NACIMIENTO DE ROSAS,
EL GRANDE
EL GRANDE
El 30 de marzo de 1793, en la casa grande del finado don Clemente López, situada en la acera norte de la calle Santa Lucía (hoy Sarmiento), doña Agustina López de Osornio, esposa del joven militar León Ortiz de Rozas, daba a luz a su primer hijo varón. El alumbramiento de un varón, ansiosamente esperado, colmó de gozo al padre, gallardo teniente de la quinta compañía del segundo batallón del regimiento de infantería de Buenos Aires.
La noticia se propagó en el barrio, llevada quizás por el pulpero don Ignacio y el mulato José, el sastre, vecinos de la cuadra. Las negras Feliciana, Damiana, Pascuala, Teodora y demás esclavas, y la india libre Juliana, criadas de la casa, se agolpaban en el vasto patio, impacientes por penetrar en la alcoba de la amita y conocer la criatura. En cuanto al párvulo rompió a gritar desaforadamente, señal de que venía con fortaleza al mundo, su padre don León se puso chupa, calzón azul y casaca con botones blancos, vuelta y collarín encarnados, y vestido así con el uniforme de infantería, fue al cuartel en busca del capellán de su batallón para que bautizara enseguida al recién nacido. Como estuviera ausente su capellán, y nadie diera razón de él en ese momento, llamó al del batallón tercero, doctor Pantaleón de Rivarola.
El teniente pensaba que el vástago de un Ortiz de Rozas debía, el primer día de su vida, ser ungido a la vez católico y militar, y por ello se empeñó en que fuera castrense el sacerdote que pusiera óleo y crisma a la criatura. La ceremonia se realizó, dándose al niño el nombre de Juan Manuel José Domingo, según se asentó en el acta. En la casa de López de Osornio no se había disipado la sombra de la tragedia que, años antes, azotó y horrorizó aquel hogar: el viejo don Clemente, rico hacendado, padre de Agustina, y Andrés su hijo mayor de veinte y seis años, fueron asesinados por los indios en un malón que éstos llevaron, el 13 de diciembre de 1783, contra la estancia “El Rincón de López” en las llanuras desiertas del sud, sobre el Salado y el mar. Don Clemente López de Osornio encarnó, en la segunda mitad del siglo XVIII, el tipo rudo del estanciero militar que pasó su vida lidiando para conquistar palmo a palmo la pampa y dominar a los salvajes infieles.
Fue sargento mayor de milicias, caudillo de los paisanos y cabeza del gremio de hacendados, de quienes tuvo durante muchos años la representación con el cargo de apoderado ante las autoridades del virreinato. Don Clemente, ya anciano trabajaba como un mozo, con su hijo Andrés, en las ásperas faenas rurales jineteando redomones y arreando vacas chúcaras, a campo traviesa, entre paja brava y cardizales, pantanos y lagunas. Tenía setenta y cinco años cuando, entregado a esas recias labores, fue lanceado y degollado, con su hijo, por la maloca salvaje. La imagen de la lucha con los bárbaros era familiar no sólo a doña Agustina López de Osornio, sino también a don León Ortiz de Rozas.
Don León provenía de limpia cepa de militares y de funcionarios españoles. Los Ortiz de Rozas, de raza hidalga oriunda del Valle del Soba, provincia de Burgos, ocuparon siempre los primeros puestos en aquel valle, sea como regidores y magistrados, sea como guerreros, y formaron parte de esa aristocracia rústica y pobre, generosa de sangre, que consagró su vida con acendrado fervor al servicio de su fe y de su rey. León, en cuanto cumplió diez y nueve años de edad fue nombrado, el 30 de abril de 1779, subteniente del regimiento de infantería de Buenos Aires, en el que su padre era capitán. En aquellos días acababa de regresar en una fragata, de la expedición a la bahía Sin Fondo de la Patagonia , don Juan de la Piedra quien, después de sufrir toda suerte de penurias, abandonó la empresa, fue suspendido por orden del virrey Vértiz, y enviado a España.
León Ortiz de Rozas, que ansiaba realizar hazañas, pidió se le alistara en alguna expedición a esas regiones. De la Piedra hizo degollar a una partida de hombres, mujeres y niños del cacique Francisco, y se dirigió hacia la Sierra de la Ventana para a atacar a las tribus de toda esa región que se habían reunido en guerra contra los cristianos; pero fue cercado y derrotado, cayendo en poder de los bárbaros los oficiales León Ortiz de Rozas, Domingo Piera y fray Francisco Javier Montañés que desde 1783 era capellán en el establecimiento San José de la Patagonia y que se había agregado a la expedición de la Piedra. El cautiverio de don León y de sus compañeros fue lleno de zozobras, y habrían perecido, de seguro, si un hermano del cacique Negro no hubiese estado, en calidad de prisionero, en poder del virrey marqués de Loreto. La esperanza de recobrarlo por medio de un canje indujo a los indios a respetar, esta vez, la vida de sus enemigos.
León, liberado del cautiverio, se había captado la amistad de los principales caciques y difundido la simpatía del nombre de Rosas entre las tribus, regresó a Buenos Aires con la aureola heroica del cautiverio, llevando en su espíritu la visión salvaje de la vida y de la lucha en las pampas.
Tradicionalismo y catolicidad marcaron desde la cuna la existencia de Rosas, acostumbrado a vivir alternativamente en el campo y la ciudad, domador de potros chúcaros en la infancia y de malones desorbitados; junto a su madre. Voluntarioso y dominante. Como su madre, su carácter no se doblegaba ante el rigor de los castigos que doña Agustina le infligía por sus travesuras.
Carlos Ibarguren
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