martes, 31 de marzo de 2009

In memoriam: diez años sin Peco

1999 - 1 de abril - 2009

CASI EL TESTAMENTO DE
FEDERICO IBARGUREN

Y aquí va —por último— mi mensaje de esperanza, destinado a los jóvenes argentinos de la nueva generación.

Vivimos tiempos trágicos y en el mundo ustedes —muchachos nuestros de 20 y 30 años cumplidos o por cumplir— movilícense también pronto (es urgente) en defensa de nuestra Fe, dando insobornable testimonio de todos los terrenos del quehacer nacional, en procura de una profunda restauración espiritual —y por añadidura política en orden al Bien Común católico— en la Argentina de los próximos lustros. Porque la Masonería no se duerme. Y la Izquierda marxista tampoco.

Triunfaréis, es cierto, muchachos tradicionalistas de la nueva generación, si estáis unidos; pero sin acomodos equívocos ni complejos de inferioridad frente al inicuo mundo moderno, que niega la Verdad Revelada e, incluso —a veces— la verdad a secas. Nadando, sí, contra la corriente turbia del escepticismo criollo; del “no te metás” famoso; del materialismo ateo contemporáneo —no únicamente del comunista— y de la frivolidad que corrompe tantas conciencias jóvenes con promesas de una ganancia crematística fácil.

¡Basta ya de componendas narcisistas; de sexualismos freudianos fomentados artificialmente mediante la droga o el alcohol! ¡Basta ya de adorar ídolos de barro promovidos por una propaganda masiva que adormece las almas! ¡Basta de mentiras demagógicas y de pacifismo liberal! “Sursum Corda”.

No se dejen robar ingenuamente, compatriotas de la novel generación, los frutos del trabajo nacional con el viejo cuento de la “eficiencia” y “competencia” económicas. ¡Cuidado con los lobos rapaces “tecnocráticos” disfrazados de inocentes corderitos! ¡A proteger, pues, el patrimonio comunitario nuestro, toda vez que la verdadera caridad empieza por casa!

Evitad caer a toda costa en las redes de la “sociedad de consumo” que nos animaliza a todos. “La juventud ha sido hecha no para el placer sino para el heroísmo”. Hagamos de esa bella consigna de Claudel, nuestra invicta bandera de guerra. Preparemos desde ya el espíritu de nuestros nietos. Ahora mismo, con presteza. Pero atención: no equivoquen otra vez el rumbo con utopías de cualquier tipo, los inmaduros púberes argentinos de la nueva generación. Sepan por anticipado, que en todos los tiempos: “Milicia es la vida del hombre contra la malicia del hombre”, al decir de Gracián.

¡Ya basta de cobardías disfrazadas! Bien está que sean tolerantes con el prójimo equivocado, pero férreamente intransigentes con el error. Nunca pierdan de vista la realidad que nos rodea, muchachos argentinos, pero sin bajar la guardia ni resignarse ante los embates del enemigo poderoso: aunque les cueste la vida a algunos en la demanda. Y aunque, en definitiva —Dios no lo quiera— tengan acaso que defender (solos y acorralados) el honor de Cristo Rey en nuestra patria: desde una catacumba o desde una trinchera.

¡Sin jamás renunciar a la lucha!

Federico Ibarguren

lunes, 30 de marzo de 2009

1793 - 30 de marzo - 2009


NACIMIENTO DE ROSAS,
EL GRANDE

El 30 de marzo de 1793, en la casa grande del finado don Clemente López, situada en la acera norte de la calle Santa Lucía (hoy Sarmiento), doña Agustina López de Osornio, esposa del joven militar León Ortiz de Rozas, daba a luz a su primer hijo varón. El alumbramiento de un varón, ansiosamente esperado, colmó de gozo al padre, gallardo teniente de la quinta compañía del segundo batallón del regimiento de infantería de Buenos Aires.

La noticia se propagó en el barrio, llevada quizás por el pulpero don Ignacio y el mulato José, el sastre, vecinos de la cuadra. Las negras Feliciana, Damiana, Pascuala, Teodora y demás esclavas, y la india libre Juliana, criadas de la casa, se agolpaban en el vasto patio, impacientes por penetrar en la alcoba de la amita y conocer la criatura. En cuanto al párvulo rompió a gritar desaforadamente, señal de que venía con fortaleza al mundo, su padre don León se puso chupa, calzón azul y casaca con botones blancos, vuelta y collarín encarnados, y vestido así con el uniforme de infantería, fue al cuartel en busca del capellán de su batallón para que bautizara enseguida al recién nacido. Como estuviera ausente su capellán, y nadie diera razón de él en ese momento, llamó al del batallón tercero, doctor Pantaleón de Rivarola.

El teniente pensaba que el vástago de un Ortiz de Rozas debía, el primer día de su vida, ser ungido a la vez católico y militar, y por ello se empeñó en que fuera castrense el sacerdote que pusiera óleo y crisma a la criatura. La ceremonia se realizó, dándose al niño el nombre de Juan Manuel José Domingo, según se asentó en el acta. En la casa de López de Osornio no se había disipado la sombra de la tragedia que, años antes, azotó y horrorizó aquel hogar: el viejo don Clemente, rico hacendado, padre de Agustina, y Andrés su hijo mayor de veinte y seis años, fueron asesinados por los indios en un malón que éstos llevaron, el 13 de diciembre de 1783, contra la estancia “El Rincón de López” en las llanuras desiertas del sud, sobre el Salado y el mar. Don Clemente López de Osornio encarnó, en la segunda mitad del siglo XVIII, el tipo rudo del estanciero militar que pasó su vida lidiando para conquistar palmo a palmo la pampa y dominar a los salvajes infieles.

Fue sargento mayor de milicias, caudillo de los paisanos y cabeza del gremio de hacendados, de quienes tuvo durante muchos años la representación con el cargo de apoderado ante las autoridades del virreinato. Don Clemente, ya anciano trabajaba como un mozo, con su hijo Andrés, en las ásperas faenas rurales jineteando redomones y arreando vacas chúcaras, a campo traviesa, entre paja brava y cardizales, pantanos y lagunas. Tenía setenta y cinco años cuando, entregado a esas recias labores, fue lanceado y degollado, con su hijo, por la maloca salvaje. La imagen de la lucha con los bárbaros era familiar no sólo a doña Agustina López de Osornio, sino también a don León Ortiz de Rozas.

Don León provenía de limpia cepa de militares y de funcionarios españoles. Los Ortiz de Rozas, de raza hidalga oriunda del Valle del Soba, provincia de Burgos, ocuparon siempre los primeros puestos en aquel valle, sea como regidores y magistrados, sea como guerreros, y formaron parte de esa aristocracia rústica y pobre, generosa de sangre, que consagró su vida con acendrado fervor al servicio de su fe y de su rey. León, en cuanto cumplió diez y nueve años de edad fue nombrado, el 30 de abril de 1779, subteniente del regimiento de infantería de Buenos Aires, en el que su padre era capitán. En aquellos días acababa de regresar en una fragata, de la expedición a la bahía Sin Fondo de la Patagonia , don Juan de la Piedra quien, después de sufrir toda suerte de penurias, abandonó la empresa, fue suspendido por orden del virrey Vértiz, y enviado a España.

León Ortiz de Rozas, que ansiaba realizar hazañas, pidió se le alistara en alguna expedición a esas regiones. De la Piedra hizo degollar a una partida de hombres, mujeres y niños del cacique Francisco, y se dirigió hacia la Sierra de la Ventana para a atacar a las tribus de toda esa región que se habían reunido en guerra contra los cristianos; pero fue cercado y derrotado, cayendo en poder de los bárbaros los oficiales León Ortiz de Rozas, Domingo Piera y fray Francisco Javier Montañés que desde 1783 era capellán en el establecimiento San José de la Patagonia y que se había agregado a la expedición de la Piedra. El cautiverio de don León y de sus compañeros fue lleno de zozobras, y habrían perecido, de seguro, si un hermano del cacique Negro no hubiese estado, en calidad de prisionero, en poder del virrey marqués de Loreto. La esperanza de recobrarlo por medio de un canje indujo a los indios a respetar, esta vez, la vida de sus enemigos.

León, liberado del cautiverio, se había captado la amistad de los principales caciques y difundido la simpatía del nombre de Rosas entre las tribus, regresó a Buenos Aires con la aureola heroica del cautiverio, llevando en su espíritu la visión salvaje de la vida y de la lucha en las pampas.

Tradicionalismo y catolicidad marcaron desde la cuna la existencia de Rosas, acostumbrado a vivir alternativamente en el campo y la ciudad, domador de potros chúcaros en la infancia y de malones desorbitados; junto a su madre. Voluntarioso y dominante. Como su madre, su carácter no se doblegaba ante el rigor de los castigos que doña Agustina le infligía por sus travesuras.

Carlos Ibarguren

domingo, 29 de marzo de 2009

Reflexiones cuaresmales


EXCELENCIA DE LA MORTIFICACIÓN

Desde el punto de vista negativo, la mortificación constituye el gran remedio contra el pecado y sus consecuencias; y desde el punto de vista positivo, es una condición fundamental para alcanzar el doble fin de nuestra vocación: la perfección personal y la fecundidad apostólica.

EFECTO NEGATIVO: LA MORTIFICACIÓN
ES EL GRAN REMEDIO CONTRA EL PECADO


En efecto, la mortificación, por una parte, nos cura del pecado y de sus consecuencias; y, por otra parte, nos preserva de él en el futuro.

1º) La mortificación nos cura del pecado y de sus consecuencias. — Todo pecado comporta un triple desorden, al cual la mortificación pone remedio:

a) Imprime en nuestra alma una mancha que la afea a los ojos de Dios; ahora bien, la mortificación, bajo forma de recurso a la penitencia, borra esa mancha por la virtud de la Sangre de Jesucristo;

b) Tiende a fortificar una mala inclinación del viejo hombre;
ahora bien, la mortificación constituye una reacción saludable contra esta desviación, imponiéndose una pena en aquello en que antes buscó un placer desordenado;

c) Acrecienta nuestras deudas, que debemos pagar en esta vida o en la otra;
ahora bien, toda mortificación ofrece a Dios una reparación por el gozo culpable buscado en el pecado.


2º) La mortificación preserva del pecado en el futuro. — En efecto, el ejercicio asiduo de la mortificación somete la carne al espíritu, nos asegura un imperio cada vez mayor sobre nuestras malas inclinaciones, y nos hace más fácil la victoria en el momento de la tentación. El soldado que no deja de ejercitarse en el tiempo de paz podrá afrontar con éxito la lucha en el tiempo de guerra.

EFECTO POSITIVO: LA MORTIFICACIÓN
ES UN GRAN MEDIO DE PERFECCIÓN
Y DE APOSTOLADO


1º) La mortificación es una condición indispensable de avance en la santidad. — Nuestros progresos en la santidad son el resultado de dos factores: la gracia de Dios y nuestra buena voluntad. Ahora bien: por una parte, la voluntad se forja sobre todo por la mortificación, activa y pasiva; y, por otra parte, los actos de mortificación, considerados como sacrificios o actos de religión por excelencia, tienen un gran poder sobre el Corazón de Dios y constituyen el medio más eficaz para alcanzarlo todo de Él, como las Sagradas Escrituras y la experiencia lo demuestran. La mortificación, al forjar de este modo la voluntad, y al acrecentar el canal de gracias actuales, hace más generosas y más meritorias, al mismo tiempo que más fáciles, la práctica de la virtud y el cumplimiento de nuestros deberes. Toda virtud sobrenatural y todo deber se basan en la mortificación, en el esfuerzo, en la renuncia a sí mismo.

2º) La mortificación, condición fundamental de fecundidad apostólica. — Al llamarnos al apostolado, Jesús nos invita, no sólo a una colaboración de acción y de oración, sino sobre todo a una colaboración de inmolación y de sacrificio de nosotros mismos. De todos los géneros de apostolado, el más fecundo es el del sacrificio; porque la Redención, que es la obra de apostolado por excelencia, está basada sobre la cruz. Por eso todas las grandes obras de Dios y de su Iglesia están siempre fundadas sobre la cruz, y fecundadas por la cruz. Sólo por la mortificación quedaremos unidos íntimamente a Jesús Víctima y seremos transformados en instrumentos útiles, eficaces y fecundos, de redención y apostolado.

MEDIOS PARA CULTIVAR
EL ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN


Para adquirir y desarrollar el espíritu de mortificación, es necesario:

1º) Pedirlo asiduamente a Dios, y multiplicar los actos;

2º) Renovarse en ese espíritu cada día, desde que uno se levanta, y con ocasión de algunas prácticas cristianas, como la Santa Misa, la Comunión, el Vía Crucis y otras;

3º) Alimentar el amor a Dios, a Jesucristo y a María, pues nada cuesta al que ama.

PEDIR A DIOS EL ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN,
Y AL MISMO TIEMPO MULTIPLICAR LOS ACTOS


1º) El espíritu de mortificación o de sacrificio es ante todo, como toda virtud sobrenatural, obra de la gracia; por eso hay que sacarlo cada día de su verdadera fuente, el Corazón de Jesús, por la intercesión de María, mediante la oración.

2º) Al mismo tiempo es necesario colaborar con la gracia de Dios, multiplicando los actos de mortificación. Estos actos pueden ser de diversas clases:

a) Mortificaciones queridas por Dios, o mortificaciones del deber de estado: es todo lo que hay de penoso y de crucificante en lo que Dios nos impone por sus mandamientos, por la Regla, por los deberes de estado. Cumplir con puntualidad, exactitud, buen humor y espíritu sobrenatural el deber de estado, [y, para los religiosos:] observar la Regla, vivir bien la vida de comunidad, es, sin lugar a dudas, la penitencia más agradable a Dios y la que más nos santifica.

b) Mortificaciones permitidas por Dios, o mortificaciones de providencia: son las que proceden de los acontecimientos, circunstancias y medio en que nos toca vivir, y que Dios permite para nuestro bien: las enfermedades del cuerpo, las tentaciones, las sequedades, las desolaciones y todas las pruebas de la vida espiritual, la intemperie de las estaciones, el frío, el calor, y todas las ocasiones de sufrir que puedan venir de parte del lugar y del clima en que se vive, las casas en que se habita, las personas con que se está, los acontecimientos o sucesos fastidiosos, las aflicciones de todo tipo, vengan de donde vengan. Este tipo de mortificación es muy agradable a Dios, porque es enteramente conforme a su santísima voluntad. “Un golpe que viene de la mano de Dios vale más que mil penitencias voluntarias” (Padre Faber).

c) Mortificaciones de nuestra elección, o mortificaciones voluntarias, que nos imponemos nosotros mismos por amor a Dios, con miras a dominar al viejo hombre o a asociarnos al sacrificio de Jesús: ayunos, abstinencias, guarda de los sentidos, disciplina, etc. Son provechosas cuando hacemos uso de ellas con discreción, con el permiso del director espiritual, y a condición de que aprendamos antes a ofrecer las que Dios nos envía por nuestro deber de estado o por su providencia.

RENOVARSE FRECUENTEMENTE
EN EL ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN
POR MEDIO DE CIERTAS PRÁCTICAS COTIDIANAS


Podemos servirnos, entre otras prácticas, de las siguientes:

1º) El levantarse. — Es importante que, desde que nos levantamos, domemos al viejo hombre, dando a este acto prontitud, generosidad y espíritu sobrenatural. Este primer momento decide, en gran parte, del valor de la jornada: “Ofrece al Señor las primicias de tu jornada, pues ésta será toda de aquél que primero haya tomado posesión de ella” (Padre Chaminade).

2º) La Santa Misa y la Comunión. — Es bueno abarcar entonces con una ojeada lo que la jornada puede presentarnos de penoso, para aceptarlo anticipadamente con valentía y en unión con Jesús y María, con miras a continuar su sacrificio del Calvario.

3º) El Vía Crucis. — Todos los Santos han amado este santo ejercicio y han visto en él el medio de renovar el espíritu de mortificación en su verdadera fuente.

4º) La señal de la cruz. — Al signarse con esta señal sagrada, el religioso profesa que es víctima clavada en la cruz todos los días de su vida, para continuar, a imitación de tantos santos, la oblación y el sacrificio de Jesús; oblación y sacrificio realizados entre las manos de María, y como por el ministerio de María, siendo nuestra Regla el ritual de esta inmolación incesante.

5º) En las comidas. — No levantarse nunca de la mesa sin haber ofrecido una pequeña penitencia, por pequeña que sea, con el fin de no olvidarse del espíritu de mortificación en el momento en que nos sentimos inclinados a dar más concesiones a nuestra naturaleza.

6º) Cuando un deber cuesta a la naturaleza. — Es una preciosa ocasión para renovarnos formalmente en el espíritu de sacrificio, y para pedir a Jesús y a María que lo aumenten en nosotros.

7º) Cuando un deber agrada a la naturaleza. — Hay que entregarse entonces a ese deber, no para satisfacer al viejo hombre, sino con la intención formal de conformarse con la voluntad de Dios, con miras sobrenaturales.

ALIMENTAR UN GRAN AMOR
A JESUCRISTO Y A MARÍA:
MEDIO POR EXCELENCIA PARA
CULTIVAR EL ESPÍRITU DE MORTIFICACIÓN


En efecto, como dice San Agustín, “ubi amatur, non laboratur; et si laboratur, et labor amatur”.

1º) El amor de Dios va siempre acompañado del odio a nosotros mismos, es decir, al viejo hombre que hay en nosotros. Jesucristo mismo formula esta ley: “Quien no aborrece su misma vida, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14 26). En efecto, el viejo hombre es la fuente primera y principal del pecado. Ahora bien, el pecado es el mal de Dios, a quien ofende, a quien crucifica, cuya obra destruye. Por eso no podemos amar a Dios con sinceridad sin odiar al viejo hombre que es, en nosotros, el enemigo mortal de Dios. “El odio de sí mismo es la otra cara del amor a Dios” (Monseñor Gay).

2º) El amor de Dios, si es perfecto, va hasta el amor de las cruces. — El amor de las mortificaciones y de las cruces es la mejor manifestación de amor a Dios: “Padeciendo se aprende a amar” (Nuestro Señor a Santa Gema Galgani); y es también el secreto para hacer más ligero su peso, y aumentar su valor a los ojos de Dios: “Dios ama al que da con alegría” (II Cor. 9 7). Llegaremos a amar las cruces por Dios si, mediante una fe viva, sabemos ver en ellas:

a) La mano de Dios, que nos ofrece o nos impone esa cruz, como testimonio del amor de predilección que nos tiene: así es como Él ha tratado en este mundo a sus seres más amados: Jesús, María, los Santos;

b) El crucifijo, o Jesús crucificado: viéndolo sufrir tanto por amor nuestro, ¿cómo podrÌamos no sufrir de buen grado por amor a Él?;

c) El sagrario, o Jesús Hostia: por su presencia permanente y por la comunión diaria, viene a continuar en nosotros su vida de hostia, de víctima, y a dar a nuestras más pequeñas cruces del día el valor y la fecundidad de su sacrificio del Calvario;

d) María, nuestra Madre: así como Ella se encontró con Jesús cargado con la cruz, del mismo modo se encuentra con cada uno de nosotros, no para descargarnos de la cruz, sino para consolarnos, sostenernos y acompañarnos hasta el término de nuestra subida penosa del Calvario, es decir, hasta el término de nuestra vida;

e) El cielo: cuanto más habremos sufrido en esta vida, con Jesús y María, por Dios y por las almas, tanto más gozaremos con ellos en el cielo.

Padre José María Mestre

viernes, 27 de marzo de 2009

Así escribía Hugo Wast


EL ADMIRABLE CURA BROCHERO
MODELO DE APÓSTOL

La Leyenda

El 16 de marzo de 1840 nació en la villa de Santa Rosa, del Río Primero (en la provincia argentina de Córdoba) José Gabriel Brochero, que había de ser el famoso cura de San Alberto.

“El señor Brochero” como se lo llamó siempre, ha entrado en la historia por la graciosa puerta de la leyenda. Antes de saber quién era, el público, no sólo de Córdoba, sino de toda la Nación, conocía anécdotas, dichos, episodios de su vida, algunos auténticos y muchos inventados.

Ha sonado ya la hora de situar esta gran figura de santo criollo en su verdadero marco histórico, mientras llega el día de venerarlo en los altares. Los más se imaginan que fue un simple cura rural, inculto y desarrugado en los modales, buen jinete y capaz de decirle malas palabras al gobernador y al presidente de la república; un caudillo de sotana, empeñado en una labor materialista, que se ganaba la voluntad de aquellos “gauchos bozales” entre quienes vivía, con cuentos de chalán y con beneficios de político lugareño: caminos, ferrocarriles, escuelas, amén de alguna capilla y de no pocos asados con cuero.


El apóstol

Todo eso, que puede ser cierto, es apenas una parte de la historia externa del famoso cura de San Alberto. Hay que decir la verdad. Brochero fue exclusivamente un apóstol, un ardiente evangelizador de los pobres, que hubiera mandado al diablo sus instrumentos de apostolado, sus caminos, sus ferrocarriles, sus escuelas, y hasta la célebre mula malacara en que anduvo miles de leguas por abruptas serranías y desiertos impresionantes, en cuanto hubiera advertido que eso no servía a su único propósito: ganar almas para Dios.


Los Ejercicios Espirituales
como medio de apostolado


Y si no se ha penetrado la verdadera vocación de su vida, menos se ha advertido la extraña herramienta espiritual que utilizó. ¿A quién podría ocurrírsele que el mejor medio de convertir aquellos hombres y mujeres de las sierras, rústicos, recelosos, y a menudo analfabetos, fuesen los sutiles Ejercicios de San Ignacio?

Este recurso heroico, que comienza con un encierro de ocho o nueve días para realizar severa penitencia y que es difícil de aplicar a la generalidad de las gentes, ni siquiera en las grandes ciudades, donde hay más inteligencia del asunto y predicadores expertos, y casas adecuadas, con las comodidades indispensables, Brochero lo implantó desde 1878 en el Tránsito, aldehuela prendida en la falda occidental de las Sierras Grandes, al otro lado de la Pampa de Achala, en una región que no se comunicaba con el resto del mundo sino por dificilísimos caminos de herradura.

¿Cómo se le ocurrió al cura de San Alberto la idea de implantar los Ejercicios de San Ignacio y cómo la llevó a la práctica? Refieren que el Niño-Dios mismo le mostró en sueños el lugar indicado donde había de construir su edificio. Sería interesante recoger un día las versiones que aun corren de los sueños que tuvo.


Un poco de historia.
El joven cura de San Alberto


Había nacido —como dijimos— el 16 de marzo de 1840. Tenía, pues, 29 años cuando en 1869 se hizo cargo del curato del departamento de San Alberto, con sus quinientas leguas de serranías indómitas y casi desiertas, y una mísera capilla de techo de paja, situada en San Pedro, la población principal. Pronto había recorrido en mula todo su feudo, y empezaba a conocer a sus feligreses… muchos de ellos primera vez en su vida veían un hombre de sotana.

Los visitaba para saber sus necesidades y los invitaba a ir los domingos a la misa, donde él les platicaba con lenguaje pintoresco y transparente. Muchos accedían y consentían en cubrir la distancia de ocho, diez, quince leguas, que los separaba de San Pedro. El joven cura iba ganándolos, y no tardó en ver que su capilla era muy pequeña para la concurrencia de los domingos; y se puso a la obra de construir una verdadera iglesia.

Y como el apetito viene comiendo, y muchos de sus feligreses realizaban largas peregrinaciones sin más objeto que asistir a misa, se le ocurrió invitarlos a ir a la ciudad de Córdoba, para pasarse unos días de penitencia en la Casa de Ejercicios que allí existe.


Caravanas de ejercitantes

La proposición ahora nos parecerá inconcebible. ¿Cómo abandonar ocupaciones, hogares, familias; transponer treinta leguas de cordillera, en pleno invierno, cruzar desiertos o páramos nevados, en que ni los pumas ni las águilas encuentran su alimento? Y la invitación se hacía a todos, hombres y mujeres, y el joven sacerdote se comprometía a guiarlos él mismo, montado en su mula, como un San Bernardo, predicador y guía de esta rara cruzada.

Tiene fe ciega en los prodigiosos resultados de los Ejercicios Espirituales. Desde los tiempos en que era seminarista los conoce por experiencia propia, y ahora que es cura de almas, son su permanente obsesión. Sabe que nada se opone tanto a la vida espiritual como el hecho casi trivial de que nadie se desprende, ni siquiera por un día, de los cuidados temporales; nadie se zambulle enteramente en una atmósfera de libertad absoluta que le permita poseer su corazón al menos durante una hora.

Dos veces cada año condujo numerosísimos grupos de jinetes, hombres y mujeres, por arriba de la Pampa de Achala, nevada con frecuencia, pues era en los meses de julio a agosto. Marchaban lentamente, por caminos de cabras, el día entero, y de noche acampaban al raso, bajo la palpitante y helada luz de las estrellas, alrededor de hogueritas menguadas, porque la leña escasea mucho en la región.


Casa de Ejercicios en El Tránsito

Como fuesen cada año más numerosos los que se alistaban para aquella inverosímil cabalgata, de cincuenta o sesenta leguas en redondo, después de la iglesia pensó en construir una casa para hacer los Ejercicios en el Tránsito, otra aldea de su curato. Puso manos a la obra. Fue una construcción sencilla y barata, pero de grandes medidas: una capilla, muchas habitaciones y un gran comedor de 60 varas de largo.

Formando cuadro con ella edificó otra, de 48 varas por 100, para colegio de niñas, y trajo de Córdoba a las monjas Esclavas del Corazón de Jesús, a quienes encomendó el cuidado de ambas. La fama del Colegio y de la Casa de Ejercicios se difundió por toda la región y acudieron colegiales y ejercitantes de los más remotos lugares de la provincia de Córdoba y aun de la de San Luis y de La Rioja.

Brochero era ya hombre de inmensa popularidad. Fue tal su alegría cuando se abrieron los cimientos de la Casa de Ejercicios, que quiso poner él mismo la primera piedra, y previendo la oposición del infierno contra el edificio del que esperaba tantos frutos, la arrojó con brío, como si con ella aplastase la cabeza de una serpiente, y exclamó: “¡Te fregaste, diablo!”


Cien mil ejercitantes en sesenta años

La inauguró en el invierno de 1878 y tuvo que dividir a los ejercitantes en cinco tandas, pues pasaron de 3.000. Al año siguiente fueron ocho tandas, con más de 4.000.

Ya han transcurrido más de sesenta años y todavía funciona aquel prodigioso mecanismo en el caserón primitivo, harto destartalado ya. No menos de 100.000 personas han “tomado” (como allí dicen) los Ejercicios Espirituales más severos que puedan imaginarse, en esa aldehuela de escasísima población. Nada más pintoresco, y a las veces nada más extravagante, que los medios de que se valió el cura de San Alberto para propagarlos.


El “Gaucho Seco”:
conversión de un bandolero


Había en las Sierras Grandes, allá por 1887, un gaucho malo, jefe de bandoleros, famoso por sus robos y crímenes. El señor Brochero se empeñó en hacerle "tomar" los Ejercicios al "Gaucho Seco”, y fue a buscarlo en su escondrijo como quien busca a un puma en su cubil.

De entrada, no más, le dijo que iba a curarle la lepra de que estaba cubierta su alma. El Gaucho Seco oyó estupefacto semejantes palabras y tuvo curiosidad de asistir a unas ceremonias tan extrañas, de que hacía diez años se hablaba tanto en el país.

Una mañana del frío mes de agosto llegó al Tránsito, montado en una mula zaina, guiado por el cura, que montaba su invariable mula malacara, y seguido a cierta distancia por otros dos jinetes que le guardaban las espaldas.

– Vamos a ver – dijo el Gaucho Seco, apeándose a la puerta de la Casa de Ejercicios – cómo se me va a curar la lepra del alma.

Desensilló, entregó la mula a su lugarteniente, y llevando en sus brazos el apero que sería su cama durante ocho días, siguió a Brochero, que le hizo cruzar dos patios y palmeándole la espalda le indicó una habitación, donde dormiría con una veintena de hombres de su laya.

Más de setecientos paisanos habían llegado ya para esa tanda. Todos miraban, no sin recelo al Gaucho Seco, que pasaba arrogante entre ellos, haciendo sonar sus espuelas y arrastrando la cincha de su silla de montar, cubierta por ricos pellones.

Sólo se oía el ruido de aquellos pasos y de aquellas espuelas. Un silencio imponente dominaba a la extrañísima reunión.

– ¡Vamos a ver el milagro! – dijo para sí con sorna, arrojando sobre la tierra empedernida el copioso apero.

Sonó entretanto una campanita agitada por la mano de un viejo; y todos silenciosamente lo siguieron sin saber a dónde, y el “Gaucho Seco” detrás de ellos. Entraron en la capilla, que se hallaba a oscuras, no obstante ser de día, alumbrada escasamente por algunas velas de sebo y la mariposilla del Sagrario. Un sacerdote de negra sotana empezó a hablarles. Nadie más que él hablaba. El silencio era absoluto y comprimía hasta el latido de las sienes.

Del patio llegaba un olor a carne asada. El señor Brochero les preparaba el primer almuerzo en fogatas al aire libre. Terminó la plática y hubo rezos y cánticos. El Gaucho Seco asistió sin aburrirse, pero sin comprender ni los cantos, ni los rezos, ni las pláticas.

Sonó otra vez la campana y salieron a almorzar. Siempre el mismo silencio impresionante. A lo sumo, el ruido de un cuchillo, uno de esos largos y filosos cuchillos de los gauchos, que cortaba un hueso. Después cebaron mate, alrededor de anafes de barro cocido, en que se iban durmiendo rojas brasas de algarrobo. El Gaucho Seco, vencido por las ganas de tomar mate, se allegó a un grupo y aceptó que lo convidaran, sin atreverse a pronunciar una palabra, tan plúmbeo e imperioso era el callar de la muchedumbre.

De nuevo la campana, y el moverse en filas de la concurrencia, y el acudir a la capilla, y de nuevo la plática y los rezos y los cantos. Después, de nuevo a sus piezas, desnudas y frías, donde calentaron los estómagos vacíos con algunos mates, y se acostaron vestidos sobre sus aperos, en la tierra, pues, no había camas, ni las necesitaban personajes como ellos. Al alba, otra vez la campana, las mismas distribuciones y el mismo silencio.

Más que las pláticas de los dos jesuitas que sucesivamente les hablaban, llamaban la atención del “Gaucho Seco” las coplas que se cantaban, y cuyo trascendental sentido había comenzado a percibir: Perdón, ya mi alma / Sus culpas confiesa; / Mil veces me pesa / De tanta maldad. / Perdón, oh, Dios mío / Perdón y piedad...

¿Era, pues, cierto, era posible que Dios lo perdonase a él? ¿Era, pues, verdad que otros muchos, tan cargados como él de crímenes, habían encontrado misericordia al pie del Crucifijo?

Al tercer día el Gaucho Seco se azotó con furia los recios lomos y al sexto día se arrodilló sollozando a los pies de un misionero, que lo envolvió en el poncho de lana para que otros no lo viesen llorar.

– ¡Cayeron, mi curita, las escamas de la lepra! Hoy es el día de mi nacimiento.

Al otro año el Gaucho Seco volvió a los Ejercicios trayendo a catorce paisanos más que querían también hacer el maravilloso experimento de nacer de nuevo.


Santas recomendaciones

El último día de los ejercicios el cura los despedía con una carne con cuero y un sermoncito de este jaez: "Bueno; vayan no más, y guárdense de ofender a Dios volviendo a las andadas. Ya el cura ha hecho lo que estaba de su parte para que se salven, si quieren. Pero si alguno se empeña en condenarse, que se lo lleven mil diablos...”


Benefactor y Santo

La obra de José Gabriel Brochero fue inmensa. Murió a los 73 años, el 26 de enero de 1914. Aunque, por decreto justiciero del gobernador Cárcano, el Tránsito lleva ahora su nombre y hay en la plaza del pueblo una estatua suya de bronce, todavía su país no ha reconocido en él a uno de sus más grandes benefactores. Algún día se escribirá su hermosa historia y veremos cómo se ha cumplido en él las palabras del profeta Daniel: “los que hayan conducido a muchos a la santidad serán como las estrellas, eternamente y siempre”.

Hugo Wast

El 28 de marzo de 1962, en Buenos Aires, el gran Hugo Wast entregó su alma a Dios. Fue revestido con la sotana y la faja de la Orden Jesuita para ser enterrado. El Padre Guillermo Furlong S.J. celebró la Misa de cuerpo presente en el Colegio del Salvador.

jueves, 26 de marzo de 2009

Cinematográficas


CLINT EASTWOOD:
ESA VIEJA VÍBORA

Gran Torino, 2008
Director: Clint Eastwood.
Guión: Nick Schenk, Dave Johannson.
Intérpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her.

A primera vista, esta es una excelente película.

A segunda vista, es una película muy anticatólica.

“La primera impresión es la que cuenta”, decía una vieja publicidad de algo. Es una falacia. Y esta película, si nos enseña algo —y eso lo destacamos— es que hay que hurgar un poco más a fondo para conocer algunas cosas, aunque, tratándose de cine, todo está a la vista. Se trata, entonces, de prestar un poco de atención.

La película está muy bien escrita, pero eso no debe sorprendernos, los norteamericanos tienen una larga escuela y aun los desconocidos o debutantes saben lo que deben hacer, eso está en los manuales. Están las simetrías que pautan el relato, la perfecta exposición, el clímax cuando debe estar, la perfecta progresión dramática, la buena inclusión de los personajes secundarios, los momentos de humor en su debido lugar, cada cosa en su sitio. Eastwood, en tanto director, sabe bien dónde poner la cámara, cuándo hacer el corte, cuándo hacer mover a los actores y cómo deben actuar. Eso tampoco es novedad. Se le llama oficio y buen ojo. El problema es muy otro. Se llama “filosofía de vida” o cómo vivir según una moral de repuesto, para cumplir la cual es innecesaria la Iglesia Católica. Más aún: la salvación no puede darla la Iglesia Católica, nos dice Eastwood. Y lo dice de una manera tan inteligente cuanto engañosa. Pero quienes seguimos desde hace tiempo los derroteros de su carrera hemos comprendido hace mucho tiempo que se trata de alguien políticamente muy correcto.

La película abre con una escena atrapante, en especial para nosotros los católicos. Un viejo señor norteamericano de origen polaco, Walt Kowalski (Eastwood), de pie en una iglesia católica, junto al ataúd donde yace su difunta esposa. Una ceremonia religiosa a la que asisten los deudos, la mayoría de los cuales, entre ellos los dos hijos de Kowalski, nueras y nietos, en actitud irrespetuosa y provocativa, con ropas indecentes para una ocasión semejante y en especial para estar dentro de una iglesia. Esto provoca la ira despreciativa del viejo Walt. El sacerdote, jovencísimo, da un sermón oportuno para la ocasión, aunque no elige las mejores palabras, por cierto. Sus palabras son cortadas enseguida porque, al parecer, para el tema de la película no interesan demasiado.

Esta primera escena, entonces, nos presenta a un personaje aparentemente “conservador” o “tradicional”. La segunda escena, la recepción en la casa tras el entierro —que no se muestra— el personaje de Kowalski se nos manifiesta aun más “simpático” en su soledad, incomprendido por sus hijos, nietos, etc., para quienes sería un “ultraconservador”, “rígido”, “anticuado”, “viejo vinagre”, etc. La cosa se empieza a complicar cuando aparece el cura (un curita joven inexperto y sin carisma). Ahí ya Kowalski declara con acritud, diríase odio —acentuado seguramente por la situación que le toca atravesar— que no cree en la Iglesia ni en los curas ni en confesiones, pues para eso lo va a ver el cura, porque la difunta esposa le hizo prometer que lo haría confesarse. Afirma además que sólo iba a la iglesia por la esposa. De allí en más, entonces, no volverá.

Pero atención: no criticamos al personaje ni a la película por esta escena, sino por cómo Eastwood plantea aquí un problema que finalmente no resuelve, antes bien, simula cerrarlo cuando en realidad su personaje no se reconcilia con la Iglesia Católica. Sí encontramos un notable ejemplo en la esposa fallecida, ejemplo ante el que Kowalski no reflexiona ni toma por guía de su vida.

Pero tratemos de definir mejor lo que es Kowalski, de acuerdo a como Eastwood nos lo presenta.

Kowalski puede ser tildado de “conservador”, en tanto deplora los cambios que para peor se han producido en su barrio, y por ende en su país. Prefiere los viejos autos “americanos” a los nuevos vehículos japoneses, y el hecho de haber trabajado durante muchos años en Ford, haber combatido en Corea, y tener una inmaculada bandera de los Estados Unidos en el porche de su casa, no hacen más que reafirmar este carácter de alguien que vive según ciertas pautas culturales que se niegan a morir. En ese sentido Kowalski vive según una tradición, pero una tradición cultural osificada y limitada a valores que no pueden ser transmisibles sin perder algo a cambio, sin tener que ponerse al día.

Pero la tradición de Kowalski, con ser algo conforme a unas reglas morales claras, es una tradición más muerta que viva. Lo que no se dice es porqué está más muerta que viva, como el barrio venido a menos o como las relaciones entre los vecinos, o como la misma iglesia. Es una tradición que se muere porque no está revitalizada por la Religión. Al decaer la moral decaen las costumbres, la convivencia y todo lo demás. Pero para ello antes debió decaer la Religión Católica.

Kowalski, como un norteamericano típico, es afecto a la cerveza, el béisbol y los autos. Con sus amigos sólo pueden decirse chistes o hablar chabacanamente, (caso peluquero, caso constructor). Siendo así, se comprende cómo le han salido los hijos. Diríase que Kowalski no es capaz de entender qué hizo mal para que sus hijos se hayan convertido en “Los Simpsons”. La primera respuesta que se nos ocurre es la religiosa, después vienen todas las demás.

Pero además, la vida de Walt se ha vuelto amarga porque no deja de mirar al pasado y todo lo que perdió. No tiene una mirada hacia el futuro ni, mucho menos, sobrenatural. Kowalski extraña a su vecino también polaco (en esa casa de al lado viven ahora los “chinos”); extraña a su viejo médico el Dr. Feldman (ahora lo atiende una doctora “china” llamada “Chu”). Pero no extraña a su viejo sacerdote, porque nunca —a pesar de ser católico— ha practicado la religión. Kowalski es más americano que católico.

Kowalski tiene ojo para ver cada signo o detalle de irrespetuosidad o irreverencia: la nieta mostrando el ombligo con un aro; el persignarse en broma del nieto; el cigarrillo tirado en su garaje; el auto japonés del hijo, etc. Sin embargo, no le llama la atención, no le molesta y no le protesta al sacerdote porque éste se presente en su casa y vaya a todos lados sin su clergyman (creemos que lo hace así porque la primera vez que se encontró con Kowalski, mostrándose con su clergyman, aquel lo echó), sino vestido como cualquiera. No se fija en ello porque no le molesta. No le molesta porque, como ya lo dijo, sólo iba a la iglesia por su esposa. No es un católico “practicante”, por eso mismo, tampoco un católico “pensante”. Le da lo mismo cómo vista el cura. Si Kowalski lo maltrata es porque se trata de un cura, no porque no lleve el debido atuendo. Kowalski no le da a entender que “con el Padre Sánchez Abelenda estábamos mejor” (pongo un ejemplo), sino que da a entender que “puedo pasarme sin los curas, así que déjenme en paz”.

El curita —que, repetimos, aparece siempre vestido “de civil”— aparece dos o tres veces en su casa y una vez hasta en un bar, para intentar convencerlo de que se confiese, porque “se lo prometí a su esposa”. Pero Walt siempre lo echa, tratándolo de forma irreverente y despreciativa. De golpe, el cura desaparece de la trama, ocurriendo entonces lo más jugoso del film, el nacimiento, desarrollo y consolidación de la relación de Walt con sus vecinos orientales “hmong”. Estupendo segmento del film donde se muestran las diferencias culturales —que son posibles de vencer—, la decadencia del vecindario, las distintas pandillas que lo asolan y el enclaustramiento de Kowalski en lo que parece ser un mundo perimido. La persistencia y terquedad de Walt están simbolizados en su lujoso y bien cuidado auto, el Gran Torino 1972. Pero eso lo veremos más adelante.

El cura desaparece de la película y vuelve a aparecer cerca del final, después de que han ametrallado la casa de los vecinos de Walt. La única finalidad de esa escena entre el sacerdote y Kowalski es mostrar que el cura está desorientado y no tiene ninguna respuesta, sólo atina a decir desconsolado —y con una lata de cerveza en la mano, detalle importante, ya asimilado al mundo de Kowalski, que se la pasa toda la película con lata de cerveza en la mano, cual Homero Simpson y, al parecer la mayoría de los (norte)americanos— sólo puede decir el cura ante lo que ha pasado que “no es justo”. Téngase en cuenta, además, que en el segundo o tercer encuentro con Kowalski el cura le dijo que él “trabajaba” con estas pandillas, supuestamente para “contenerlas” o “incluirlas” (palabra de moda, “inclusión social”), difícilmente para convertirlos, ¿a qué, si él no se anima a ser la imagen de la Iglesia Católica?

Tenemos que Walt Kowalski es un viejo gruñón y conservador, en el fondo de buen corazón, excepto cuando se trata de tener relación con la iglesia (bueno, tampoco se lleva bien con los negros, a los cuales, en la única escena en que éstos aparecen, los llama gorilas). Esto se debe a que guarda una culpa secreta y no vive en paz. El cura le habla en un momento —sin mucha convicción— de la confesión y de alcanzar por su medio la paz del corazón, pero no resulta convincente para Kowalski –ni para el espectador.

Cuando el cura, tras una pelea en la que intervino Kowalski, le pregunta por qué no llamó a la policía, Kowalski le responde sarcásticamente: “Recé porque aparecieran, pero nadie apareció”. Desde luego que Kowalski no cree en los rezos ni, digámoslo, se comporta nunca como si creyera en Dios.

El tema de la confesión es un gancho que hace avanzar la historia generando interés, porque desde el momento en que tres veces se insiste con el tema, sabemos que cerca del final Kowalski habrá de confesarse. Pero...

Walt no niega la Ley Moral, al contrario. Una escena excelente muestra cómo unos jóvenes orientales se burlan de una vecina, y cómo luego su joven vecino Thao se comporta de manera opuesta. Pero, en el caso de Kowalski, una violación voluntaria de su parte (en la guerra de Corea) le ha quitado la paz, lo perturba interiormente y lo vuelve malhumorado y agresivo con todo el mundo. Tiene una culpabilidad reprimida que le será revelada por un “shaman” hmong en la primera vez que lo vea. Ahí Kowalski se da cuenta que ese oriental lo conoce mejor que su propia familia.

Se entiende entonces que una gran motivo para esa forma de ser de Kowalski es ese pecado inconfesado que debe expiar. Y esto nos lleva a la escena más importante de la película, que es además la peor de todas, la escena de su confesión.

Kowalski no se va a confesar porque esté arrepentido de haber ofendido a Dios, ni porque crea que allí puede alcanzar la paz. No cree en la eficacia de los Sacramentos. Lo va a hacer antes de la escena final (donde sabe cómo va a terminar) porque eso es lo que quería su esposa. La escena es tremendamente fea por varias razones. Primero, la actitud del cura, que tras haberle insistido varias veces para que lo haga, ahora pareciera no querer recibirlo. Toma la confesión como un simple trámite, falto de comprensión, tacto y afecto para con el pecador. Kowalski, por su parte, no habiéndose confesado “desde hace siglos”, como le contesta ante la usual pregunta, tampoco sabe cómo confesarse, pero el que lleva el peso de la mala escena es el cura (de hecho, la cámara se queda siempre de su lado). Finalmente, tal vez porque el cura (que no cura nada) no lo ha sabido llevar, Kowalski deja un pecado mortal sin confesar (uno notorio, porque evidentemente deben haber muchos más). Cuando sale intercambia unas palabras con el cura, a quien le dice, entre la provocación y la ironía —sabiendo además que lo anima un deseo secreto— que ha encontrado la paz. Sabemos que no es así. Kowalski, tras ese “trámite”, se siente tranquilo más que nada porque ha cumplido lo que su esposa quería. Pero, de las ofensas contra Dios —que de eso se trata el pecado— nada. El pecado se toma como ofensa ante el hombre, no ante Dios.

La siguiente escena completa el asunto “confesión”. Nótese bien que Kowalski le confiesa ese su pecado, haber matado a un soldado coreano que quería rendirse, a su vecino Thao. Y lo hace en escena simétrica con la del confesionario: Kowalski de un lado, Thao encerrado en el sótano, y en el medio una rejilla, como la del confesionario que separaba a Kowalski del cura. La cámara esta vez del lado de Kowalski, que domina la escena. Tras esa “confesión”, debe ahora pagar por sus pecados, “inmolándose” en la siguiente escena.

Lo que hace Kowalski en el final NO ES un martirio, desde ya. Kowalski incita, provoca, convida a los pandilleros a que lo maten, simulando sacar una pistola. Los engaña, como engaña a los espectadores que, teniendo en cuenta que anteriormente (en la escena con los negros) hizo el mismo gesto, ahora habrá de repetirlo. En definitiva, es una incitación al pecado de los otros, para obtener así un bien mayor. Una vez más, “el fin justifica los medios”. De paso, Kowalski, que tiene una enfermedad terminal y sabe le queda poco tiempo de vida, se ahorra sufrimientos y soledad. Así mata dos pájaros de un tiro (o, si se quiere, sin tirar un solo tiro).

Una vez más constatamos los argumentos retorcidos con que el cine norteamericano viene a usurpar la sencillez evangélica, los caminos de la redención y la expiación. Luego de muerto se nos muestra a Kowalski tirado en el piso con los brazos en cruz, pero cabeza para abajo, en una cruz invertida. ¿Por qué se hace esto, acaso para imitar a San Pedro? ¡Vamos! ¿Quién le ha soplado esa ubicación de la cámara a Eastwood? Y que no se nos diga que antes de sacar su encendedor del bolsillo, Kowalski empieza a recitar un Avemaría, porque eso se usa precisamente para justificar ese “sacrificio” salvador del personaje. Insistimos: ¿Por qué se muestra al personaje formando una cruz invertida?

La película no está “contra los luteranos”, como escribió alguien, sino al contrario. Cuando la chica dice que por culpa de los luteranos fueron a parar allí, está diciendo que gracias a ellos pudieron escapar de los comunistas vietnamitas. Cuando Eastwood le responde “la culpa de todo la tienen los luteranos”, lo hace en broma. Como católico ya vemos que no le interesa ningún aspecto de la religión. Pero, personalmente, Eastwood siempre se manifestó cercano a los luteranos. Por ejemplo, en su filme “Poder absoluto” (1997), el personaje que interpreta se llama Luther, y se deja bien en claro que está a favor del “ojo por ojo, diente por diente” veterotestamentario. Acá intenta esa solución amenazando a uno de los pandilleros, pero se da cuenta de que ya no puede hacer las cosas de esa manera, por lo que opta por (siendo el personaje un polaco y, por lo tanto, “católico”), una especie de sacrificio que lo arregle todo. Ya vimos que si es noble el deseo de sacrificarse por los demás, no lo es la metodología usada. Se pone en el lugar de Dios para provocar él mismo la escena de su martirio, montando hasta los últimos detalles: corte de pelo, ropa nueva, el encendedor de Corea en la mano.

Hay también una autorreferencia de Eastwood a su personaje de Harry Callahan, quien solía hacerles un truquito (o una pregunta) a los criminales antes de matarlos. Con este final desmonta ese acto, demostrando que ya está viejo para jugar a ser esa clase de héroe. Creo que se acordó un poco tarde, diría que unos treinta años tarde.

Aclaración necesaria: no es que descreamos que el mundo católico que muestra Eastwood no sea así, ¡al contrario! Lo he padecido personalmente, antes de mi descubrimiento de la Tradición católica, y puedo decir lo que se sufre confesarse ante semejantes sacerdotes hueros de sapiencia o caridad (tanto jóvenes como viejos, lo mismo da, aunque, aparentemente, a los viejos les molesta confesarse con curas muy jóvenes y, a los jóvenes, con curas muy viejos). El estado calamitoso en que se encuentra la Iglesia da como resultado que curas como el de la película —bienintencionados pero torpes e ineficaces— sean legión. Pero Eastwood no critica esto desde el lugar del católico que quiere recuperar la verdadera religión. Su mirada no es católica. Eastwood no le muestra al espectador de cine la Iglesia modernista o “conciliar”, sino que le muestra lo que para él es la Iglesia Católica sin más, a secas, sin otra alternativa. Por eso el personaje Kowalski no le dice en ningún momento al cura que extraña la Iglesia de antes, la misa en latín, etc. Kowalski no extraña nada, Eastwood desacredita la eficacia santificadora del Sacramento de la Confesión, y dice que las soluciones pueden venir de unos vecinos paganos que portan otra tradición más eficaz. No hay para Eastwood —nunca la hubo en su cine— una mirada trascendente. Los personajes actúan por las suyas, sin la gracia de Dios, sin recurrir a la oración, obsesionados por la idea de hacer justicia (tal vez por eso pone en boca del cura esa línea de diálogo que antes cité). Y al final de sus filmes la justicia siempre vence sobre la tierra, con moño y todo, por la sola voluntad humana.

El auto de lujo es una imagen del mismo Kowalski, de cómo hubiera querido que todo permaneciese. Pero a uno le da que pensar que si ha pasado tanto tiempo dedicándose a pulir, arreglar y contemplar su brilloso auto esto nunca le dejó tiempo para educar como debía a sus hijos (es cierto, esto lo dice en su confesión, aunque no mete al auto de por medio). El auto es una especie de fetiche, aunque comprende hacia el final que debe pasarle la posta a su protegido Thao. Al prestarle el auto le estaría suministrando su universo con su forma de ver las cosas, a la vez que una personalidad.

Pero el auto pudo haber tenido un significado mejor, si Kowalski hubiera comprendido que era sólo una “cosa”, a la cual era posible sacrificarla. Por ejemplo: entregarlo a los pandilleros a cambio de la libertad de Thao, lo cual posiblemente debió ocurrírsele después del castigo que aquellos le infligieron al adolescente. En vez, la primera reacción de Kowalski es la paliza a un pandillero y la amenaza, lo cual traerá una serie de consecuencias peores, como el mismo Kowalski comprenderá.

Finalmente, el auto viene a ser una continuación de la vida del propio Kowalski en su heredero, para el cual, esa posesión será, además de un “tener”, un “ser”. Es una manera inteligente de utilizar un símbolo en un film inteligente y muy entretenido, pero, por lo que se ve, que vuela muy bajito, por entre las cosas de este mundo que resuelve de manera caprichosa para que el fácil esquema cierre perfectamente. Esto no es nuevo en los films de Eastwood, cuyo simple esquematismo encaja de tal manera que nunca deja ningún resquicio para el misterio. Por lo tanto, para Dios.

Lo que sí parece ser nuevo es el apoyo que este film ha obtenido de quienes creen ver un catolicismo en ciernes en quien ha demostrado palmariamente ser un director —como lo dije al principio— política y cinematográficamente correcto. Ahí están desde “Cazador blanco, corazón negro” y su héroe vividor para quien el único demonio es Hitler; su “Un mundo perfecto” y la reivindicación del anarquismo; su “Los puentes de Madison” y su melosa apología del adulterio más la “romántica” cremación de los cadáveres; su “Medianoche en el jardín del bien y el mal” y su encantamiento con el travestismo; su “Poder absoluto” y su visión simplista de la política; su “Deuda de sangre” y su vanidoso autoexhibicionismo; su “Jinetes en el espacio” y su humor chabacano y obsceno (como en esta película de ahora); su “La bandera de nuestros padres” y su negación del arquetipo del Héroe; su “Million Dollar Baby” y su fervor por el boxeo femenino y la eutanasia. En fin, films todos donde su mirada constante sobre el poder está enunciada desde el voluntarismo individualista rejuntado con el hedonismo de un actor que nunca ha dejado de lado esa cosa tan vergonzosa de tener que ser una y otra vez un “héroe”, pero donde se es tal porque se es un “rebelde”, eso sí, oscarizado.

Flavio Mateos


El de la izquierda es el cura. A Eastwood el estado actual de la Iglesia no lo entristece, antes le divierte.

miércoles, 25 de marzo de 2009

25 de marzo

ANUNCIACIÓN DE LA
SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

Y ENCARNACIÓN
DEL VERBO DE DIOS



Nota: La canción “Gratia Plena” corresponde a la obra “Cantares del Rosario”, compuesta e interpretada por nuestro querido amigo Don Ángel Luis M. Salvat, por cuya alma rogamos a todos una oración.

martes, 24 de marzo de 2009

Doctrina


24 DE MARZO:
TODO ES MENTIRA

Por enésima vez, ante propios y extraños, y sin asomo de hipérbole, ante la historia, repetiremos que fuimos impugnadores del Proceso, antes, durante y después de su estallido. En sendos tiempos y por motivos múltiples y bien distintos a los que esgrimen de consuno las izquierdas, los fariseos y el mundo. Opositores activos: eso fuimos; con registros documentales de nuestra solitaria toma de posición, y con gestos igualmente verificables, sean los protagonizados por quienes aún vivimos, o por quienes ya se han muerto. Pero es esta irrevocable congruencia la que nos otorga autoridad y libertad para decir lo que hoy se calla, en medio de la ruin vocinglería que pugna por condenar lo sucedido en el trigésimo tercer aniversario del 24 de marzo de 1976.

Se calla la criminalidad marxista que tomó las formas irregulares pero previstas de la guerra revolucionaria, desatada contra nuestro país como parte de la estrategia internacional de la insurrección comunista. Fue esta ofensiva, primera en el tiempo; después y como consecuencia, la reacción de las Fuerzas Armadas; y si de buscar causas eficientes anteriores se tratara, para explicar aquella roja embestida terrorista, aquí entre nosotros, al menos, habría que volver los ojos hacia la quiebra intencional del bien común causada por casi siglo y medio de liberalismo político dominante. El Régimen, que es la democracia liberal en acción, destrozó a la Argentina. A grupas de tamaña ignominia y cultivados por caldo tan maloliente, los marxistas y demás compañeros de ruta asomaron sus depredadoras furias. La reacción de las Fuerzas Armadas era tan legítima como necesaria; y se requería, además, que fuera tan briosa en sus actos bélicos cuanto diáfana en la doctrina con que sustentar aquéllos. En su lugar sobrevino el Proceso, paródica versión castrense del mismo mal regiminoso.

Existía y existe la recta doctrina de la guerra justa, y existieron soldados con porte de guerreros heroicos, caídos gloriosamente en combate unos, o sobreviviendo otros con sus cicatrices a cuestas, en el anonimato o la prisión. Si los altos mandos procesistas trocaron aquella doctrina por casuísticas inmorales, y si en pos de ellas algunos ultrajaron sus uniformes, ni lo uno ni lo otro, que execrable resultan, anulan la licitud de la lucha antisubversiva y el honor y la gratitud debidos a quienes se entregaron limpiamente a ella. Ni lo uno ni lo otro vuelven inocentes y paradigmáticos a los asesinos de la guerrilla, ahora en el disfrute pleno, rencoroso e impune del gobierno. Ni lo uno y lo otro nos autorizan a olvidar los gestos viriles de los que batallaron por Dios y por la Patria.

Cuando el 9 de marzo de 2006, el Brigadier General Eduardo Schiaffino, en servil y traidor alineamiento con sus genuflexos pares, declaró que “no hay solidaridad con el delito, con la tortura y con la cobardía”, debió entonces, en un gesto de coherencia, desenvainar su simbólica espada para atravesar con ella a sus mandantes que exigentes lo observan humillarse. ¿O la Garré y el Kirchner, o los cien nombres vergonzosos de este gobierno homicida, tienen las manos limpias del delito de sedición contra la Argentina, de vejámenes y torturas contra aquellos que secuestraban o asesinaban, y de la cobardía innombrable de atacar como lo hacían, ayer al acecho, en emboscadas torvas, y en la actualidad con la sevicia de un poder despótico e infame? Cuando el mismo Brigadier, tras los pasos inicuos de Godoy y de Bendini, o los de Balza otrora, cumple en repudiar “los excesos agraviantes a la dignidad humana”, debería asimismo, si congruo fuera en decoro, estrellar su repudio en los rostros canallescos del presidente y sus secuaces. ¿O no agraviaron ellos la dignidad humana cuando mataron a mansalva a civiles y militares, sin exceptuar niños o personas indefensas? ¿O no agravian ellos la dignidad humana en los días que corren, con sus políticas explícitamente anticristianas a favor de la contranatura y de la ominosa cultura de la muerte? Cuando, al fin, el aéreo jefe, repulsa a los hombres de su oficio por haber “dejado de lado los valores morales que históricamente fueron la fortaleza de la sociedad argentina”, debería extender la repulsa, si no fallase su hombría, a la clase política bajo cuyas órdenes ofrece tan fiero espectáculo de obsecuencia. ¿O esta lacra montoneril y erpiana que gobierna, sicaria por antecedentes, resentida y burdelesca, mentirosa e indocta, ordinaria y procaz, hedonista y frívola, hecha para el latrocinio y la sodomía, representa acaso la encarnadura de los “valores morales que históricamente fueron la fortaleza de la sociedad argentina”? ¿O tenemos que volver a probar que jurídica y éticamente es a los guerrilleros a quienes se les aplica primero el concepto de crimen de lesa humanidad? ¿O es que se pretende instalar la sinrazón de que los siete años del Proceso fueron una epojé infernal en un devenir de períodos históricos angelicales e incruentos?

Muchas cosas más se callan en este aniversario, declarado con demoníaco sarcasmo, Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. Nada nacional hay en los días del oficialismo, signado por la servidumbre al poder mundial del dinero. La memoria que ejercitan es una amnesia selectiva y tergiversadora, en virtud de la cual llaman hazañas a sus depravaciones. La invocada verdad es la falsificación intencional y sistemática de la historia, con peores ardides que los desplegados por la masonería decimonónica. Y la justicia es un tribunal compuesto por aborteros y mamarrachos contranatura.

Ni democracia ni dictablandas. Ni cipayos de overol, de levita o de uniformes. Ni militares emasculados ni la hez izquierdista. Hecha con Chesterton la salvedad semántica, según la cual, la revolución es dar la vuelta entera y regresar al Orden, a treinta y tres años del 24 de marzo de 1976, seguimos repitiendo lo mismo que escribimos entonces, con juveniles brazos, en las paredes de Buenos Aires: No al golpe liberal; sí a la Revolución Nacionalista.

Antonio Caponnetto

lunes, 23 de marzo de 2009

Vidas execrables


ANTECEDENTES
DE STRASSERA


El Dr. Strassera fue un comprometido Fiscal Federal del Proceso desde sus comienzos. Sé con precisión cuál fue la actuación del Dr. Strassera durante el Proceso porque en esa época yo me desempeñaba como Secretario de Primera Instancia del Juzgado en lo Criminal y Correccional Federal n° 3, a quien estaba asignada la Fiscalía Federal n° 3 de la que aquél era titular. Dicho funcionario visitaba diariamente mi despacho e intervino en todas las causas que tramitaron ante ese Juzgado durante los primeros años del gobierno militar, hasta que se modificó el sistema de relación con las fiscalías.

El Dr. Julio C. Strassera fue uno de los primeros fiscales federales designados por la Junta Militar compuesta por Videla, Massera y Agosti y juró su cargo entre bambalinas, pocos días después del golpe del 24 de marzo de 1976, antes de que se abrieran los Tribunales, cerrados e intervenidos por disposición de la Junta de Comandantes. Por supuesto que juró por los Estatutos del Proceso y por todo lo que se le pidió que jurara, sin reparo alguno.

Me consta, por haber intervenido en ellos como Secretario, que dictaminó infinidad de veces en los habeas corpus que se presentaban, pidiendo su rechazo, sin que se hubiese realizado la más mínima investigación, contrariando el criterio del Juzgado; y que jamás se apartó de las instrucciones que le daba la Procuración General de la Nación, que a su vez las recibía del Poder Ejecutivo. Y me consta que adhirió sin reservas a la doctrina de la seguridad nacional. Los habeas corpus de esa época y los archivos de dictámenes de la Fiscalía n° 3 contienen la prueba documental e irrebatible de lo que afirmo.

El Dr. Strassera se desempeñó como Fiscal Federal durante todo el período en que el entonces Almirante Massera integró la Junta Militar y luego fue ascendido a Juez de Primera Instancia, también durante el gobierno del Proceso.

El gobierno del Dr. Alfonsín lo promovió a Fiscal de la Cámara Federal y, como le tocó intervenir en los juicios que entonces se gestaron, se sometió, nuevamente sin reparos y con énfasis, a las instrucciones de las nuevas autoridades. Es decir, saltó impúdicamente de “Fiscal del Proceso” a “Fiscal de la Democracia” y en ambos casos bailó con entusiasmo los compases que sonaban.

El premio a tan dúctil desempeño fue una embajada ante un organismo internacional en Ginebra, en donde no se sabe qué hizo, salvo gozar de las prebendas de tan lustroso cargo. Y el castigo, su posterior lamentable aparición en los estrados, defendiendo lo indefendible con argumentos de mala entraña.

Indigna y duele pensar que hombres como éste, quizá, un día, irán a formar parte de la galería de los próceres de nuestra Patria.

Ricardo S. Curutchet

domingo, 22 de marzo de 2009

Catequesis dominical


LA LUCHA CONTRA EL PECADO O
LA RESISTENCIA A LAS TENTACIONES

Naturaleza de la tentación

Llamamos “tentación” a toda solicitación al pecado. En toda tentación podemos distinguir tres elementos:

1º) La sugestión, o idea del mal sugerida por el enemigo: de ordinario, suele ser una idea atractiva, acomodada a los gustos y tendencias desordenadas de nuestra naturaleza;

2º) La delectación, o placer que el hombre siente enseguida en la parte viciada de su naturaleza. Esta delectación puede ser doble: a) irreflexiva, cuando es instintiva, y acompaña a la sugestión adelantándose al acto de la razón; b) reflexiva, cuando es advertida por la razón;

3º) El consentimiento de la voluntad, por el cual el alma cede a la tentación y acepta el pecado propuesto.

La sugestión y la delectación irreflexiva constituyen la tentación propiamente dicha y no son pecado; sólo la delectación reflexiva y el consentimiento de la voluntad producen el pecado.

Causas o fuentes de las tentaciones

Las tentaciones provienen de tres causas o fuentes: la carne, el mundo y el demonio.

A. La carne

I. Qué hay que entender por “carne”. — Por “carne” entiende San Pablo nuestra naturaleza viciada, cuerpo y alma, tal como la recibimos de Adán después del pecado original por el nacimiento según la carne (Gal. 5 16-25). También la llama “hombre carnal” (1 Cor. 3 1-3), “hombre animal” (I Cor. 2 14) y “viejo hombre” (Ef. 4 22; Col. 3 9).

A la carne, u hombre carnal, o viejo hombre, opone San Pablo el “espíritu”, u “hombre espiritual”, o “nuevo hombre”, designando así también a nuestra naturaleza, cuerpo y alma, pero regenerada ya por el Bautismo, por la acción del Espíritu Santo, gracias a los méritos de Jesucristo, el “Nuevo Adán”.

Por tanto, la carne, o el viejo hombre, somos nosotros mismos, con el desorden que dejó en nosotros el pecado de nuestros primeros padres; y el espíritu, o nuevo hombre, somos también nosotros mismos, tal como nos ha restaurado Jesucristo por la gracia del Bautismo.

II. La carne, fuente de tentaciones. — La carne o viejo hombre, y el espíritu o nuevo hombre, tienen tendencias diametralmente opuestas: “la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu los tiene contrarios a los de la carne” (Gal. 5 17; Imitación de Cristo, III, 54). Por consiguiente, sus obras son también diametralmente opuestas: “Las obras de la carne son fornicación, impureza, lascivia, idolatría, magia, enemistades, discordia, celos, enojos, riñas, disensiones, envidias, homicidios, embriagueces, glotonerías y cosas semejantes… Al contrario, los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, continencia, modestia, castidad” (Gal. 5 19-23).

El espíritu, o naturaleza regenerada por la gracia, nos lleva a buscar nuestro fin y felicidad en Dios, por la conformidad a su santísima voluntad; mientras que la carne, o naturaleza viciada por el pecado, nos empuja, por una triple tendencia que llamamos triple concupiscencia, a buscar nuestro fin y felicidad fuera de Dios y contra la voluntad de Dios, ya en los bienes de este mundo (concupiscencia de los ojos), ya en los placeres de la carne y de los sentidos (concupiscencia de la carne), ya en las satisfacciones del orgullo y de la voluntad propia (concupiscencia del espíritu o soberbia de la vida). Por eso la carne es para nosotros, por su triple concupiscencia, una solicitación incesante al pecado, es decir, una fuente de tentaciones.

B. El mundo

I. Qué hay que entender por “mundo”. — Por “mundo” entendemos el conjunto de hombres que adoptan y erigen como regla de vida las inclinaciones de la carne o viejo hombre. Olvidando su destino eterno, o no creyendo en él, piden su felicidad a la tierra y a la vida presente. Son, unos sabiéndolo, otros sin saberlo, los auxiliares y los instrumentos del infierno para arrastrar las almas al pecado y a su condenación eterna.

II. El mundo, fuente de tentaciones. — El mundo es una fuente de tentaciones:

1º) Directamente, por sus persecuciones y sus burlas: — persecuciones que desencadena contra la Iglesia, a fin de impedir su acción apostólica y salvífica sobre las almas, y contra las naciones cristianas, a fin de hacerles perder su fe y sus instituciones y costumbres cristianas; — burlas con las que trata de amedrentar, muchas veces con éxito, a quienes quieren vivir según la Ley de Dios y de su Iglesia, apartándolos de esta manera, por el respeto humano o el “qué dirán”, de la vida cristiana.

2º) Indirectamente, por la influencia perniciosa de su espíritu y de sus escándalos. Por espíritu del mundo entendemos el conjunto de máximas, de costumbres y de ilusiones que rigen a los mundanos; es un espíritu diametralmente opuesto al espíritu de Jesucristo y de su Evangelio. Por escándalos del mundo entendemos todo lo que, por su parte, es ocasión de pecado y causa de ruina para las almas: su prensa, su radio, sus conversaciones, sus fiestas, sus modas, sus espectáculos, sus diversiones, sus desórdenes, etc.

“Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida” (1 Jn. 2 16): mundo y carne se prestan mutuo apoyo, ya que el mundo es todo aquello que, fuera de nosotros, incentiva y estimula nuestra triple concupiscencia. Gracias a la complicidad de la carne o viejo hombre, la influencia del mundo penetra en todas partes, incluso en los lugares más santos, pues encuentra en nosotros un aliado.

C. El demonio

I. Qué hay que entender por “demonio”. — Por “demonio” entendemos el ángel rebelde caído. “Demonio” es un nombre colectivo que designa a todos los espíritus infernales coaligados, bajo la dirección de Lucifer, para ruina de las almas.

1º) El demonio es enemigo de nuestras almas por varias razones: a) Por odio contra Dios: no pudiendo combatir a Dios directamente, lo combate indirectamente atacando al hombre, que es el retrato vivo de Dios (puesto que fue creado a su imagen y semejanza), y su creatura privilegiada; b) Por envidia al hombre: el demonio está celoso de ver al hombre en un estado superior al suyo, con vida sobrenatural, y llamado a ocupar en el cielo el trono que él mismo perdió para siempre; c) Por ambición personal: el orgullo, que lo perdió, le inspira un deseo desenfrenado de ser como Dios, y por consiguiente de suplantar el imperio de Dios sobre las almas.

2º) El demonio es un enemigo temible en sí mismo, no sólo a causa de su odio contra nosotros, sino también: a) Por su superioridad de naturaleza: se encuentra dotado de una inteligencia y de un poder natural muy superiores a los del hombre; y tiene además en su favor la experiencia de los siglos; b) Por su perfecta armonía con nuestros dos enemigos, el mundo y el viejo hombre, con los que se entiende admirablemente.

3º) Sin embargo, no debemos temer demasiado al demonio, por los siguientes motivos: a) Porque Jesucristo lo ha vencido y encadenado por su muerte en cruz: ya no puede nada contra nosotros sin el permiso de Dios, como lo prueban múltiples hechos de la Sagrada Escritura (historia de Job, de los posesos de Gergesa, etc.); su cualidad de réprobo no le permite alcanzar sino victorias temporales, y hace de él un eterno vencido; b) Porque Dios nos ha provisto de múltiples socorros contra el demonio, sobre todo en la persona de la Virgen Inmaculada, “terrible a Satanás como un ejército en orden de batalla”, y en la persona de los Santos Ángeles; c) Porque nuestra alma, en su santuario íntimo, la voluntad, es una ciudadela inaccesible: Satanás no puede entrar en ella y hacernos daño alguno a no ser que nosotros se lo permitamos dándole entrada por nuestro consentimiento. Se asemeja a un perro encadenado que ladra mucho para asustar, pero que no puede morder sino a los incautos que se acercan a él.

II. El demonio, autor de tentaciones. — La Sagrada Escritura afirma en múltiples textos, que una gran parte de las sugestiones que nos empujan al pecado vienen del demonio. San Pedro nos amonesta: “Sed sobrios y estad en vela, porque vuestro enemigo, el diablo, anda girando como león rugiente alrededor vuestro, en busca de presa a quien devorar” (1 Petr. 5 8). San Pablo nos enseña que nuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra los espíritus de las tinieblas (Ef. 6 11-12).

El demonio obra sobre nuestros sentidos o sobre nuestra imaginación para arrastrar nuestra voluntad al mal, ya directamente insinuando la tentación en el alma por sí mismo, ya indirectamente por medio del mundo. No hay norma fija para saber cuándo la tentación proviene del demonio o de otras causas; pero podemos deducirlo por algunos indicios: — cuando la tentación es repentina, sin que se haya puesto una causa próxima o remota capaz de producirla; — cuando es violenta, tenaz y obsesiva; — cuando no tiene respeto de ninguna circunstancia: tiempo sagrado, dedicado a la oración, o lugar sagrado, como la iglesia, etc.; — cuando produce profunda turbación en el alma; — cuando incita a la desconfianza hacia los Superiores, o a no comunicar al director espiritual nada de cuanto ocurre.

I. Dios no es jamás autor de la tentación. — Dios no puede tentarnos en el sentido de “inducirnos al pecado”: “Ninguno, cuando es tentado, diga que Dios le tienta porque Dios no puede jamás dirigirnos al mal; y así Él a ninguno tienta. Sino que cada uno es tentado, atraído y halagado por la propia concupiscencia” (Sant. 1 13-14); pero a veces nos pone a prueba, es decir, nos coloca en situación de probarle libremente nuestro amor y fidelidad, y nos proporciona ocasiones para practicar la virtud y adquirir méritos eternos; y en ese sentido dicen a veces las Escrituras que Dios nos tienta, esto es, nos prueba (Sab. 3 5-6).

II. Dios solamente permite la tentación. — Dios ha querido permitir que la tentación entrase en el mundo y agravas nuestro estado de prueba, porque en su sabiduría infinita ha preferido que se vuelva en provecho de las almas de buena voluntad. A este fin:

1º) Nos rodea con una providencia enteramente paterna, y “no permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, sino que con la tentación nos proporciona las fuerzas para poder resistirla” (I Cor. 10 13);

2º) Nos asegura socorros múltiples y sumamente eficaces para triunfar sobre las tentaciones y encontrar en ellas maravillosas ocasiones de progreso espiritual: — Él mismo se da a nosotros como Compañero y Hermano de armas, viviendo incesantemente en medio de nosotros por la Sagrada Eucaristía, y dentro de nosotros por la gracia santificante; — nos da a su Madre Inmaculada, que encarna en su persona, al punto más elevado, la lucha siempre triunfante y victoriosa contra el mal bajo todas sus formas; — nos da a sus Ángeles y a sus Santos para que sean nuestros poderosos auxiliares mediante la oración; — nos da su Iglesia con su segurísima dirección, su oración y su sacrificio perpetuo, sus sacramentos y sacramentales.

Padre Jesús María Mestre