miércoles, 24 de octubre de 2007

En la semana del asesinato de Jordán Bruno Genta (I)

SEMBLANZA DE
JORDÁN BRUNO GENTA

Conocemos a un hombre por su muerte.

Toda vez que se pierde el anhelo superior de conquistar la grandeza, se está ante un signo inequívoco de irremisible decadencia. Rotos los vinculos que entrelazan la vida con su Origen, las naciones y los hombres quedan de espaldas a Dios e inmersos en la nada. Entonces, sólo los elegidos son capaces de reaccionar, y sostener la mirada fijamente en el vértice exacto del que nunca debió descenderse. “Pocos hombres —dirá Rilke— sienten ascender en ellos un impulso de obrar tan fuerte como para erguirse con ardor en la plenitud de su corazón; quizás ocurra en los héroes y Ios elegidos del prematuro tránsito”. Tal es el caso de Jordán Bruno Genta.

Signado por la Gracia de Dios, mantuvo fidelidad a Su Palabra en medio de la Gran Apostasía. Miró el abismo, mas no para caer en él, sino para cruzarlo con la intrepidez del águila; y cruzándolo, lo convirtió en peldaño hacia la eternidad. Así encaró la muerte, como el cruce de un abismo necesario que conduce a la infinitud. En tan augusta e irrepetible circunstancia, oyó el consejo de Agustín de Foxá:

Para la muerte, hermano, te vestirás de fiesta,
haciendo honor al limpio linaje de tu casta

Quien así moría era el mismo que frente a la corriente que todo lo envuelve en su cambio, había reivindicado el sentido de la Permanencia; y frente a la tentación del devenir nihilista opuso el valor de la identidad. “No les importe que los demás los contradigan —arengó cierta vez a los jóvenes— sólo debe preocuparlos, como a Sócrates, no estar en contradicción con ustedes mismos”.

Le dolía la Patria, a la que entregó su inteligencia clara y su pasión fogosa, y en los umbrales de la plenitud, como vemos, la propia vida. Porque por encima de todo compromiso en el tiempo, estaba la férrea religación con la Verdad que no tiene tiempo. Sabía y enseñaba que “no hay ni puede haber Argentina Soberana sin que Cristo y María reinen en ella”, pero para aspirar a tan empinada condición era necesaria la disposición al sacrificio. Y la tuvo.

Alguien muy próximo a él en el afecto, su esposa Lilia, había dicho, dolorida por la comprobación, que no eran aquellos tiempos “de églogas, rimas y redondillas”. “Antes será el Combate y el entrevero, la tierra dura resquebrajada, el aire que huele a pólvora, aguas del río bajando rojas, y cada espina de los pencales de la montaña, goteando sangre. Cuando la espada corte los invisibles hilos del aire, sobre la tierra rescatada, será de nuevo —rosa inasible— la poesía”. Acaso fue un presentimiento, pero llegaron gotas de sangre y aires quemados, como llegaron, tras el martirio, los primeros poemas (…)

Jordán Bruno Genta oyó a San Pablo. Y salió —heraldo nuevo para una proclama antigua— a predicar “oportuna e inoportunamente”. Jamás lo sujetaron moderadores consejos, pero nunca tuvo un gesto de arrogancia. Claro en sus convicciones, nos enseñó con el martirio libremente asumido, que no hay redención sin sacrificio, pero “ese sacrificio del hombre, ratificaba, tiene que ser partícipe por la Gracia de Dios, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo para ser vencedor incluso en la derrota, y para que la vida verdadera surja de la muerte con nitidez fulgurante en la Esperanza Sobrenatural”.

Hay que volver una y otra vez sobre las reflexiones de Genta a propósito de la figura de Monseñor Tiso, para entender su propia figura y su muerte mártir.

Paradigmática es la alabanza que hace Genta del gran eslovaco, como emblema de una genuina política de soberanía física y metafísica. Paradigmáticas las razones en virtud de las cuales enseña que todo hombre de honor debe rechazar el éxito del mundo y homenajear a los grandes derrotados, a aquellos que a imitación del Señor, han resultado vencidos aquí abajo, por no abdicar de las cosas de arriba. Sin proponérselo se está retratando a sí mismo. “¡Qué deferencia más señalada! —nos dice— ¡ser convocado para honrar a un vencido en la tierra!” Es el alegato de un hombre superior que ha penetrado en la concavidad más recóndita del secreto del Calvario. La confesión, casi inefable, casi incomunicable, de quien ha visto de cerca la silente victoria del Viernes Santo. Es la inauguración trascendente de la mañana y del gozo, tras la mera inmanencia de la pena y del crepúsculo.

Pero algo más veía Genta cuando hablaba de su admirado Tiso. Tuvo “un destino envidiable —proclamaba delante de sus compatriotas exiliados que lo escuchaban como a un maestro— porque mereció el triunfo y la gloria del martirio”. ¡El martirio, esa buena muerte, esa preciosa e insuperable muerte donde empieza la vida sin muerte! Y largos años después de estas palabras, volviendo con fidelidad a rendirle homenaje al sacerdote caído, insistía con tono impetrante: “permanezco en el mismo lugar en que estaba entonces, y espero que la muerte me encuentre, en esa definición católica y nacionalista que profeso, y a la cual he consagrado mi vida”.

La muerte lo encontró a Genta como él quería. Y la tuvo “buena, preciosa, envidiable e insuperable”, cual la había descripto hablando de Tiso. Premonición misteriosa. O deseo recto y ardiente que se alcanza por merecimientos propios. O inspiración bajo el auxilio de la gracia, si se prefiere.

Si los mártires de los últimos tiempos, dice San Agustín, no serán reconocidos como tales, no nos extraña el silencio inexplicable con que se rodeó y se sigue rodeando la ejemplaridad de su martirio desde los ámbitos eclesiásticos. Es lo propio de una jerarquía dúplice y medrosa, enferma de sincretismo, de pusilanimidad y de no pocas heterodoxias graves. Intentado que se hubo el inicio de la causa de la canonización, teniendo en cuenta que es un hecho probado que murió por odio a la Fe, la Comisión Arquidiocesana Para la Causa de los Santos, en carta del 24 de marzo de 2000, le respondió formalmente al Dr. Edmundo Paris —postulador de la causa— “que dado el carácter político de la personalidad del Profesor Jordán Bruno Genta, no es posible aún recomendar al Señor Arzobispo que acceda a lo solicitado”. Como si centenares de Santos no hubiesen alcanzado los altares, precisamente a causa de su carácter político, esto es, de su abnegada entrega al bien común. Como si la personalidad de Genta pudiera quedar ceñida al ámbito partidario. Como si la doctrina del nacionalismo católico, tal como él la predicó y ejercitó, fuera obstáculo para la beatitud. Es extraño que estos mismos pastores promuevan la canonización de un Angelelli, obviando su caracter político, explícitamente ligado al terrorismo marxista, y hasta trocando su fatal accidente automovilístico en un atentado. Es extraño, pero ya no inhabitual en los desgarradores tiempos que vivimos. Entretanto, “el Señor Arzobispo”, al que “aún no se le puede recomendar que acceda a lo solicitado”, honra al cabalista Maimónides, y festeja el Año Nuevo Judío en el Seminario Rabínico Latinoamericano.

Pero más allá de las erráticas consideraciones del mundo, Jordán Bruno Genta ha sido reconocido por Dios en el Cielo como soldado e hijo digno. Y él, que desde el Alcázar de su Cátedra tantas veces había enseñado a morir “como un acto de servicio”, al llegar al cielo, bien pudo haberle dicho a Dios, parafraseando a Moscardó,“sin novedad, Padre...”

Ésta es la verdad. Amaba Genta la buena muerte y la obtuvo como premio. La deseaba y la pedía para sí con una insistencia que tiene sabor a premonición, a misteriosa anticipación de un destino heroico, a clarividencia diáfana de la misión que Dios le había encomendado. Cuando al fin le fue concedida, la recibió con la naturalidad de un sacramento. Se persignó primero, para caer después sobre el asfalto, a la vera de esos mismos árboles que se entreveían mientras él daba sus clases. Le es imposible a un alma sana, dejar de sentir aún el estremecimiento ante tamaño desenlace. Un hombre solo, sin cargos ni poderes, sin funciones públicas ni puestos influyentes. Un hombre solo y derrotado para el mundo; un hombre con su palabra preñada de verdad y de belleza, era el enemigo que molestaba al Régimen. Y el Régimen, a través de sus sicarios de turno —lo mismo dan sus siglas o divisas— se deshizo de él un domingo de octubre.

Iguales o peores son hoy las circunstancias. Peores si se admite que una corrosiva falsificación de la historia reciente, operada por los medios masivos en manos exclusivas de las izquierdas, agrega su cuota de perversión sobre una sociedad confundida hasta las heces. Sobre una patria por la que ya no bastan los ojos para llorarla, ni el corazón para sentirla herida. Sobre una Iglesia prevaricadora en muchos de sus conductores y de sus miembros. Sobre una Universidad y unas Fuerzas Armadas disueltas y vencidas, sin norte ambas, sin prestigio ni honor ni decoro.

Queda imitar a Genta. Aún en la soledad y en la adversidad, en la travesía y en el desamparo, en la zozobra y en el naufragio. Es posible el testimonio de la inteligencia y de la voluntad. Es posible querer convertirse en testigo. Y el derramamiento de la sangre de los justos, traerá la victoria que no puede llegar sino de esta manera.

“¡Felices los insurgentes!”, le cantaba Pierre Pascal a Maurras, en uno de sus logrados sonetos. “¡Felices los puros, los reprobados, los insumisos, los defensores! ¡Felices los muertos por incendiarse el corazón! ¡Felices los encarnizados hasta los últimos cartuchos! ¡Felices en Don Quijote, los que han preferido, riendo del mañana, vivir a ojos, boca y pulmones llenos!”

Feliz Jordán Bruno Genta, a quien se pueden aplicar estos versos exactos. Y ¡ay de nosotros!, y de lo que por nosotros el bien común dependa, si no somos capaces de recoger su espada, su bandera y su Cruz.
Antonio Caponnetto

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