la fundación de Falange (III)

JOSÉ ANTONIO



No sé decir tus obras: no el riente
fruto de tu pensar claro y tranquilo:
porque me lleva el corazón en vilo
la inmensa humanidad de la simiente.

Tu obra es sonora, exacta y evidente.
Tu vida es un recóndito sigilo.
Tu obra es dureza: y es tu vida un hilo
frágil que, aun vivo, te hizo ya el Ausente.

Y esa es la gran verdad: esa que llena
tu vida de tu ser más hondo y serio.
Esa: la duda, la ilusión, la pena,

la palmera, la sangre, el cementerio.
La obra tuya, ¡qué clásica y serena!
La obra de Dios en ti... ¡qué hondo misterio!
José María Pemán

domingo, 21 de octubre de 2007

En la semana de la fundación de Falange (II)


AQUELLA MAÑANA DE DOMINGO


José Antonio sabía, presentía, la importancia de aquella mañana de domingo en la que, hasta las once, hizo su vida habitual. Se levantó temprano, como siempre; se bañó y se afeitó; se vistió correctamente —traje azul oscuro de impecable corte, cuello almidonado, corbata oscura con rayas—; oyó misa en un convento de monjas, “donde todas ellas han rezado para que Dios nos ilumine”, como diría más tarde a Valdecasas, y, al volante de su coche pequeño —al que consideraba una “herramienta de trabajo”—, condujo hasta el teatro a sus hermanos, que se instalaron en una platea. Bromeó con ellos, como de costumbre, en el camino —quizá les hiciera alguna imitación de oradores famosos, que tan donosamente hacía—, y saludó con afabilidad a sus amigos al llegar al teatro. Aquella mañana de domingo, a las once, José Antonio puso término a su vida habitual. El hombre de mundo, de letras, de gabinete, de estudio, se convirtió en el hombre de la calle, la acción, la contundencia, cuando el primer muchacho —que todavía no era falangista— le saludó brazo en alto en el teatro. Del silencio de su bufete pasó al barullo de la política. De la admiración profunda y muda de sus pasantes, secretarios y amigos íntimos, pasó a la admiración apasionada —casi mística— de sus escuadristas. Del trabajo metódico y sereno del despacho, pasó al vertiginoso ir y venir del foro al Parlamento, del Parlamento al Centro de Falange, del Centro de Falange a la calle, de la calle al cementerio, del cementerio al Centro, del Centro a la Dirección General de Seguridad, de la Dirección General de Seguridad a la cárcel, de la cárcel a la inmortalidad, atravesado de balazos… De la ignorancia de las gentes a la popularidad peligrosísima, del amor fanático de los suyos al odio más fanático de los otros. Del pensar y leer y aprender para el propio goce, al pensar y leer y aprender para el goce y la necesidad de España entera. De ser el hijo de Primo de Rivera, a ser sencillamente José Antonio. Salto único, que prueba más que nada su extraordinaria genialidad. En efecto, es más fácil dejar de ser Bonaparte para ser Napoleón —en las circunstancias históricas de uno y otro: Francia 1804, España 1933— que dejar de ser el hijo de Primo de Rivera —el Dictador odiado o venerado, a quien los partidarios o detractores quisieran ver resucitar en el hijo para lapidarle o seguirle— y hacer olvidar el apellido, sin tratar de ello, sino ensalzándolo cada día con acciones y ganando por el nombre sencillo el afecto familiar —José Antonio— y el respeto imperial —José Antonio también, escuetamente—. Para que a las once de la mañana del domingo 29 de octubre de 1933 sufriese la personalidad de José Antonio esa transformación golpeaban las manos del Destino, cuatro veces cuatro, todas las puertas de su vida, que se abrieron de par en par a la luz y al viento de la Patria.

Pero no es sólo José Antonio quien se verá transformado por el Destino en ese día. Es también el propio día que, empezando como otro domingo cualquiera de Madrid “municipal y espeso”, concluye convertido en fecha inicial de una etapa en la Historia, para ser más tarde efemérides gloriosa, Fiesta Nacional de todos los Caídos por la Patria Una, Grande y Libre, con ansias de Paz y de Justicia. De aquel atardecer vulgar, sin emoción más que en los afortunados que han escuchado y sentido en su corazón la enérgica llamada de la Profecía, se pasa a los atardeceres con antorchas encendidas en la tierra y luceros brillantes en el Cielo a los haces de cinco rosas y las coronas de laurel y palmas junto a la sombra gigantesca de las negras cruces de los Caídos; del misterio vulgar de los nombres oscuros al deslumbrante fulgir de las letras de oro que les consagran de inmortalidad con la calentura de los ¡Presente! brotados en los labios temblorosos. Y es asimismo la juventud quien descubre en sí misma la esencia juvenil que ya estaba olvidando: el amor del riesgo por el riesgo, del juego de la muerte y el heroísmo, de la generosidad y la alegría, del estudio y la acción…

Todo esto lo ve como en sueños José Antonio sentado en el sillón —de cara al día a punto de hacerse fecha; de cara a la juventud en trance de hacerse heroica; de cara a su misma vida transfigurándose— mientras hablan Alfonso García Valdecasas y Julio Ruiz de Alda. Valdecasas, buen orador, domina la palabra precisa del científico, del filósofo. Aunque es profesor, el tono de su disertación en la Comedia inflama de arenga las frases matemáticas de la lección de Patria que expone al auditorio. Ruiz de Alda es militar, técnico, hombre también de estudios y silencios o ruidos encrespados del propio corazón y del motor de su aparato, trepidante de ansias de cielos distintos. Su palabra es vacilante, torpe, ruda. Pero los conceptos son claros y rotundos como sus cálculos radiogoniométricos.

José Antonio no les presta atención, como no se la presta al auditorio con quien va a enfrentarse. Mientras sus camaradas hablan, él sueña y adivina otras cosas; intuye porvenires maravillosos; ve Centurias de Caídos y Legiones de Flechas; la primavera avanzando entre nubes y olas de espuma, por tierra, aire y mar…
Felipe Ximénez de Sandoval

sábado, 20 de octubre de 2007

En la semana de la fundación de Falange (I)


VEINTINUEVE DE OCTUBRE…


Ya tienen de nieve el capirote los picos más altos de Guadarrama y Gredos. Y es oro maduro de hojas muertas la tierra de los parques madrileños. Ya avanzan los campeonatos de fútbol, duermen las plazas de toros soñando primaveras, y Don Juan Tenorio, calavera y gallardo, se maquilla en los escenarios, preparándose a raptar novicias y a convidar a difuntos. El 29 de octubre de 1933 tuvo Madrid una luz clara, otoñal, tamizada de nieblas y nubes blanquecinas. Hasta el mediodía no salió decidido el sol. Era un día tibio de otoño madrileño, sacudido a veces por el ramalazo gélido de la sierra cercana.

Tras largos cuchicheos, los excelentísimos señores don Diego Martínez Barrio, Presidente del Consejo de Ministros; don Manuel Rico Avello (1), Ministro de la Gobernación, y el Director General de Seguridad, habían anunciado la radiodifusión del “acto de afirmación nacional” que en el coliseo de la calle del Príncipe, de Madrid, tenían anunciado los señores Primo de Rivear (don José Antonio), Ruiz de Alda (don Julio) y García Valdecasas (don Alfonso).

Por rara casualidad —alguna vez se daban en la República— España gozaba, en aquellos días de período electoral, de la plenitud de su Constitución liberalísima de 1931. No había estado de prevención o de alarma y funcionaba completa la maravillosa y generosa maquinaria de las garantías constitucionales. Era difícil, pues, poner trabas al acto anunciado, aun cuando corriese el rumor de que algunos extramistas intentarían impedirlo por la violencia.

El señor Primo de Rivera era candidato a Diputado a Cortes “independiente” por Cádiz. El señor García Valdecasas, todavía era Diputado de aquella agrupación de intelectuales “al servicio de la República”, que —aunque ciertamente no le había prestado muchos, pues se alejó enseguida de su órgano constructor, las Cortes Constituyentes, gritando “no es esto, no es esto”, diciendo que la República tenía “perfil agrio” y que si fue y que si vino—, al fin y al cabo, sonaba como “cosa democrática”. El tercer orador, Julio Ruiz de Alda, carecía de matiz político demasiado definido, no obstante sus coqueteos fascistas y haber figurado el verano último en uno de los imaginarios “complots” en que tanto se deleitaba la fantasía republicana de Casares Quiroga. Lo que la gente podía ver en Ruiz de Alda era su fama ganada en magníficas hazañas de aviación, y en ellas había aparecido siempre junto a Ramón Franco, a la sazón uno de los más exaltados defensores de la República. Los señores Primo de Rivera, García Valdecasas y Ruiz de Alda se iban a reunir con unos cuantos amigos a lanzar un “partido político” nuevo, un “programa” más. La “cosa” carecía de importancia, y un Gobierno verdaderamente liberal y republicano no podía dar la sensación de que le asustaba el nombre del señor Primo de Rivera —¡oh, el recuerdo de la Dictadura estaba bien muerto, y nada podría hacerle resucitar en el pueblo español, “gozoso” con el régimen que se había dado en la jornada gloriosa del 14 de abril!—, aunque el señor Primo de Rivera fuese uno de los redactores de aquel periodiquito El Fascio, que hubo de recorrer y prohibier meses antes el Gobierno Azaña. ¿Qué podían representar y significar aquellos tres hombres jóvenes? Nada. El señor Primo de Rivera sería derrotado en las próximas elecciones, como lo había sido en las parciales de Madrid el año 31. Del acto de la Comedia, pasados unos días no quedaría ni el recuerdo —como no fuese en alguna nariz de “joven fascista” apuñada por un republicano—. Ni siquiera sonaría a los ocho días el eco de los graznidos de los socialistas y los redactores de periódicos rabiosamente republicanos que consideraban una “provocación” intolerable la pretensión de los “señoritos fascistas” de hacer oír su doctrina.

Así, pues, la cordura democrática del Gobierno se atrevió a autorizarlo, a permitir que se radiase y a protegerlo (2). En los bares madrileños, entre el ruido de las cañas, las fichas de dominó y las conversaciones de los “marchosos”, algunas gentes curiosas —muchos jóvenes ávidos de oír auténticas voces españolas de no profesionales de la política— pudieron escuchar a los tres oradores.

Ellos estaban seguros —contrariamente al Gobierno y a la opinión de otras muchas gentes sesudas del momento— de que aquel acto estaba lleno de gravedad y de augurios. El Destino nunca llama a las puertas del hombre con apremios dramáticos para una puerilidad. Los tres oradores conocían con exacta intuición que aquella mañana de domingo tendría su lugar en la Historia de España. “Sin querer hipotecar el futuro enigmático, teníamos el convencimiento —ha escrito el único superviviente de los tres, Alfonso García Valdecasas—, de que era un acto llamado a importar en la vida de España. No por lo que significaran las personas, sino por lo que significaba su actitud. Porque aquel acto quería expresar el anhelo y la inquietud de la España eterna, tal como la sentía una generación nueva, cuya conciencia española se había ido formando a través de la experiencia amarguísima de esta tensión juvenil. Pero teníamos la creencia de que las ocasiones en que anteriormente se había manifestado, a pesar de su autenticidad, no habían tenido el volumen nacional necesario. Hacía meses que planeábamos darle estado público. Llegamos a tener redactado un manifiesto, obra principalmente de José Antonio, y parte del cual pasó a su discurso de octubre; pero nos pareció que un manifiesto caería en frío. Hacía falta un acto de presencia personal. La disolución de las Cortes y el plazo de campaña electoral nos dio ocasión. Anunciamos el acto como de afirmación española. Porque lo que había que afirmar, entonces como hoy, era a España, cuya existencia estaba en peligro. El nombre de Falange no estaba aún definitivamente decidido”.
Felipe Ximénez de Sandoval

(1) El azar quiso que Rico Avello muriese en la misma Cárcel Modelo y en la misma ocasión que Julio Ruiz de Alda, el segundo orador de aquel famoso mitin.
(2) “La Dirección General de Seguridad —decía La Nación del lunes 30— montó un extraordinario servicio de vigilancia en el teatro y en los alrededores del mismo. A la puerta de la Comedia estaban varios agentes de Policía y Oficiales y guardias de Seguridad. En la plaza de Canalejas y en la de Santa Ana se situaron carros de Asalto, cuyas fuerzas se repartieron por las citadas plazas y entradas de las calles de Sevilla, Carrera de San Jerónimo, Cruz, Príncipe, Visitación, Prado, Huertas y plaza del Ángel. También en las entrada de algunas calles había parejas de guardias de Seguridad a caballo. En algunos portales y paseando por las calles citadas se veían numerosos agentes de Policía”. Se disolvieron algunos grupos, hubo algunos cacheos y detenciones de sospechosos, con incautación de porras y pistolas.

viernes, 19 de octubre de 2007

“...y la gran farsa de echar los votos”


LA VERGÜENZA ES VOTAR


“El sufragio universal es la mentira universal” (Beato Pío IX)

El diario dominical trae una nota gráfica que vale por un tratado sobre la situación de la República. Ante esa magistral fotografía (“La Nación”, 1º de julio de 2007, pág. 14) hay que sacarse sin más el sombrero. La imagen capta la escena en que el poderoso líder de la C.G.T., mate en mano, seguramente acaba de proferir su conocida broma sobre las trágicas carencias del servicio energético: “¡Debido al crecimiento económico que vive el país!”

Como una parodia de “El entierro del conde Orgaz”, a sus espaldas lo celebran varias caras de circunstancias, entre asombradas y festivas. Pero más llamativa es otra figura vestida de negro que acompaña al acaudalado gremialista en primera fila. Verdaderamente un semblante de expresiones complejas. La risa dispuesta a explotar, llega a asomarse, pero en leve encogimiento es contenida hacia adentro, bajando la mirada. Lo único que faltó al gesto era taparse la boca, como lo está por hacer detrás de él uno de los participantes. No era para menos: pocas veces se habrá visto una manifestación más clara de conexión de los intereses clasistas, como la personificada por el opulento obrero de marras.

Pero sin duda el matiz más curioso del caso, conforme a la aclaración al pie de la fotografía, es que la persona de negro resulta ser Su Eminencia el Cardenal Primado, quien —si se observa bien— ostenta su dignidad episcopal y de príncipe de la Iglesia con una manchita blanca en el cuello. Admirable gesto de humildad para muchos, que revoluciona todas las costumbres y echa por tierra a tantas figuras señeras de hábito talar —Santos incluso— perpetuadas por el pincel.

La escena del comentario se captó como se sabe, en la jornada social de Mar del Plata. Ocasión en que el Cardenal Bergoglio tuvo expresiones que han producido gran perplejidad, por su expresa condena de la abstención en las recientes votaciones. De manera que para quienes en conciencia se encuentran ante dos males evidentes ¿es “una vergüenza” no elegir? Entre los 816.000 vecinos aludidos por la fustigación cardenalicia, hay quienes recuerdan que ninguno de los candidatos tenían plataformas claras —todo lo contrario— sobre el tema del aborto. De uno, oficialista y acompañado por el campeón del aborto, ya se sabe su política como destructor de la educación pública. Y el otro ya ha manifestado al respecto su “posición flexible” en ciertas situaciones abortivas: está todo dicho, y basta como índice de tantas otras cosas.

La sorpresa aumenta porque en la reunión el Cardenal pidió “plataformas claras” para las elecciones y condenó el aborto. Para mayor desconcierto, Su Eminencia advirtió que la queja no construye si no se convierte en lucha; aunque en vísperas de las primeras elecciones había dicho que “peleando no ganamos nada”, lo cual recogió “La Nación” como un voto por la paz (3 de junio de 2007).

jueves, 18 de octubre de 2007

Testigo de cargo


LOS FRACASOS DEL MARXISMO


A los hombres del futuro les resultará difícil creer que en el siglo XXI, en las Universidades de todas las latitudes siga enseñándose el marxismo como doctrina capaz de explicar el mundo. Sucede que nunca en la Historia ha habido un pensamiento que, confrontado con los hechos, haya sido tan desautorizado por ellos. Comenzó en el siglo XIX con los dichos del barbado profeta según los cuales necesariamente la evolución de las sociedades capitalistas llevaba a su autodestrucción por la creación de un ejército de pobres proletarios cada vez mayor y una minoría de ricos burgueses cada vez más reducida. El fin del siglo mostró, a todos los espíritus lúcidos, que tal profecía era errónea. Primera derrota intelectual del marxismo.

Lenín y sus seguidores, construyeron en el siglo XX nada menos que el primer Estado proletario. Duró poco más de setenta años y se saldó con una imparable catástrofe de política y economía interior. Segunda derrota de marxismo.

Pero el leninismo había construido una teoría según la cual el centro de la rebeldía proletaria no se daría en Europa sino en el mundo entero, en los países sojuzgados por el imperialismo que se liberarían mediante una guerra revolucionaria. A principios del siglo XXI tal ilusión se ha evaporado y solo quedan “narcoguerrillas”. Tercera derrota del marxismo.

Cuando el marxismo leninista irrumpió con su elogio de la violencia como partera del nuevo mundo, en muchos lugares surgieron partidos que conservaban toda la utopía escatológica del marxismo pero optaban por el camino de la política democrática para lograrlo. Fue la socialdemocracia, con grandes partidos que gobernaron una y otra vez naciones europeas. Pero después de la segunda guerra mundial fueron desilusionándose de la teoría que supuestamente las inspiraba y renunciaron formalmente a ella. Fue la cuarta derrota del marxismo.

¿Qué se ve en el futuro? Un “socialismo real” reducido a Cuba, Venezuela y Bolivia que, pese a sus alegaciones de ser “del siglo XXI” no hace sino repetir poco a poco lo que fue la esencia del marxismo soviético: el error de sofocar a la sociedad civil. ¿Por qué habría que creer que estos países sin personalidad histórica definida, sin clases dirigentes orgánicas y sin fuertes tradiciones industriales habrían de triunfar allí donde fracasaron Lenín y Stalin? Cuando se produzca, esta será la quinta (y esperemos que última) derrota del marxismo.

Como un resumen de todas estas derrotas pasadas y futuras el “Clarín” del 23 de junio pasado trae la copia de un artículo de “Le Monde” donde cuenta las últimas vicisitudes del diario “L’humanité”, órgano del otrora poderoso Partido Comunista francés. En fecha tan cercana como 1989 el famoso arquitecto brasileño Oscar Niemeyer le construyó una sede espectacular que ahora saldrá a la venta por falta de lectores del diario. Y de partidarios, porque en las últimas elecciones el Partido Comunista francés obtuvo el 1,9 % de los votos. No obstante todo lo cual esta teoría llena los textos y las cabezas (en general vacías) de los profesores que enseñan la última palabra de la ciencia en nuestras Universidades.
Aníbal D'Angelo Rodríguez

miércoles, 17 de octubre de 2007

Dicen que dicen


CITAS CITABLES


“La democracia tuvo su origen en la creencia de que, siendo los hombres iguales en ciertos aspectos, lo son en todo”
(Aristóteles, 384-322 A.C.).


“No existe nada que odien más los mediocres que la superioridad del talento; ésta es, en nuestros días, la verdadera fuente de odio”
(Marie Henri Beyle, 1783-1843).


“Los necios escriben sus nombres en todo lugar”
(María Cristina de Habsburgo, 1858-1929).


“La calidad media de una masa homogénea de funcionarios baja a medida que ésta va aumentando” (Aurelio Ras y Fernández, 1881-1920).


“Todos los partidos políticos mueren destrozados por sus propias mentiras”
(John Abuthnot, 1667-1735).


“En España hablé con un pastor y fui feliz. En Estados Unidos no se puede dialogar ni con un profesor”

(Jorge Luis Borges, 1899-1986).


“Las cárceles son abominables. A ciertos hombres, en vez de meterlos en las cárceles, hay que matarlos”
(Jorge Luis Borges, 1899-1986).


“El Congreso, ese edificio pomposo, es inútil”
(Jorge Luis Borges, 1899-1986).


“La democracia es un abuso de la estadística. Nada más”
(Jorge Luis Borges, 1899-1986).


“La guerra es horrible. Pero la paz también. Quizás sea mejor morir en un campo de batalla”
(Jorge Luis Borges, 1899-1986).


“A la libertad se le ha dado demasiada importancia: la mayoría de las personas la ejerce de un modo bobo”
(Jorge Luis Borges, 1899-1986).


“Las elecciones deben ser postergadas trescientos o cuatrocientos años, pues se necesita no un gobierno de hampones democráticos, sino un gobierno honesto y justo”
(Jorge Luis Borges, 1899-1986).