domingo, 27 de febrero de 2011

Espiritualidad

EL CUERPO Y LAS PALABRAS DE CRISTO
          
                 
El tabernáculo y el púlpito son los dos lugares augustos del templo de Dios; en uno se pide y desde el otro se ordena; en uno se habla de Dios, en el otro es Dios el que habla; en uno Jesucristo se hace adorar en la realidad de su Cuerpo, en el otro se da a conocer en la verdad de su doctrina.  Son los dos lugares desde donde se distribuye el alimento celestial: en aquél se predica en silencio y en éste se enseña de viva voz; en aquél el Espíritu Santo, por medio de las palabras místicas, transforma el pan en el Cuerpo divino, y aquí el mismo poder transforma a los fieles en miembros de Cristo.  San Agustín decía: “¿Qué les parece más importante, la palabra de Dios o el Cuerpo de Cristo?  Si quieren contestar con verdad, se verán obligados a responder que la palabra de Jesucristo no es menos estimable que su Cuerpo, y, por lo tanto, los mismos cuidados que guardamos para no dejar caer al suelo el Cuerpo del Señor cuando nos lo entregan, debemos tomar para que no caiga de nuestro corazón la palabra de Cristo que se nos predica.  Porque no es menos culpable el que escucha negligentemente la palabra santa que quien, por su culpa, deja caer el Cuerpo del Señor”.

Buscar la palabra de Cristo.  Los cristianos que no entienden de cruz desean discursos placenteros; pero así como ningún hombre es lo bastante insensato para buscar en el comulgatorio otra cosa que la verdad del misterio, así tampoco ninguno deberá ser tan temerario que no busque en el púlpito la pureza de la palabra.
          
El Verbo Encarnado quiso mostrarse a los hombres de dos maneras: una, en su carne visible, y la segunda, hasta el fin del mundo, en su palabra.  No crean que por haberlo perdido de vista no permanece entre nosotros, porque ya Tertuliano en su libro sobre la resurrección decía: “Así, instituyendo su predicación vivificadora, la llamó carne suya”.  La predicación es como una nueva encarnación de Cristo.
             
Deben saber también que los predicadores no suben al púlpito para pronunciar discursos vanos, sino con el mismo espíritu con que se acercan ni altar.  El Cuerpo de Cristo está allí oculto bajo los signos eucarísticos, y aquí bajo los signos de la palabra.  El Apóstol dice que los predicadores no deberían ocuparse de buscar nombre por la elocuencia, sino por recomendarse a la conciencia de los hombres por la manifestación de la verdad.  A la conciencia, por la verdad.  Los oídos se complacen en la composición académica de la palabra.  La imaginación, en la delicadeza del pensamiento.  Incluso el espíritu es conquistado a veces por la verosimilitud del raciocinio.  Mas la conciencia quiere la verdad, y a ella es a la que hablan los predicadores.
          
Y ¿cómo llegar a esa verdad y convertirla en relámpago que deslumbre, trueno que espante y rayo que rompa los corazones, si no hacen hablar a Cristo?  Dios es el Señor de las tormentas y de las nubes.
              
La elocuencia y la predicación.  Si quieren conocer qué parte tenga la elocuencia en los discursos cristianos, San Agustín nos enseña: “La sabiduría ha de salir de su casa, esto es, del pecho del sabio, y la elocuencia seguirla como una sierva inseparable, aun cuando no sea llamada”.  Este es el orden: primero, la sabiduría, y después, aun sin ser llamada, espontáneamente atraída por la grandeza de las cosas y para servir de intérprete a la ciencia y santidad del que habla, la elocuencia.  El predicador hace hablar a Cristo, pero no puede hacerle hablar un lenguaje de hombre y dar un cuerpo extraño a su verdad eterna.  Beba, pues, en las Sagradas Escrituras, pida prestados los términos sagrados; no sólo para robustecer, sino para embellecer su discurso, recoja al paso, si los encuentra, los adornos de la elocuencia, pero que broten espontáneamente y no como buscados.
              
¿Desean oradores de esta clase?  Pues les anuncio un misterio: los oyentes hacen a los predicadores.  La palabra divina no nace del genio ni del trabajo asiduo; es un don de Dios, que sopla donde quiere.  “La palabra divina no obedece, es ella la que manda, y, por lo tanto, no habla cuando se le ordena, sino cuando quiere”.  Y Dios se complace en hablar cuando los hombres están dispuestos a escuchar.  Busquen la verdadera doctrina, y Dios suscitará predicadores; preparen el campo, y el sembrador no faltará.  Mas si, por el contrario, buscan las fábulas humanas, Dios prohibirá a las nubes la lluvia y retirará la doctrina sana de los labios de sus predicadores.  Entonces vendrán profetas que dirán: Paz, paz, y no encontrarán la paz; que dirán: Señor, Señor, y el Señor no les ha encomendado que prediquen. “El maestro recibe lo que el oyente merece”.
                
Oír internamente.  La Eucaristía y la palabra divina llegan al corazón.  Debemos oír internamente, escuchar con atención; pues, además del sonido, que hiere los oídos, hay una voz secreta, espiritual e interna, verdadera predicación que habla en el interior y sin la cual la palabra del hombre es ruido inútil.  Todos debemos acudir a oírla allá dentro, porque en realidad sólo Dios puede predicar, como decía San Agustín.  Los ángeles y los hombres no son capaces de hablar la verdad, sino a lo más de mostrarla con el dedo, como aquel que señala las bellezas de una catedral; pero ¿quién podrá verlas si el sol no esparce su resplandor?  La luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, luz invisible que nos hace ver, es Cristo, que da su gracia. Es Él el que nos concede un cierto sentido que se llama el sentido, el pensamiento de Cristo, por el cual gustamos a Dios.  La palabra resuena desde el púlpito, mas la predicación se verifica en el corazón.  Por eso el Señor decía: El que tenga oídos para oír, que oiga, y ciertamente que no se refería a los del cuerpo.  El que enseña a los corazones, tiene su púlpito en el cielo.  Abran bien los oídos del alma.
                
No aconsejo prescindir de la palabra externa, porque es ley del Nuevo Testamento envolver la gracia en signos exteriores, como envuelve la del bautismo en el agua, que lava.  Asistan a la predicación externa y hagan que caiga en vuestro corazón, y no sea el cuerpo de Cristo que cae al suelo.  La comparación no es extraña: Jesús, la Verdad misma, no ama menos la verdad que su propio Cuerpo; por el contrario, sacrificó a éste para sellar con su Sangre la verdad de su palabra; y si murió un solo día, quiso, en cambio, que su verdad fuera inmortal y perenne entre nosotros.
                 
Hay que llegar a la voluntad.  Me dirán que atienden sobradamente, y contestaré con el Crisóstomo: Ya sé que incluso cotejan mi primer sermón con los siguientes, pero asemejan este púlpito a un teatro.  No, no es ése el modo de oír, porque “todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a Mí. Hay otro lugar más recóndito donde escuchar, la escuela celestial”, donde el Padre enseña a ir hacia su Hijo; escuela donde Dios es maestro.  ¿Dónde está esa escuela escondida?  Aun cuando Dios mismo hablase directamente, habría que profundizar más, porque, mientras su luz permanezca tan sólo en la inteligencia, no se ha oído la lección de Dios.  En efecto, para atender a la palabra del Evangelio no hay que ir allí donde se emiten los juicios, sino donde se regulan las costumbres; no donde se gustan los pensamientos bellos, sino donde nacen los buenos deseos; no al lugar donde se forman los juicios exactos, sino donde se forjan los santos propósitos: hay que llegar a la voluntad.  Entren en sí mismos, y verán cómo a veces luce una llama que atraviesa los corazones, porque la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta la coyuntura y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.  Dios a veces da a los predicadores no sé qué fuerza aguda que, a través de los caminos tortuosos de nuestras pasiones, llega a encontrar aquel pecado que nosotros escondíamos y que duerme en el fondo del corazón.  En esos momentos hay que escuchar atentamente a Cristo, que contraría nuestros deseos, que turba nuestros placeres y que hurga con su dedo en nuestras heridas.  Es el momento en que el hombre sabio oirá una palabra discreta, la alabará y le añadirá algo más.  Y si el golpe no ha sido bastante, tomemos nosotros mismos la espada y clavémosla más fuerte.  ¡Ojalá lleguemos a lo vivo, ojalá lleguemos al llanto, que San Agustín llama tan elegantemente la sangre del alma!
           
Vivir conforme a la palabra.  El que come mi Carne y bebe mi Sangre, dice el Señor, está en Mí y Yo en él; esto es, la buena comunión se manifiesta viviendo conforme a Cristo.  Y el haber oído la palabra del Señor se demuestra al vivir conforme a ella.  Ocurre a veces que al oír la predicación se levantan en nuestro corazón ciertos sentimientos, imitación de los verdaderos, capaces de engañarnos; ciertos fervores y deseos imperfectos; pero creamos en las obras.  Ellas dirán lo que haya de verdad.  Decía antes el Crisóstomo que lo escuchaban como en el teatro.  En efecto, también allí los espectadores se emocionan, se llenan de ira y derraman lágrimas, como en otros espectáculos.  Algo parecido puede ocurrir en nuestros sermones.  También el Crisóstomo oía los gritos y aplausos de sus oyentes; sin embargo, esperaba para regocijarse a ver corregidas las costumbres.  Si no cambian de vida, no han oído a Jesucristo, sino al hombre.  La predicación no tiene por fin ilustrar, sino suscitar el amor.

Conclusión.  Para escuchar a Cristo hay que llevar a la práctica sus palabras, puesto que enseña para formar nuestra conciencia, antes que para agradarnos.
         
Bossuet
                             

viernes, 25 de febrero de 2011

In memoriam

REVERENDO PADRE
RAÚL SÁNCHEZ ABELENDA
         
— sacerdote de Cristo —
     
     
Desde hace 42 años Raúl Sánchez Abelenda era sacerdote de Jesucristo en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Sus manos habían sido consagradas para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa.
            
Desde hace 42 años Raúl Sánchez Abelenda celebraba las alabanzas de Dios en un idioma sagrado: el idioma oficial de la Iglesia, que preservaba su espíritu y sus labios de toda alteración de la verdadera alabanza, de toda fantasía.
              
Desde hace 42 años Raúl Sánchez Abelenda celebraba el Santo Sacrificio de la Misa en el rito que desde hace tantos siglos lo preserva de toda alteración profana, para salvaguardar la fe y la unidad de todo el pueblo de Dios.
            
Lo celebraba cada día —a pesar de ser consciente de su indignidad— en presencia de la Iglesia triunfante, purgante y militante.
            
Desde hace 42 años Raúl Sánchez Abelenda enseñaba la verdadera doctrina de la fe y la verdadera moral del Evangelio, tal como la Iglesia siempre las ha enseñado fielmente a sus hijos, tal como han sido explicitadas en los Concilios y en el Catecismo Romano.
           
Desde hace 42 años Raúl Sánchez Abelenda mantenía estas humildes fidelidades sagradas, y eso sin dudas, sin inquietud y casi sin mérito, ya que todo eso le resultaba evidente.
           
Hasta su último suspiro le fue imposible, en conciencia, someter su libertad cristiana a una actitud que implicara el abandono de lo que desde antaño le fue enseñado, de lo que le confió la Iglesia, de lo que le confió su madre, por quien tenía gran veneración.
           
Y todo esto a pesar de todas las presiones morales, de toda posible violencia. Sabía que ninguna autoridad en el mundo —temporal o espiritual— podía imponerle esa renuncia, bajo cualquier forma que se la disfrace.
            
Ante todo Raúl Sánchez Abelenda era sacerdote católico —el bien común de todos ustedes—, sacerdote de Cristo. Así como Nuestro Señor subió sobre la cruz llevando las almas de todos los hombres, llevando sus miserias, Raúl Sánchez Abelenda subió tantas veces al altar llevando sus almas.
             
Puesto que hay almas que se obstinan en perderse, es necesario que otras se obstinen en salvarlas. ¡Y lo hizo con tanta generosidad…! Después de haber hecho obra de sacerdote en el altar, o en la administración de los sacramentos, o predicando con esa vehemencia que le conocíamos, se confundía de alguna manera entre los laicos, preguntándose si ésta no sería el alma donde la semilla se pierde, o aquélla el alma endurecida por la costumbre de repetir las mismas cosas.
               
Buscaba en todas las almas la esperanza que queda en ellas, la necesidad particular que Dios ha grabado en ellas, mientras que el mundo no ve más que pasiones, ambición, interés. La generosidad constituyó el fondo de su alma sacerdotal.
                
Pedro, ¿me amas? El Buen Pastor quiere confiar las almas de los que ama con pasión a un ser que tenga algo de su ternura. Y nuestro Padre Raúl tenía algo de esta bondad sacerdotal detrás de un aspecto a veces rudo. Tenía esos momentos de bondad en los que adivinaba lo que pasaba en la neblina de los corazones: sabía atemperar un reproche con una broma amistosa, que dejaba abierta la esperanza.
                 
Pero no había en él ninguna desviación, ninguna adulación cortesana para el error: la autoridad es necesaria para defender y conservar el dogma.
                  
Esa gran admiración, esa gran sumisión a la verdad era, ciertamente, otro rasgo de su personalidad; pero ese culto por la verdad católica le venía de su gran pureza: no se debe esconder esto, pues la voluptuosidad enceguece los espíritus. La impureza difunde la insensibilidad, echa un velo sobre las cosas y ve las cosas, pero como a través de nubes. En un corazón impuro, como en un vaso sucio, todo se oscurece, no se admite más lo verdadero.
               
He dicho sumisión a la verdad. Sí: nunca habrán visto al Padre Raúl buscar acomodar la verdad católica. Nunca buscó adaptarla en consideración de lo que llamamos “el pensamiento moderno”. No: se refería a la enseñanza de la Iglesia, a su magisterio —desde un rigor absoluto y con una gran prudencia— en cuanto ese pensamiento moderno se arriesgaba a falsificar la teología. Nada más alejado del pensamiento de nuestro querido Padre que el modernismo doctrinal o el neologismo verbal, mediante el cual algunos predicadores se figuran rejuvenecer el Evangelio.
                
Jamás perdió, jamás debilitó su fe, la fe católica, porque siempre buscó la Verdad, y no la suya… De allí la gran cualidad, la gran virtud que puede resumir toda su vida: Fidelidad […]
                 
Fidelidad a su sacerdocio, fidelidad a su Patria y —muchos de ustedes lo saben— se comprometió por su Patria. No eligió la vía fácil, sino el sendero estrecho.
               
Como su maestro, se puede decir del Padre Raúl Sánchez Abelenda que no ha amado el “mundo”. Jesucristo no rezaba por el mundo.
               
El espíritu mundano, dirigido por la vanidad, aprecia las cosas solamente según las opiniones de los otros. Los mundanos son duros para incriminar a aquellos que proponen vivir la vida cristiana en su integridad; para ellos, la religión, si es verdadera, no puede ser imposible de practicar, como de hecho aparece a sus ojos enfermos la que les propone la Iglesia Católica.
                
Cristianos anémicos que quieren tener un pie en el mundo y otro en la Iglesia, lo que infaliblemente los hace tropezar y produce en algunas naturalezas una ensalada bastante singular. La mirada mundana busca el provecho que puede sacar de los otros, las pasiones que puede explotar…
                
¡Han adivinado: este retrato es exactamente lo contrario del Padre Raúl Sánchez Abelenda! Él no era un mundano; sabía muy bien que se llega mejor al alma mundana por una palabra fuerte, ruda, brusca, que muestre el catolicismo sin vueltas.
                 
Todos conocían su palabra: en predicaciones, en conversaciones, en disputas, en conferencias, su palabra era como una flecha, pero salida del corazón, como un ariete que demuele las murallas.
                  
En el fondo de su corazón tenía una gran fortaleza, que le daba tantas veces ese fuego sagrado en defensa de la verdad católica: fuego conquistador.
                  
La facilidad adormece el ideal. Raúl Sánchez Abelenda conoció la vida dura, que hacía adivinar a muchos de sus amigos la profundidad de sus deberes sacerdotales y patrióticos, misión de la cual tenía que ser digno. El resto no cuenta; la salud no tenía mucha importancia. ¿Acaso estamos en la tierra para comer, dormir y vivir cien años o más?
                 
Una sola cosa contaba en la vida de este sacerdote católico: aguzar su alma, vigilar sus debilidades, servir a los otros. Sólo el alma cuenta, y la salvación de su alma debía predominar por sobre el resto.
              
Breve o larga, la vida vale si no tenemos que abochornarnos de ella en el momento en que debemos devolverla, en el momento en que Dios nos llama.
                   
Y seguramente Raúl Sánchez Abelenda no se abochornó, porque fue un hombre que, como sacerdote, se jugó toda su vida sin farsas, sin dudas, tanto en el tiempo de la subversión política como en el de la subversión religiosa.
                
Desde el día de su ordenación sacerdotal se dio sin cálculo con mucha generosidad.
                 
A todos ustedes, sus amigos, sus parientes, sus compañeros de lucha, sus penitentes, les digo: que la muerte de Raúl Sánchez Abelenda no sea inútil. Ustedes no han acompañado sus despojos mortales sólo para darle su último adiós, sino que desde ahora la palabra fidelidad debe reavivar vuestra fe […]
                 
La virtud es una lenta, dura y a veces penosa conquista. Antes que el cuerpo, es el espíritu el que vence o capitula. En él, el espíritu no capituló nunca.
              
Hoy, Raúl Sánchez Abelenda nos llama, los llama a todos y quizás, más particularmente, a los que durante su vida no logró conducir hasta el confesionario y el comulgatorio.
                
Que su vida y su muerte, ejemplos para todos, no sean inútiles. Quiere hoy desde lo alto —si Dios ya lo acogió— llevar a vuestras almas a la santidad, que éste es el fin de la vida. No basta con estar de corazón con la Iglesia Católica, es necesario estarlo con la conciencia y la razón.
                
Desear subir infinitamente alto sabiéndonos infinitamente bajos, eso es lo que puede dar Jesucristo; a pesar de la visión de todas nuestras miserias, que nos afectan: tenemos aquí un ejemplo. Dios se ha servido de su vida y de su muerte; que no sea en vano.
               
Morir veinte años más tarde o más temprano no importa, lo que realmente importa es bien morir, es entonces cuando recién empieza la verdadera vida.
                 
El mundo está siempre más preocupado por las alegrías mundanas, materiales, o aún simplemente animales. Se encierra sobre sí mismo para conservar o ganar la máximo; cada uno vive para sí, en un egoísmo constante que ha convertido a los hombres en lobos llenos de odio, o en residuos humanos corrompidos.
               
No saldremos de esta decadencia más que por un inmenso resurgimiento moral, enseñando a los hombres a querer, a sacrificarse, a vivir, a luchar y a morir por un ideal superior: Dios y Patria.
             
Por eso Raúl Sánchez Abelenda fue sacerdote y patriota, y de él conservaremos el ejemplo, no en una foto o en un escrito, sino en nuestra alma.
  

Llega la hora en que para salvar al mundo, se necesitará un puñado de héroes y de santos que realicen la conquista. El Padre Raúl Sánchez Abelenda nos dio un poco de ese heroísmo y de esa santidad.
               
Recemos para que entre pronto en la morada celestial, para que desde lo Alto nos envíe a todos un poco de su heroísmo y mucho de su fidelidad. Pidamos a Dios que nos dé muchos sacerdotes de este temple.
                
Querido Padre, una vez más te confiamos a los brazos de Dios, a Quien tanto has buscado y tan fielmente has servido desde aquí abajo. Ya cerca de Nuestro Señor y de Nuestra Señora, te pedimos que también te quedes cerca nuestro, y que sigas haciéndonos compartir tu valentía, tu fe, tu fidelidad.
 
Padre Xavier Beauvais
    
NOTA:
El Padre Raúl Sánchez Abelenda falleció el 25 de febrero de 1996, hace ya quince años. Los fragmentos del sermón que reproducimos pertenecen a la Misa “de corpore insepulto” que fuera oficiada por el Padre Beauvais.
            

miércoles, 23 de febrero de 2011

Un hombre del 23-F

FELIZ CUMPLEAÑOS,
DON FERNANDO
     
     
Fue muy pesado el viaje. El vetusto autobús, lleno hasta los topes, con viajeros en los transportines del pasillo e incluso dos, en la baca, avanzaba fatigosamente por las rectas asfaltadas de la carretera, entre naranjales y palmeras. Varias veces tuvo que parar, para facilitar el paso de convoyes militares que iban aen dirección a Valencia; camiones cargados de tropa, motocicletas de enlace, tanquetas ligeras, afluían desde otros frentes, para frenar la ofensiva nacional. En dos ocasiones nos sobresaltó el tristemente conocido ruido de los aviones en vuelo; pero eran escuadrillas republicanas, en ruta hacia Manises. En Benisa se quedó bastante gente; con lo que la última parte del trayecto la hicimos a una velocidad más discreta, aunque llegamos a Alicante cerca de las doce de la noche.
     
Ni que decir tiene que apenas dormí. El barco salía a las siete de la mañana, y hora y media antes estábamos en el puerto, nerviosos, sin apenas hablarnos, mirando con ansiedad la cubierta del Iguazú, motonave con pabellón argentino, que parecía dormir sobre las aguas, mansas y tranquilas. Iban llegando grupos de personas, todas con el mismo gesto de inquietud y de impaciencia, de esperanza y de angustia al tiempo. Pronto, una larga cola llegaba desde el comienzo de los muelles hasta la comandancia de carabineros. Lorente se había ido allí para entregar una carta de su amigo, el capitán Torregrosa. El día comenzaba a clarear y los primeros destellos rojos del sol anunciaban el amanecer en un horizonte donde el azul fuerte del mar se juntaba con el más suave, más blanquecino, de un cielo nítido e impoluto.
     
Doscientas, quizás trecientas personas estábamos allí congregadas y, sin embargo, apenas se escuchaban más que susurros, palabras en baja voz, bisbiseos. A medida que nos acercábamos a la comandancia, una extraña sensación de miedo se iba apoderando de nosotros; mamá se agarró fuerte del brazo de nuestro padre, y Pepita, del mío. Estábamos a punto de entrar, cuando llegaron de dentro unas voces y, a poco, dos carabineros salieron llevando a empellones a un muchacho joven, esposado, que les insultaba a gritos; hasta que le dieron un culatazo en el vientre y se cruvó contra el suelo y a rastras lo acercaron hasta una furgoneta, donde le echaron como un fardo.
     
Por fin nos llegó el turno. Rutinariamente, el carabinero comprobó las fotografías, selló los pasaportes y saltó jubilosa en nuestros oídos la palabra mágica:
     
— Pasen…     
                                

En la aduana estaba Lorente. Las maletas las registraron a conciencia; pero buen cuidado habíamos tenido de no llevar nada comprometedor. Cargados con ellas, fuimos hasta la valla tendida a lo largo del espigón.
     
— Aquí os dejo. Buen viaje.     
                                           

Nos abrazamos a Lorente con infinito cariño; especialmente, mi padre, que le tuvo mucho rato apretado contra su pecho. Atravesamos la divisoria y en seguida estuvimos a bordo. Íbamos los cuatro en el mismo camarote; dejamos de cualquier manera el equipaje y volvimos a cubierta. Lorente seguía en el muelle, con la gorra puesta, las manos en los bolsillos, subidas las solapas de la chaqueta, pues se dejaba sentir una brisa fresca. A poco, subieron los últimos pasajeros, y después, dos marineros, que alzaron la pasarela. El Iguazú hizo sonar una sirena afónica y comenzó a alejarse del puerto.
     
Lorente levantó la gorra en alto y así estuvo mucho tiempo, hasta convertirse en un punto distante, apenas reconocible.
     
La cubierta estaba llena de un pasaje variado y, en muchos casos, extraño. Abundaban los extranjeros, herméticos, imperturbables, tranquilos; se advertía pronto que su salida había estado limpia de zozobras. Por el contrario, las varias docenas de españoles, reunidos en grupos familiares, excepto unos pocos que viajaban solos, todavía no nos recobrábamos de la angustia y de la inquietud padecidas. Nos mirábamos los unos a los otros, queriendo adivinar la historia particular de cada cual, quizá los respectivos dramas, que ahora tenían un final feliz. Y seguíamos callados o hablando muy quedo, como temerosos todavía de algo.
     
El silencio se hizo glacial cuando vimos acercarse a nuestro barco un guardacostas, con la bandera republicana izada en popa y dos pequeños cañones enfilados hacia nosotros. Llegó hasta unos doscientos metros —tendría que decirlo en millas, pero no lo sé—; desde la cubierta, unos oficiales miraban con sus prismáticos. Seguía el Iguazú su marcha, y al cabo de unos minutos el buque de guerra viró, alejándose en dirección al puerto. Sopló una bocanada de aire; quizá fueran tantos suspiros de tranquilidad expelidos al tiempo.
     
Un sol brillante se había asegurado ya allá arriba. Me senté en una hamaca y dejé que me acariciase. Con los ojos cerrados, una especie de película pasó por mi cabeza y recordé aquellos dos años casi justos que dejaba atrás. Veía, como en su momento vi, las iglesias incendiadas; los milicianos, imponiendo su feroz tiranía; a don Ramón Lobraqués, camino del martirio; Néstor, acosado y escondido; mi padre, encarcelado; la portera refocilándose en el detalle de los crímenes; el puerto, bombardeado; aquella puta muerta; la tienda, incautada; abuela Carmen muriendo de dolor; más bombardeos, más muertos en los brazos de Luis Querol; la dieta de lentejas y conejo; las sucias caricias de Concha, la del quiosco; la madre de Pedro Mayquez, rezando ante su fosa, ajena a los trimotores; Boil, torturado en la checa…
     
Pero también veía a don Domingo, un comunista honesto que no dudó en hacer favores a sus adversarios políticos; y al tío Pepe Puig, con sus ideas tan firmes como su integridad; y a Lorente, ejemplar en sus fidelidades; y a don Darío, que decía ser “de los nuestros” y a mí me avergonzaba; y a Urrutia, el delator; y a Lisardo, el malvado; y a la espléndida Vicky, tan injustamente menospreciada en casa; y a don Manuel y a doña Elena y a los profesores de la academia, que cumplían cada uno de ellos lo que creían su deber, bajo el pretexto de las clases; y a los intelectuales evacuados, sólo pensando en sus cosas. Y veía a mis compañeros de la panda, que habían crecido conmigo, y conmigo perdieron la adolescencia y el candor y la ingenuidad y hasta la ilusión porque, como dijo Luis Querol, juntos habíamos envejecido antes de tiempo.
     
No sé cuánto rato anduve metido en estos pensamientos. Me sacó de ellos una voz con acento argentino que se escuchó a través de los amplificadores.
     
— Soy el comandante del barco: Oscar Rubén Gianetto, a su disposición. Bien venidos a bordo. Tengo el gusto de comunicarles que acabamos de dejar las aguas jurisdiccionales españolas…
     
Entonces reventó la contenida emoción, el temor sostenido y un inmenso griterío conmovió la cubierta. Ante la displicente mirada de los pasajeros extranjeros, los españoles saltamos, vitoreamos, nos abrazamos, dimos rienda suelta a una alegría frenética, casi salvaje. Al cabo de unos minutos los nervios se relajaron y volvió la calma; pero una calma feliz, comunicativa y gratificante.
     
Mi padre nos agarró a Pepita y a mí por la cintura.
     
— Deberíamos echarnos un poco, ¿no os parece?
     
— Yo no tengo ningún sueño —dijo mi hermana.
     
— Aunque así sea, nos conviene a todos descansar. O sea que al camarote… —ordenó.
     
Apenas llegamos a él, mi madre se dio un palmetazo en la frente.
     
— ¡Pero qué cabeza la mía! Claro, con tantas emociones… ¿No os habéis dado cuenta qué día es hoy?
     
Los demás pusimos cara de circunstancias.
     
— ¡Tu cumpleaños, hijo!
     
— ¡Es verdad! —recordó mi padre—. ¡Felicidades, Eduardo!…
     
Me besó en la frente, mientras mamá decía:
     
— ¡Quince años ya!
     
— ¡Quince años! —confirmó papá.
     
Entonces recordé mis cercanos pensamientos y tuve que comentar:
     
— ¿Quince años? Yo diría que muchos más. Los chicos de la guerra no tenemos edad…     
     

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Este fragmento —final— de “Zona roja”, “la novela de los adolescentes que se hicieron hombres durante la guerra civil”, novela de la cual el autor nos indica que “nada de lo que así se narra es fruto de mi imaginación ni mucho menos se encuentra pretendidamente manipulado” quiere ser un recuerdo cariñoso y emocionado de Don Fernando Vizcaíno Casas, hoy que —precisamente— es el día de su cumpleaños. Como ya don Fernando no tiene edad, no hay velitas para soplar.
     
Pero por Usted, una oración y un abrazo imaginario a la distancia, querido hombre del 23-F.
     

lunes, 21 de febrero de 2011

Definiciones

APOSTILLA SOBRE EL HONOR
             
Cuando hace un par de años el diputado kirchnerista Alejandro Rossi fuera agredido en Santa Fe junto con su hermano Agustín, después de calificar con gruesos epítetos a los agresores, enfatizó: “Si no fuera diputado nacional, todavía estaría ahí, defendiendo mi honor como hombre”.
      
Gracias, Rossi.  Está claro que hay dos clases de personas: los hombres de honor y los diputados nacionales.
     
Entretanto, los simple ciudadanos seguimos esperando algún Instructivo Oficial para que podamos distinguir por qué si los ruralistas indignados arrojan bosta a sus verdugos, son malvadísimos seres que remiten a la Dictadura, mientras similares o peores escraches (¡vaya si peores!) ejecutados por todos los esbirros de la izquierda, gozan del subsidio y del beneplácito oficial.
       

domingo, 20 de febrero de 2011

Espiritualidad

ORACIÓN A NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
PARA OBTENER UNA BUENA MUERTE
        
         
¡Oh Jesús, Señor mío, Dios de bondad, Padre de misericordia, yo me presento ante vos con el corazón humillado y contrito; os recomiendo mi última hora y lo que después de ella me espera!
           
Cuando mis pies ya inmóviles me adviertan que mi carrera en este mundo está próxima a su fin,   
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.       
Cuando mis manos trémulas y entorpecidas no puedan ya estrecharos, ¡oh Bien mío crucificado!, y contra mi voluntad os dejen caer sobre el lecho de mi dolor, 
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Cuando mis labios pronuncien por última vez vuestro adorable nombre, 
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Cuando mis mejillas pálidas y húmedas con el sudor de la muerte, anuncien mi próximo fin, 
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Cuando mis oídos próximos a cerrarse para siempre a las conversaciones de los hombres se abran para oír vuestra voz al pronunciar la sentencia irrevocable que fijará mi suerte por toda la eternidad, 
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Cuando yo quede sumergido en congojas de muerte y mi espíritu turbado con el recuerdo de mis pecados y el temor de vuestra justicia luche contra el ángel de las tinieblas que tratará de hacerme dudar de vuestra misericordia, 
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Cuando derrame las últimas lágrimas reveladoras de mi destrucción, recibidlas, ¡oh Jesús mío!, en sacrificio de expiación de mis pecados, y en aquel momento terrible, 
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Cuando perdido ya el uso de todos los sentidos, el mundo entero haya desaparecido de mi vista y gima en el estertor de la última agonía y en las congojas de la muerte, 
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Cuando mi alma deje mi cuerpo pálido, frío y sin vida, aceptad la destrucción de mi ser como un homenaje que yo ofrezco a vuestra divina majestad y entonces, 
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Finalmente, cuando mi alma comparezca ante Vos y vea por primera vez el resplandor inmortal de vuestra Majestad, no la rechacéis de vuestra presencia: dignaos recibirla en el seno amoroso de vuestra misericordia para que eternamente cante vuestras alabanzas.
Jesús misericordioso, tened piedad de mí.              
Oración.  ¡Oh Dios!, que condenándonos a muerte nos habéis ocultado el momento y la hora, ayudadnos a vivir siempre en vuestra gracia para ser dignos de morir en vuestro santo amor. Os lo pedimos por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo que vive y reina con Vos en unión del Espíritu Santo. Amén.
         

jueves, 17 de febrero de 2011

Poesía que promete

UN SOLDADO DE URBINA
      
      
Sospechándose indigno de otra hazaña
como aquella en el mar, este soldado
a sórdidos oficios resignado,
erraba oscuro por su dura España.
      
Para borrar o mitigar la saña
de lo real, buscaba lo soñado
y le dieron un mágico pasado
los ciclos de Rolando y de Bretaña.
      
Contemplaría, hundido el sol, el ancho
campo en que dura un resplandor de cobre;
se creía acabado solo y pobre,
      
sin saber de que música era dueño;
atravesando el fondo de algún sueño,
por él ya andaban Don Quijote y Sancho.
      
Jorge Luis Borges
      

miércoles, 16 de febrero de 2011

In memoriam

          
16 DE FEBRERO:
ANIVERSARIO DEL MARTIRIO
DE FACUNDO QUIROGA
         
“Yo también soy provinciano,
e interesado como el que más
en la felicidad de todos los pueblos
que componen la República,
en cuya línea a ninguna cedo […]
Viendo yo la justicia de mi parte,
no conozco peligro que me arredre,
ni que me haga desistir de buscarla […]
Amanecer colgados: éste es cabalmente
el premio de los malvados insensatos
que pretenden que los pueblos sean
el juguete de sus ridículas  maquinaciones”.
     
(Carta a Juan Bautista Marín, 1832)
           

lunes, 14 de febrero de 2011

Históricas

Un nuevo aniversario del crimen de Dresden
        

VAE VICTIS
       
         
El vasto telar de Cronos ha comenzado a tejer un nuevo año para la historia. Los dedos de los políticos, instrumentos de las fuerzas invisibles, ya están en los husos y lanzaderas retorciendo los hilos para hacer el gran tapiz del presente 2011. Su objetivo, una humanidad que, como en la centuria pasada, seguirá creyendo cuanto proclamen con estridencia los grandes medios de comunicación con sus técnicas de lavado de cerebro y penetración subliminal.
         
Así centenares y centenares de millones de seres humanos continuarán comulgando con ruedas de molino sin discernir entre la pura especulación y la más horrorosa mistificación ética o estética, filosófica, política e histórica, entre el héroe y el fanfarrón, o el hombre auténtico y el hipócrita.
   
Incluso, haciéndoles creer que deciden, como muy bien lo señala F.J.P. Véase en su ya clásico libro “El crimen de Nuremberg”: “…en las democracias las decisiones no son tomadas por los ciudadanos sino por los financieros internacionales, los magnates de la prensa, los pedantes funcionarios permanentes y en ocasiones por los gabinetes”.
    
Sin embargo, están entre nosotros quienes —como aquellos del relato evangélico a los que Nuestro Señor Jesucristo retiró de entre la multitud y, tocando con su saliva divina ojos, oídos y boca, liberó— están a salvo del colectivo esclavizante, para ver, oír y hablar con la Verdad y en la Verdad. Con ellos pretendemos seguir conversando sobre historias ocultadas y deformadas a designio.
       
En esta oportunidad lo haremos levantando la Cortina de Hierro de un crimen cometido hace sesenta y tres años y por el cual nadie fue llamado a responsabilidad. A decir verdad, se hace difícil volver al año 1945, cuando los ya victoriosos demoliberales y bolcheviques acordaban lanzar en el vencido Japón bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, en tanto se ratificaba en Yalta lo concedido por Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt a Josef Stalin en la reunión de Teherán.   Ello no significaba nada más, ni nada menos, que la esclavización de Letonia, Estonia, Lituania, Polonia, el oriente de Alemania, Checoeslovaquia, Rumania, Hungría, Bulgaria, Yugoeslavia, Albania, media Corea y dejarles las manos libres para actuar en China.
       
Mientras tanto, en los campos de batalla las tropas lenino-stalinistas avanzaban —como otrora los asirios— y ya estaban en la línea del Oder, en tanto los angloamericanos retrasaban su avance para cumplir con su hijo putativo, el Tirano del Kremlin.
      
Así estaban las cosas cuando el 11 de febrero del año trágico de 1945 finalizaba la Conferencia de Yalta, en cuyo comunicado final decía: “Nuestras fuerzas terrestres y aéreas han organizado de completo acuerdo nuevos golpes contra el corazón de Alemania. Los ataques partirán del Norte, el Sur, el Este y el Oeste”. Días aciagos. Millones de fugitivos se retiraban hacia el oeste para escapar de los soviéticos.
     
Dresden, “la Florencia alemana” —por sus tesoros artísticos— recibía a diario miles de refugiados que a pesar del intenso frío acampaban a cielo abierto en las calles.
     
La capital de Sajonia no temía ser blanco de bombardeos, ya que apenas contaba con industrias y hasta sus defensas antiaéreas habían sido enviadas al frente del Este. Era llamada la “ciudad de los hospitales” por el gran número de éstos. En sus tejados, y de acuerdo a las normas internacionales, se habían pintado grandes cruces rojas sobre fondo blanco. Sin embargo la noche del 13 al 14 de febrero pocos minutos después de las diez y mientras sonaban las sirenas, estalló el infierno. Durante media hora exacta ochocientos bombarderos ingleses dejaron caer cuatrocientas mil bombas incendiarias y unas tres mil rompedoras. Una superficie de 28 kilómetros cuadrados se convirtió en un mar de fuego.
     
Tres horas después llegó un segundo ataque en el que unos mil cien bombarderos angloamericanos lanzaron doscientas mil bombas incendiarias, miles de rompedoras e incontables bidones de fósforo. En ese momento parte de los proyectiles fueron enviados directamente sobre los espacios que no habían sido alcanzados.
     
De más está decir que esos lugares estaban ocupados por miles de seres humanos los que pronto se convirtieron en antorchas vivas. Según relatos de supervivientes el asfalto ardió mientras manzanas enteras se desplomaban. Las piedras de la zona de Frauenkirene comenzaron a disolverse cuando la temperatura superó los mil quinientos grados.
    
Pero lo dantesco tuvo un nuevo capítulo. En el alba del 14 de febrero llegó el tercer bombardeo, esta vez sobre los suburbios de la ciudad masacrada estando dirigido a los que, aún medio asfixiados y quemados, habían logrado escapar. Una nueva oleada de Fortalezas Volantes y “Liberators” arrojaron otras diez mil bombas incendiarias, mientras los cazas en perfecta formación ametrallaban a los que huían por las carreteras. El bombardeo de Dresden, más mortífero que los de Hiroshima y Nagasaki juntos, con certeza sobrepasó los trescientos mil muertos. Para el Comando aliado fue sólo un episodio de la Operación “Clarion”, signada por Ike Eisenhower y ejecutada por el “Premier” Mr. Churchill y el Mariscal del Aire Arthur Harris.
        
La incursión en masa contra Dresden fue lisa y llanamente un crimen de guerra que ha quedado impune al haber sido cometido por los vencedores. Es parte del “modelo Nuremberg” inaugurado luego de la Segunda Guerra Mundial. Tal lo que sostiene con Verdad, el Profesor Danilo Zolo, de la Universidad  de Florencia, en tres ensayos reunidos en un solo volumen de 203 páginas que con el título: “La Justicia de los Vencedores” publicó en Buenos Aires la Editorial Edhasa en junio del pasado año. De algunas páginas extraemos su planteo: “…nada les ocurrió a los criminales responsables de las catástrofes atómicas de Hiroshima y Nagasaki de agosto de 1945 o de los bombarderos devastadores de las ciudades alemanas y japonesas […] Nada les sucedió a las autoridades de la OTAN responsables de un crimen internacional «supremo» como la guerra de «agresión humanitaria» contra Yugoeslavia…” donde los bombarderos norteamericanos “arrojaron treinta mil proyectiles de uranio empobrecido que al entrar en contacto con cuerpos sólidos se dispersa y entra en  el suelo, el agua y el aire, penetrando en la cadena alimenticia…”  Pero las democracias  mantuvieron sus objetivos  y “nada ocurrió después de la agresión de Estados Unidos y Gran Bretaña contra Irak en 2003” con sus decenas de miles de victimas civiles.
       
“En particular quedará totalmente impune las masacre de no combatientes en la ciudad iraquí de Fallujah —matanza llevada a cabo con Napalm y fósforo blanco en noviembre de 2004—. Y lo mismo se puede prever para los crímenes cometidos por las milicias israelíes durante decenas de años de ocupación militar en Palestina…”
     
Es el camino comenzado en Nuremberg, el 8 de agosto de 1945, de una “justicia” para ser aplicada por los poderosos sobre los vencidos. Lo sucedido en los últimos años con los derrotados y demonizados Slovodan Milosevic, Saddam Husein —más allá del juicio que nos merezcan sus respectivas políticas— son claros ejemplos. Vae victis. ¡Ay de los vencidos!
      

Luis Alfredo Andregnette Capurro
           

domingo, 13 de febrero de 2011

Espiritualidad

AL CIELO POR MARÍA
  
   
Narrando el Profeta la salida del pueblo hebreo de Egipto, dice que una nube lo guiaba de día y una columna de fuego lo iluminaba de noche. Bien aplica San Bernardo a María la propiedad de aquella nube y de aquella columna, pues observa que, a la manera de las nubes nos defienden de los vivos rayos del sol, María nos protege de la justa ira celeste y de las llamas de la concupiscencia, y así como la columna de fuego alumbraba el camino a los hebreos, María ilumina al mundo con los rayos de su Misericordia y largueza de sus beneficios.
¡Oh, cuán triste sería nuestra suerte sin esta Nube y esta Columna Admirables! María Santísima es Fuente de Vida y Verdad, y fundamento de toda esperanza de salud y bendiciones: “En Mí está la gracia del camino y de la verdad, en Mí toda esperanza de vida y virtud” (Eclo. 24).
     
Ella nos ayuda en la vida, en la muerte y hasta después de la muerte. Si tenemos en la vida un amigo sincero, dice la Escritura que hemos encontrado un tesoro; si éste nos presta ayuda en el momento de la muerte, más digno es de singular aprecio; y si con sus sufragios nos vale aún después de la muerte es todavía mucho más estimable. Ahora bien, María nos favorece en vida como Madre de Gracia, en la hora de la muerte, con defendernos de las insidias del demonio, y no nos abandona ni después de la muerte; pues que Ella misma introduce en el Cielo a sus devotos.
       
Es tan tierno el Corazón de María con sus hijos, dice el Santo Cura de Ars, que el ardor del afecto de todas las madres juntas es como un pedazo de hielo comparado con el Suyo.
     
María a la derecha de Jesús en el Cielo está íntimamente asociada a su Gloria y acción Todopoderosa, razón por la cual los Santos Padres no hacen el elogio de Jesús sin hacer el de su Augusta Madre, y la Iglesia invoca juntamente sus Nombres tanto en las definiciones de los Concilios, como en la celebración del Santo Sacrificio y administración de los Sacramentos.
         
Cada fiesta en honor de Jesús corresponde a otra de María; la de la Encarnación de Jesús, a la de la Concepción de María; la de la Presentación de Jesús, a la de la Presentación de María; la del bautismo de Jesús, a la de la Purificación de María; la de los dolores de Jesús, a la de los Dolores de María; la del Sagrado Corazón de Jesús, a la del Sagrado Corazón de María; la del Nombre de Jesús, a la del Nombre de María, y la de la Ascensión de Jesús, a la de la Asunción de María.
     
¡Nada tan inseparable como el recuerdo de Jesús del de María! Famosos Santuarios de todos los tiempos erigidos acá y allá manifiestan el amor y gratitud de los fieles colmados por Ella de singulares beneficios, la piedad de los cristianos está generalmente en relación con su devoción a María; y ésta devoción es como un signo inequívoco para conocer la moralidad y felicidad de los pueblos. Pero hay más: LA DEVOCIÓN A MARÍA, enseña San Efrén, ES EL GRAN SALVOCONDUCTO PARA EL CIELO. Bien defendido está quien se halla bajo su amorosa protección; y por el contrario, nadie más desdichado que el que se encuentra lejos de Ella; por esto las madres católicas, ansiosas de la felicidad de sus hijos, se apresuran a consagrarlos a María desde que nacen, y se empeñan en enseñarles a pronunciar su dulce Nombre apenas comienzan a balbucir algunas palabras.
      
Por esto, grandes y pequeños, ricos y pobres, sabios e ignorantes, se amparan bajo el Manto bendito de la Reina Soberana de cielos y tierra. Las almas piadosas se sienten movidas a invocarla con particular confianza, y no es de extrañar que hasta los criminales y personas más descreídas guarden, como precioso talismán, alguna insignia que represente su imagen venerada. Con razón el Dante cantaba alborozado:
“Sois, Señora tan Augusta y Excelsa que quien desea alguna gracia y a Ti no recurre, quiere en su anhelo volar sin alas. Tu bondad es tal que no socorres tan sólo al que pide favor, sino que con frecuencia, acudes anticipándote a toda petición. Grande es tu Misericordia, grande tu Piedad y magnificencia, y en Ti están personificadas todas las virtudes” (Dante II Paradisio Cant. XXXIII).
        
Pero parece que Dios se hubiera propuesto que su Santísima Madre fuera en el siglo XX más conocida, amada y reverenciada que nunca, así lo dejan comprender la definición del dogma de la Inmaculada Concepción por Pío IX y las repetidas exhortaciones de León XIII, al invocarla por medio del Rosario. Y parece también que María se empeñara en derramar al presente, más copiosas gracias y bendiciones; allí están por atestiguarlo el Santuario del Tepeyac, de Lourdes y el de Fourviers; el de la Virgen del Pilar y Montserrat, fuentes continuas de indecibles milagros; el de Loreto y el de Pompeya; el de María Auxiliadora y otros infinitos, que no hay pueblo que no le haya consagrado alguno y cuyos anales no registren nuevos y portentosos sucesos.
         
Como la devoción a María es la que influye más poderosamente sobre el corazón, y nada le estimula tanto como el conocimiento de las gracias de todo género que se obtienen por su medio, se han multiplicado los ejemplos de hechos prodigiosos, no los recusará la fe de los hijos de María, quienes bien saben que para Ella no hay imposibles.
        
P. Camilo Ortúzar, S.D.B.
         

jueves, 10 de febrero de 2011

Literarias

EL PEQUEÑO MUNDO
DE DON CAMILO
   

El perro
         

La historia del perro fue un suceso que trastornó un poco todas las cabezas. Una noche se oyó venir de lejos, de la ribera del río, un lamento largo y profundo, y la gente, escalofriada, dijo: “¡Es él!”
     
Remontando el río contra la corriente, después del pueblo de Don Camilo se extendían a lo largo del dique tres pequeñas aldeas: la Roca, Casaquemada y los Rastrojos, y cuando muchos meses antes se oyó decir que en los Rastrojos todas las noches un perro imitaba al lobo sin que nadie consiguiera verlo, se creyó que eran patrañas de borrachos. Cuando luego la historia navegó río abajo y se dijo que el perro aullaba de noche sobre el dique de Casaquemada, la patraña empezó a fastidiar. Más tarde se supo que el perro ponía miedo a los de la Roca, y, entonces todos creyeron, de modo que cuando se oyeron llegar del lado del dique los aullidos, la gente se incorporó en la cama y muchos sufrieron frío.
         
La noche siguiente ocurrió lo mismo y muchos se santiguaron, porque aquello más que el aullido de una bestia era un lamento humano.
        
La gente se acostaba con el corazón en la boca y no lograba tomar el sueño, aguardando el aullido, y como esto continuaba se decidió efectuar una batida. Por consiguiente, una mañana, veinte hombres tomaron sus escopetas, rastrearon el dique y sus vecindades, dispararon sus armas contra todas las matas que se movían, pero no encontraron nada. Por la noche recomenzó la historia.
        
La segunda batida fue igualmente inútil. No hicieron una tercera porque la gente con todo aquel misterio tenía miedo aun de día.
        
Corrieron las mujeres a rogar a Don Camilo que fuera a bendecir el dique, pero Don Camilo se negó. Cuando se trata de perros se va al mataperros y no al cura.
        
— También el Vaticano sabe lo que es miedo, dijo una flor de muchacha llamada Carola, que era la novia del Flaco.
        
Entonces Don Camilo sacó una estaca del huerto y se puso en marcha seguido a distancia por las mujeres, que al llegar a cierto punto se detuvieron, mientras él seguía a lo largo del dique. Buscó a diestra y siniestra, sacudió garrotazos sobre todas las matas y al fin reapareció.
        
— No hay nada, dijo.
        
— Ya que estaba allí, pudo sacudirle también una bendición,
dijo Carola. ¡Le habría costado tan poco!
        
— Si no miras como hablas, te sacudo la bendición a ti y a toda la unión democrática femenina,
le previno Don Camilo. Si les molesta el perro métanse algodón en los oídos y dormirán como duermo yo. La broma es que para poder dormir de noche se necesita tener la conciencia tranquila, y muchas de ustedes no la tienen. Mejor será que se hagan ver en la iglesia más a menudo.
        
Carola se puso a cantar “Bandiera Rossa”, que tuvo un final muy rápido porque Don Camilo le arrojó el palo por detrás. Luego, durante la noche se oyó aullar el perro, y hasta Don Camilo, que tenía, sin embargo, la conciencia limpia, no consiguió dormir.
        
El día siguiente encontró a Pepón.
        
— Me han dicho que ayer anduvo buscando al perro, dijo Pepón. También he ido yo ahora y tampoco he visto nada.
        
— Si el perro aúlla de noche en el dique significa que el perro de noche está,
masculló Don Camilo.
        
— ¿Y entonces?
        
— Y entonces quien verdaderamente quiere encontrarlo debe ir al dique de noche, cuando el perro está allí, y no de día, cuando el perro no está.

        
Pepón se encogió de hombros.
        
— ¿Y quién va de noche?, preguntó. Aquí todos tienen miedo como si se tratase del diablo.
        
— ¿También tú?,
inquirió Don Camilo.
        
Pepón titubeó un poco.
        
— ¿Y usted?, preguntó.
        
Caminaron en silencio uno al lado del otro. De pronto Don Camilo se detuvo.
        
— Si encontrase a alguien dispuesto a acompañarme, yo iría, dijo.
        
— También yo, replicó Pepón. Yo también voy si encuentro un compañero, pero es difícil dar con él.
        
— ¡Ya!,
admitió Don Camilo, rehusándose descaradamente a advertir que si los dos buscaban un acompañante, el negocio quedaba arreglado automáticamente.
        
Hubo un momento de embarazo al cabo del cual Pepón abrió los brazos como resignado.
        
— Entonces nos veremos esta noche después de las nueve.        
                

En efecto, después de las nueve se encontraron y marcharon cautelosamente entre las vides; si hubiera habido un amplificador el latido de sus corazones habría dado la idea de una ametralladora funcionando a toda velocidad. Llegados a un matorral bajo el terraplén se apostaron y aguardaron en silencio con las escopetas empuñadas.
        
Pasaron las horas. Se hizo un silencio de cementerio; la luna asomó la nariz por entre las nubes e iluminó aquella soledad.
        
De pronto sonó el aullido largo y escalofriante, que paralizó el corazón de Don Camilo y de Pepón. Venía del río, y ambos, cautelosamente, salieron del matorral y se asomaron al dique como a una trinchera. El lamento se repitió; no había duda: procedía de un cañaveral que se extendía en el agua unos veinte metros. Don Camilo y Pepón clavaron los ojos en el cañaveral que aparecía a contraluz de la luna y de pronto vieron distintamente una sombra que se movía. Le apuntaron las escopetas. No bien lanzó el aullido, sonaron dos tiros y el aullido se transformó en un chillido de dolor.
        
Entonces el miedo desapareció y ambos saltaron afuera.
        
Don Camilo se arremangó la sotana y se metió en el agua, seguido por Pepón. Llegados al cañaveral encontraron un perro negro herido, al que Pepón alumbró con su linterna. No era una bestia salvaje y le lamió la mano: en el acto a Pepón se le pasó la gana de despacharlo de un tiro en la cabeza.
        
— Le he pegado en una pierna, dijo a Don Camilo.
        
— Por si acaso, le hemos pegado, especificó Don Camilo.
        
Pepón agarró el perro del collar y lo sacó del agua. Bajo el perro había un saco que flotaba enzarzado en las cañas. Don Camilo lo desenredó y se vio que era de factura militar, de tela impermeable que el agua había endurecido como el hierro. Pepón se agachó y con una podadera cortó el alambre que cerraba la boca del saco, pero súbitamente se alzó en pie y, pálido, miró a Don Camilo.
        
— Una historia como otras tantas, dijo Don Camilo. Alguno, quién sabe cuándo, despachó a un hombre, lo metió en un saco y lo arrojó al río. El muerto tenía un perro y el perro se echó al agua y ha seguido el saco, que la corriente llevaba río abajo. El saco se ha enzarzado una vez en algún cañaveral frente a los Rastrojos, después frente a Casaquemada. De día el perro se escondía o iba a buscar su alimento, y de noche volvía junto a su dueño. Quién sabe desde cuanto tiempo aúlla cada noche; pero sólo lo oían cuando el saco se detenía cerca de algún pueblo.
        
Pepón meneó la cabeza.
        
— Pero, ¿por qué aullaba?, preguntó. ¿Y por qué lo hacía solamente de noche?
        
— Quizás porque, para hacerse oír, la conciencia hasta puede tomar prestada la voz de un perro; y porque la voz de la conciencia se oye mejor de noche.

        
El perro había levantado la cabeza.
        
— ¡Conciencia!, dijo en voz alta Don Camilo. El perro contestó con un gañido.
        
Nunca se pudo saber quién era el desdichado encerrado en el saco, porque el tiempo y el agua habían destruido todo indicio. Después de haber navegado tanto, halló reposo en tierra sagrada. El perro también murió y Don Camilo y Pepón lo enterraron tras haber cavado un hoyo profundo como el infierno, donde descansara en paz.
        
Pero en el pueblo y en los caseríos desparramados sobre el curso del agua aún existen personas que se despiertan en el corazón de la noche y de un salto se sientan en la cama, con la frente helada, porque oyen aullar el perro y lo oirán aullar durante toda la vida.