viernes, 26 de octubre de 2007

En la semana del asesinato de Jordán Bruno Genta (III)


POR LUCHAR
POR EL AMOR,

LO HA MATADO
EL ODIO


Por extraña paradoja los enemigos hicieron posible que su última lección, la muerte, fuera la primera que llegara a todos los argentinos. Durante su vida lo rodearon de silencio. Hoy, el silencio de su muerte es un grito de guerra.

Era Genta uno de esos varones fuertes, que se arrebatan al cielo por asalto. Fogoso, apasionado, sabría transmitir a cuantos se le acercaban esa caridad inmensa que lo consumía. Amó a Dios; amó a la Patria; amó a sus amigos con la vehemencia del que no conoce “los términos medios jamás aceptados”.

La Fe lo sostenía con la pasión y el ardor de los grandes conversos. La Caridad lo urgía. La Esperanza lo hacía invulnerable aún al desaliento más legítimo.

Casi contrastando, diríamos, con esto, se volvía hacia los hombres con esa enorme humildad que proyectaba en su trato hidalgo, en el diálogo íntimo siempre cautivante.

Como filósofo lo centraba todo en la rehabilitación de la inteligencia. Formado en el más puro estilo socrático, hacía resplandecer la Verdad por contraste, a través de la crítica de los hábitos intelectuales, de los prejuicios que se difunden como verdades. De allí sus grandes oposiciones que dejó plasmadas en libros memorables: el filósofo y el sofista, la idea y la ideología, el Sermón de la Montaña y el mesianismo comunista. Sabía, como su maestro, que una y la misma es la ciencia que trata de los contrarios.

Superados muy pronto las limitaciones y los errores de su formación —que no eran otros que los propios de la Universidad liberal y reformista— llegó a través de la frecuentación de los clásicos a la madurez de la Fe.

La pedagogía del verbo contrapuesta a la de la acción, la preeminencia del ocio contemplativo sobre el pragmatismo utilitario, el ideal heroico de la vida sobre la concepción burguesa de la existencia, se advierten ya desde el comienzo mismo de su tarea docente. De allí a la contemplación del Verbo hecho carne no había más que un paso inevitable. La Fe en él era Fe ilustradísima, la culminación lógica y coherente de la razón llevada hasta el umbral mismo del Dios vivo.

Su filosofía era vida. Gustaba repetir con Péguy que la filosofía no va a la clase de filosofía, porque es vida. Nunca la entendió de otra manera. Por eso cada vez que se remontaba hasta la altura de los primeros principios era para descender finalmente a iluminar la realidad concreta y descubrir la cuota de eternidad en cada tramo de tiempo.

Durante más de diez años aprendió y enseñó el arte supremo de las definiciones. Llegó así al año 1943. Ese intento fugaz de rehabilitación política —al que había contribuido en forma decisiva esclareciendo a los hombres de armas en conferencias que perdurarán como modelo en su género— le confió la Universidad del Litoral con miras a una proyección más amplia sobre el resto del país. A la hora de definir el camino lo hizo con concisión y profundidad: “Hay que aristotelizar la Universidad”. Y el título de su primer discurso académico es toda una proclamación de principios: “Rehabilitación de la Inteligencia”. En este marco de rigor intelectual y de profundo sentido nacional hizo rendir el primer homenaje de una Universidad argentina a San Martín.

La Escuela Superior del Magisterio fue otra de sus grandes creaciones. Desde allí trató de infundir a los maestros argentinos, desquiciados por un siglo de laicismo y normalismo sarmientino, una nueva mentalidad de raigambre católica, nacionalista e hispánica. Todo lo que pasó después es harto conocido. La habilidad y la demagogia sustituyeron a la Sabiduría de la Patria. No hubo lugar para Genta en la Argentina oficial.

El 2 de abril de 1945 sobreviene el asalto al Instituto del Profesorado Secundario de Buenos Aires, del cual era rector. El retrato de Rosas —que presidía por primera vez en la historia el despacho de un rector— fue sacado a la calle y quemado. Y en un acto que quedará para siempre como ejemplo de la arbitrariedad y el despojo, el 5 de mayo de 1945 fue dejado cesante de todos sus cargos. (Curiosamente el decreto de cesantía lleva la firma del actual ministro de Justicia).

Así se pretendió poner fin a una obra docente a la que el Padre Castellani calificó como la obra del “pedagogo del ¡o juremos con gloria morir!” Y que el Padre Eliseo Melchiori llamó un día “la más alta cátedra de este país”. Pero se equivocaron. Llevó la cátedra a su hogar; y allí continuó enseñando, siempre la misma verdad, cada vez más rica y más madura hasta la víspera misma de su muerte. (También algunos colegios católicos le hicieron un lugar en sus aulas).

Fue un maestro de fidelidad y de vida. Tuvo el reconocimiento de su magisterio en la Distinción que en 1971 le otorgara el Instituto San Alberto Magno “por su filial adhesión a la Cátedra de Pedro”.

Nada pudo ser más adecuado para quien había sostenido siempre la Verdad en la Cátedra de la unidad.

Pero Genta no se agota en su faz filosófica y docente, que por sí sola bastaría para colmar todo el ámbito de su vida.

Él fue, quizás por encima de todo, el gran Combatiente, el Camarada.

La Política fue su gran pasión. Le dolía la Patria. La soñaba grande, egregia capaz del señorío y por sobre todo, instaurada en Cristo. Dotado de un extraordinario realismo vio y predijo infinidad de situaciones, algunas de ellas las más dramáticas de la historia de los últimos tiempos. Abrazado al Nacionalismo, la preocupación de toda su vida fue verlo limpio e incorruptible. Y si en su “Guerra Contrarrevolucionaria” —doctrina política que escribió para la Aeronáutica Militar— nos dejó la suma de las verdades que hay que servir y los errores que combatir, en “El Nacionalismo Argentino” nos ha legado su definición más clara y luminosa: “constructivo y restaurador, jerárquico e integrador, cristiano y argentino en su contenido y en su estilo. Una afirmación soberana frente a la Plutocracia y al Comunismo”; libre de la falsas ideologías que ensombrecen la limpidez de su contenido: populismo, clasismo, socialismo.

Quiso para el Nacionalismo la solidez y el rigor de una Doctrina Política, remontándolo hasta los niveles más altos del pensamiento e integrándolo en la universidad de su Filiación Católica.

No transó jamás con ninguna circunstancia. Solía decir siempre que era preferible la soledad a la claudicación.

Su muerte es la muerte de un soldado, el sacrificio total de quien había escrito: “Sólo la disposición al sacrificio puede realizar la Verdad de la Soberanía Nacional”.

Cuando pase el dolor, cuando deje de mordernos los labios, la muerte de Genta adquirirá la dimensión de “una alegría alta” a lo Salinas, de una “recóndita alegría” chestertoniana y será para nosotros el símbolo de la Victoria.

Dios nos ha hecho con su muerte —desde García Moreno— el regalo de un mártir.
Revista “Cabildo”

Nota: Este artículo pertenece a la Revista “Cabildo” nº 19, año II, del 8 de noviembre de 1974.

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