domingo, 21 de octubre de 2007

En la semana de la fundación de Falange (II)


AQUELLA MAÑANA DE DOMINGO


José Antonio sabía, presentía, la importancia de aquella mañana de domingo en la que, hasta las once, hizo su vida habitual. Se levantó temprano, como siempre; se bañó y se afeitó; se vistió correctamente —traje azul oscuro de impecable corte, cuello almidonado, corbata oscura con rayas—; oyó misa en un convento de monjas, “donde todas ellas han rezado para que Dios nos ilumine”, como diría más tarde a Valdecasas, y, al volante de su coche pequeño —al que consideraba una “herramienta de trabajo”—, condujo hasta el teatro a sus hermanos, que se instalaron en una platea. Bromeó con ellos, como de costumbre, en el camino —quizá les hiciera alguna imitación de oradores famosos, que tan donosamente hacía—, y saludó con afabilidad a sus amigos al llegar al teatro. Aquella mañana de domingo, a las once, José Antonio puso término a su vida habitual. El hombre de mundo, de letras, de gabinete, de estudio, se convirtió en el hombre de la calle, la acción, la contundencia, cuando el primer muchacho —que todavía no era falangista— le saludó brazo en alto en el teatro. Del silencio de su bufete pasó al barullo de la política. De la admiración profunda y muda de sus pasantes, secretarios y amigos íntimos, pasó a la admiración apasionada —casi mística— de sus escuadristas. Del trabajo metódico y sereno del despacho, pasó al vertiginoso ir y venir del foro al Parlamento, del Parlamento al Centro de Falange, del Centro de Falange a la calle, de la calle al cementerio, del cementerio al Centro, del Centro a la Dirección General de Seguridad, de la Dirección General de Seguridad a la cárcel, de la cárcel a la inmortalidad, atravesado de balazos… De la ignorancia de las gentes a la popularidad peligrosísima, del amor fanático de los suyos al odio más fanático de los otros. Del pensar y leer y aprender para el propio goce, al pensar y leer y aprender para el goce y la necesidad de España entera. De ser el hijo de Primo de Rivera, a ser sencillamente José Antonio. Salto único, que prueba más que nada su extraordinaria genialidad. En efecto, es más fácil dejar de ser Bonaparte para ser Napoleón —en las circunstancias históricas de uno y otro: Francia 1804, España 1933— que dejar de ser el hijo de Primo de Rivera —el Dictador odiado o venerado, a quien los partidarios o detractores quisieran ver resucitar en el hijo para lapidarle o seguirle— y hacer olvidar el apellido, sin tratar de ello, sino ensalzándolo cada día con acciones y ganando por el nombre sencillo el afecto familiar —José Antonio— y el respeto imperial —José Antonio también, escuetamente—. Para que a las once de la mañana del domingo 29 de octubre de 1933 sufriese la personalidad de José Antonio esa transformación golpeaban las manos del Destino, cuatro veces cuatro, todas las puertas de su vida, que se abrieron de par en par a la luz y al viento de la Patria.

Pero no es sólo José Antonio quien se verá transformado por el Destino en ese día. Es también el propio día que, empezando como otro domingo cualquiera de Madrid “municipal y espeso”, concluye convertido en fecha inicial de una etapa en la Historia, para ser más tarde efemérides gloriosa, Fiesta Nacional de todos los Caídos por la Patria Una, Grande y Libre, con ansias de Paz y de Justicia. De aquel atardecer vulgar, sin emoción más que en los afortunados que han escuchado y sentido en su corazón la enérgica llamada de la Profecía, se pasa a los atardeceres con antorchas encendidas en la tierra y luceros brillantes en el Cielo a los haces de cinco rosas y las coronas de laurel y palmas junto a la sombra gigantesca de las negras cruces de los Caídos; del misterio vulgar de los nombres oscuros al deslumbrante fulgir de las letras de oro que les consagran de inmortalidad con la calentura de los ¡Presente! brotados en los labios temblorosos. Y es asimismo la juventud quien descubre en sí misma la esencia juvenil que ya estaba olvidando: el amor del riesgo por el riesgo, del juego de la muerte y el heroísmo, de la generosidad y la alegría, del estudio y la acción…

Todo esto lo ve como en sueños José Antonio sentado en el sillón —de cara al día a punto de hacerse fecha; de cara a la juventud en trance de hacerse heroica; de cara a su misma vida transfigurándose— mientras hablan Alfonso García Valdecasas y Julio Ruiz de Alda. Valdecasas, buen orador, domina la palabra precisa del científico, del filósofo. Aunque es profesor, el tono de su disertación en la Comedia inflama de arenga las frases matemáticas de la lección de Patria que expone al auditorio. Ruiz de Alda es militar, técnico, hombre también de estudios y silencios o ruidos encrespados del propio corazón y del motor de su aparato, trepidante de ansias de cielos distintos. Su palabra es vacilante, torpe, ruda. Pero los conceptos son claros y rotundos como sus cálculos radiogoniométricos.

José Antonio no les presta atención, como no se la presta al auditorio con quien va a enfrentarse. Mientras sus camaradas hablan, él sueña y adivina otras cosas; intuye porvenires maravillosos; ve Centurias de Caídos y Legiones de Flechas; la primavera avanzando entre nubes y olas de espuma, por tierra, aire y mar…
Felipe Ximénez de Sandoval

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