PENSAR LA PATRIA
Su palabra tenía el peso del acero, la altura de la estrella, la exactitud de la geometría. Urgente y urgida, impetrante y profética, ora arenga, ora parábola, testamento o lección magistral. Remontaba vuelo, pero sabía volver al valle para dilucidarnos las necesarias cuestiones terrenas. Era el Orador del Verbo, el Orador de la Cruz en la dura cuaresma de la patria.
Su conducta no conocía dobleces. Fue tenido por unos y otros como principista, intransigente, demasiado duro, excesivamente ortodoxo. Es el modo en que los rectos celebran y agradecen el comportamiento de los hombres eminentes; y es el modo en que los inferiores destratan a quienes no son tan tibios ni tan mediocres como ellos. Leída a derechas, le cabe la sentencia de Saint Exupery: “amo el agua pura y el vino puro, pero hago de la mezcla un brebaje para castrados”.
Nunca aconsejó cuidarse. Nunca escogió conservar el puesto, ni admitió aquellos en todo incompatibles con la extrema coherencia. Nunca sacrificó la publicidad de la Verdad a la privacidad de los propios intereses. Nunca lo arredró saber que los enemigos no perdonan. Prefirió vivir un día de león a cien años de cordero. Eligió con Castellani “los cien pájaros volando al uno en mano”. “Mi cátedra es mi palabra”, nos decía. “Y también es mi vida. Mi palabra me compromete a mí solo. Yo no hablo respaldado por ninguna institución, ni por ninguna fuerza”. En efecto, lo cuidaban los arcángeles. Hasta que ellos mismos, aquel domingo de octubre, le cerraron misericordiosamente los ojos.
Su estilo era alegre y optimista, jovial sin desbordes innecesarios, paternal sin afectaciones, afable y vehemente, generoso y caballeresco, galante y expansivo. Y porque sólo el humilde está en la Verdad, al buen decir teresiano, tenía Genta conciencia de sus debilidades y de sus dones. Si no alardeaba por estos últimos, tampoco simulaba no tener las primeras. Del famoso estilo prusiano que retrató Spengler, de seguro se le aplican dos atributos: la ordenación aristocrática de la vida, y el carácter que se rige a sí mismo.
Lo recuerdo entregándome un valioso libro revisionista, que sacó de su biblioteca, para que yo pudiese replicar la zoncera de un profesor. Cuando quise restituírselo, me dijo apenas ésto: “yo no te lo he pedido”. Y comprendí que era un regalo. Lo recuerdo manuscribiéndome la Oración del Paracaidista Francés, para que supiera qué cosas conviene pedir y cuáles no. Lo recuerdo en un andén de Constitución, esperando un tren del interior que no llegaba nunca, desplegando una lección magnífica sobre el ejercicio de la paciencia. Lo recuerdo recitando a Baldomero Fernández Moreno, ante el nacimiento familiar de una sobrina llamada Marcela. “¡Marcela, nombre de pastora y de princesa!”, repetía entonces con su voz bizarra. Casi como los hexámetros de Homero, o los pareados del juglar cidiano, podía improvisar y reiterar musicales frases ante determinadas situaciones. Era su cultivo de la eutrapelia. Lo recuerdo enojándose en una reunión doméstica, por haber preferido la gaseosa al vino, asegurándome que esas conductas serían penadas severamente en tanto ocupase la primera magistratura. Lo recuerdo una tarde veraniega, en una casaquinta, intentando unos fugaces malabares futbolísticos, ante el tierno reproche de su mujer, que lo ponía en aviso sobre el ineluctable paso de los años. Lo recuerdo erguido, enorme, protector, recibiéndome con mi futura esposa en el escritorio de su casa. Lo recuerdo —y no quiero olvidarlo nunca— cuando desplegaba su arte retórica, y las voces se hacían plegaría y poesía, saetas y tacuaras, laureles y tambores. “Nada grande en la vida se ha hecho sin pasión”, repetía con Hegel. La tuvo ordenada al logos, y por eso mismo fue hacedor de cosas grandes.
Un hombre se conoce por su pensamiento.
Genta pensaba —y lo reiteró en su última conferencia— que “lo que necesita un pueblo es teología y metafísica”. Casi lo que había dicho Don Juan Manuel en su austero destierro, mate en mano: “lo primero que necesitan los pueblos es la calma y el silencio”. Pensaba que una íntima juntura une a la polis con el alma, no siéndole indiferente a aquélla el movimiento ascendente o descendente de ésta. Pensaba que en materia antropológica sólo queda una opción de hierro: “un hombre dominado por sus impulsos y pasiones, o un hombre libre, que vive como San Francisco, muere como Sócrates, se destierra como San Martín, desface entuertos y venga agravios como Don Quijote, o colma su vigilia de serena sabiduría, como Aristóteles”. Pensaba, en suma, que las dos banderas y las dos ciudades lo recorren todo, obligándonos a optar a cada paso. Los sofistas o el filósofo, las ideologías o la Idea, el Manifiesto Comunista o el Sermón de la Montaña, la escuela laica o la Pedagogía del Verbo, el ideal utilitarista o la preeminencia de la vida contemplativa, la concepción burguesa de la existencia o la consigna de Job, la trilogía jacobina o las tres virtudes teologales, la habilidad o la sabiduría, la masa o los arquetipos, la vida cómoda o el combate, la Revolución Mundial Anticristiana o la Doctrina de Guerra Contrarrevolucionaria; el populismo clasista y socialista o “un nacionalismo católico y restaurador, jerárquico e integrador, cristiano y argentino en su contenido y en su estilo”.
Como se advierte, el pensamiento de Genta, no se limitaba sólo al orden político, y aunque fue el ámbito en el que más repercusión tuvo, o por el que mayormente se lo conoce, la verdad es que se prodigó en otras disciplinas, tales la psicología, la filosofía, la teología, la sociología y la metafísica. Tengo ante mis ojos un cuaderno suyo, manuscrito, con las cien primeras páginas de un Tratado de Cosmología, que quedó trunco e inédito. Sus reflexiones iniciales son sobre Heráclito, las últimas que llegó a escribir trazan un cuadro comparativo entre Santo Tomás y Duns Escoto. Con justicia pues,valoró filosóficamente su obra nuestro admirado Alberto Caturelli, quien lo llamó “caudillo socrático cristiano”.
Todo este tesoro de sabiduría clásica, tradicional y católica, lo desplegaba Genta en su casa, despojado que fuera de cualquier apoyo institucional o de respaldos estructurales. En esa casa podía encontrárselo, trabajando austeramente durante largas horas. Al verlo así, volcado sobre sus papeles y libros, era imposible no traer a la memoria esa descripción que hiciera José Antonio de la figura de Mussolini, cuando lo visitara en Roma. Estaba firme, “laborioso junto a su lámpara, velando por su patria, a la que escuchaba palpitar desde allí como a una hija pequeña”.
En ese mismo ámbito se veló su cuerpo, ya sin vida. En la cabecera del ataúd, la imagen de la Virgen, con un sable a sus pies. A la diestra una lanza, ensortijada con la cinta federal y el banderín argentino. Sobre su pecho amortajado, once rosas de sangre mártir, que se negaban a cicatrizar. Era el ícono mismo del nacionalismo católico, el emblema de la victoriosa muerte martirial. Como en Jalisco, en La Vandée o en Alicante, pero en la Ciudad de la Santísima Trinidad, con nosotros de emocionados e indignos testigos.
Antonio Caponnetto
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