O EL FILÓSOFO
No podrá haber Restauración Nacional, sin una tarea continua de rehabilitación de la inteligencia. Para ello, urge presentar a la contemplación de los argentinos la imagen de los verdaderos arquetipos, porque una sociedad es lo que impone que sean sus modelos. Y a nuestra Patria —como heredad del Occidente Cristiano— le corresponden legítimamente los del Mundo Clásico. Tal el caso de Aristóteles. Nuestro homenaje al Filósofo con palabras de Jordán Bruno Genta, que como él, “llenó sus vigilias de serena sabiduría”.
Platón, ante el grupo de jóvenes atenienses, habla, piensa, sueña. Todos los que lo escuchan, ardiente la mirada y el corazón ligero, no han nacido en Atenas. Algunos vienen desde las islas del Egeo: en el viaje, fueron diciéndose los versos de Ulises y encontrando en el hexámetro de Homero, un anticipo heroico de la eterna Grecia. Venidos de las tierras lejanas, más allá del mar, al llegar a Atenas, todos son atenienses.
La ciudad los conquista con sus estatuas de una blancura nueva, deslumbrante y atenuada; con la línea sencilla y magnífica de su Partenón; con la belleza radiante y serena, demorada sutilmente sobre todas las cosas. Y por sobre la sugestión de esta belleza que ninguna ciudad poseyó nunca, ésta es la Atenas donde Sócrates ha muerto; donde se repitieron las palabras de Heráclito, oscuras, bellas y falaces; la Atenas de los sofistas de ambiguas enseñanzas que la más rigurosa especulación filosófica iba a desmentir; la ciudad de la sabiduría.
Entre los jóvenes que escuchan a Platón, que se ha puesto a meditar en su teoría de las Ideas y despliega la bellísima imagen de la reminiscencia, hay uno más pensativo que los otros que trata —marino que podrá navegar los más profundos mares—, de no dejarse arrastrar por el canto de las sirenas, probando el agua salobre; mirando las rocas hostiles; la sonrisa de espuma, fugaz y traidora de Anfitrita; el rostro viril del mar.
Este joven se llama Aristóteles. Va a ser humilde y fiel discípulo de Platón, hasta que, elevado a la forma pura del pensamiento, va a penetrar con la más sorprendente capacidad para el análisis de la esencia de las cosas, desdeñando las creaciones bellísimas pero inciertas, para mostrar la excelencia suma de la más alta ciencia, de la ciencia que distingue y jerarquiza: la Metafísica.
No hubo poeta embriagado con sus propios sueños, más exaltado que el severo y contenido Aristóteles, creando su sistema; recogiendo la multiplicidad de los seres y las cosas en un cuento único; mostrando los perfiles interiores; señalando la escala ascendente que culmina en el Ser que Es, máxima perfección, motor inmóvil.
Aristóteles no es un soñador; su exaltación es fría y tensa. No es un creador, como el poeta.
Pero él posee la clave secreta de todo lo creado, puesto que sabe el lugar propio de cada cosa y conoce el camino más difícil, el itinerario de la mente humana que conduce a la contemplación de la Verdad.
Liberada de todo lo contingente y perecedero, de la esclavitud de los sentidos, he aquí que la Inteligencia del hombre puede alcanzar su más alta perfección, contemplando, lúcida y plenamente dueña de sí, en el Acto Puro, principio y fin, la suma de todas las perfecciones.
Aristóteles es la pasión de la sabiduría, una pasión sin ardientes transportes porque se pone a sí misma su límite, para no dejarse arrastrar y esclavizarse.
Aristóteles representa el esfuerzo del conocimiento puro y desinteresado; el alerta más severo de la inteligencia que logra ser fiel al propio ser de ella misma; el ascetismo de la sabiduría.
Hace dos mil quinientos años que Aristóteles se impuso a sí mismo la dignidad altísima de ese esfuerzo. Hoy volvemos a sus páginas maestras a recoger la doble enseñanza de su verdad y de su pasión.
La juventud capaz de cumplir un destino vuelve a Aristóteles como se vuelve a los versos de Homero. Porque ella sabe que del progreso sólo puede hablarse en el orden de la técnica, de lo meramente instrumental, pero en el orden de las cosas eternas —el pensamiento, el arte— el progreso no existe y sólo es válido aquello que, nacido en el tiempo perecedero, supo dejar un mensaje para todos los tiempos.
Jordán Bruno Genta
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