miércoles, 8 de octubre de 2008

El Profeta Leonardo


DE RE ECONÓMICA,
O FINANCISTA,

POLITIQUEROS
Y PRENSA SERIA


Cuenta Rudentius que Marco Polo —que descubrió el Oriente— tuvo una famosa entrevista con el Khan Abdar, un sultanejo desconocido de Pechikén, un reino situado entre Singapur y Bengala: la cual puso por escrito.

Como vio enseguida el viajero veneciano, el pequeño reino estaba muy atrasado en comercio, aunque muy adelantado en arte. Vivía prácticamente de la copia de manuscritos del Vedanta, ricamente miniaturizados por artistas que traían de China y del Japón: la misma hija del Rey, la princesa Betharis, era una notable calígrafa y miniaturista. Eran además habilísimos en burilar joyas. En el reino de Pechikén regía todavía el viejo uso del trueque. La gente iba al “bazaar” y cambiaba los productos que les sobraban por los que necesitaban. Esto era muy engorroso (¡oh, los largos viajes desde la montaña sagrada a la Capital, situada en el valle del río Rho!). Pero era sencillo: y uno de sus frutos era una sociabilidad admirable. La gente del reino prácticamente se conocía toda: los bribones eran fácilmente detectados, la gente honrada había construido sus defensas contra ellos, los cuales habían constituido una especie de bandas o partidos, organizados en orden a burlar la justicia. Pero los mismos jueces prevaricadores eran también conocidos.

El Rey pidió consejo a Marco Polo acerca del progreso de su país.

— Hay que hacer moneda, respondió el veneciano.

— ¿Qué es eso?

— ¿No venden en el bazaar grandes cargas de oro?

— Naturalmente, para los joyeros.

— Hay que comprarlo todo, y acuñarlo en piezas pequeñas de 10 adarmes; y declarar que cada pieza equivale a dos vacas o cuatro ovejas. ¿Ve Ud. lo que sucederá?

— No veo —dijo el Rey—. Lo que veo es que actualmente 10 adarmes de oro equivalen solamente a una vaca.

— ¡Yo veo! —exclamó el Ministro de Hacienda—. ¡Todo se simplificará maravillosamente! Actualmente nuestros millonarios poseen a lo más mil vacas, y eso requiere gran extensión de terreno, muchos peones, y muchos quebraderos de cabeza. Tener 500 piecitas de oro en un baúl será como tener mil vacas vivas. ¡Qué comodidad para comprar cosas en el mercado!

— ¿Y qué impedirá que cualquiera haga igual que yo, y gane una vaca por cada… ¿cómo llamas a eso? ¿moneda?

— Hay que grabar en cada piecita la cabeza del Rey y la inscripción “dos vacas”: y promulgar que a todo el que haga igual se le cortará la cabeza.

— Yo no quiero que se corten más cabezas en este país —dijo la princesa—; me horroriza.

— Cortar algunas cabezas es necesario para el gobierno, refunfuñó el Primer Ministro.

— No serán necesarias muchas, dijo Marco Polo.

El Rey reflexionó profundamente y pidió tiempo para pensarlo. Pero Marco Polo continuó:

— Esto es el principio: falta lo más importante. Después hay que hacer papeles con la cabeza del Rey, y la inscripción: “2 vacas”, “1 vaca”, “1 oveja”, “1/2 oveja”, “1/4 oveja”, “testaoveja”, “chinchulinoveja”, “pataoveja” y promulgar que cada papel equivale a tantos adarmes oro…

— ¿Cómo “equivale”? —dijo la princesa—. El papel no vale nada. La gente no lo va a cambiar por el oro.

— Hay que recoger manu militari todo el oro estampado y encerrarlo en el sótano de Palacio; y asegurar a la gente que hay tanto oro como billetes, y que en cuanto se presenten a cambiar papeles se les dará el oro. Apenas la gente vea que es así, se dedicará alegremente a amontonar papelitos…

El Ministro de Hacienda se frotaba las manos de gusto.

— El oro es raro y el papel es abundante —dijo—. Vamos a decir a la gente que basta con que haya un 30 por ciento de oro en el sótano para que todos los papeles valgan. Y nosotros solos vamos a poder hacer los papeles. El pueblo cree todo… Los papeles son livianitos.

— ¡Qué facilidad para los ladrones!, bramó la princesa.

El Ministro de Hacienda se hizo el desentendido.

— Eso no es todo —cortó Marco Polo—. No he llegado a lo más inteligente. Después hay que hacer “papeles de crédito”. Me explico, los hombres que tienen mucho papel moneda podrán escribir en un papel cualquiera con su firma que dan mil vacas papel, por ejemplo, y eso vale por mil vacas vivas.

— ¿Y si un bribón no tiene mil vacas ni siquiera mil vacas papel, y da un papel de crédito de esos?

— No se puede permitir que la gente vaya a revisar las casas a ver si hay o no hay, reforzó la princesa.

— ¿Qué se hace, entonces?, dijo el Rey.

— ¡Bancos!

— ¿Sarebbe a dire?, dijo el intérprete.

— Se guardan en el sótano de Palacio grandes cantidades de papel moneda, se les da un pequeño premio: y se presta el papel a otros, cobrándoles un premio mayor. Cuando la gente ve que eso marcha, entra. Entonces, ya no es necesario siquiera el papel moneda. Basta tener un papel de crédito por un millón de vacas.

— No hay un millón de vacas en mi Reino, dijo el Rey.

— No importa —dijo Marco Polo—. Basta que existan en el papel de crédito.

— ¿Y quién dará los papeles de crédito?

— Los financistas.

— ¿No será el Rey?, gritó la princesa.

— En todo caso, por medio del Ministro de Hacienda, que será un financista.

— ¿Y qué es un financista?

— Uno que hace papeles de crédito, ya lo dije. No él mismo con sus manos, naturalmente: para eso hay calígrafos. Es el que tiene el poder de mandarlos hacer.

— ¿De dónde le viene el poder?

— Del Rey, naturalmente. Todo poder viene del Rey, dice el Libro.

— De Dios, exclamó el Rey.

— De Dios por medio del Rey sin intermediarios, dijo el veneciano.

— Eso es nuevo para mí, agregó el Rey.

— Así es: le estoy explicando el progreso del mundo.

— Me parece que tantos papeles es ocasión de muchos líos y robos, aseguró la princesa.

— Robos siempre habrá, dijo Polo. Pero así por lo menos se añade pulcritud. Se hacen al menos con limpieza: nada de asaltos en el camino, armas, gritos y “la bolsa o la vida”. Los caminos se tranquilizan extraordinariamente.

— Se intranquilizarán las ciudades…

— Eso es parte del progreso moderno. Pero falta la mejor parte, que yo llamaría el Acuenta-Dé. Ya se pueden hacer papeles de crédito a cuenta de las futuras generaciones de pechinkeses, ¡que respondan ellos!… a cuenta de la explotación de una mina de oro que está o puede estar en el nacimiento del río Rho, que no se sabe dónde es; a cuenta de los bienes que posee actualmente el sagrado Brahmanismo y sus monjes, a cuenta, en fin, del trabajo de los esclavos que tendremos en el año 2050.

— ¡Pero acabamos de abolir la esclavitud por el acta de “Deus nos”! —dijo la princesa—. ¡Era una cosa horrible!

— En la forma en que se usaba, sí. Pero ha de venir otra mucho más decente. Todos los trabajadores del país serán de hecho esclavos sin saberlo, y muy contentos con ello. El Estado cuidará de todas sus necesidades…

— ¿También los sacerdotes?, gritó el primer Brahmán.

— No, los Sacerdotes Primeros o Alta Casta. No se aflija —replicó el europeo—. El Estado cuidará de todas sus necesidades, como iba diciendo, y ellos trabajarán toda la vida para el Estado en lo que él les mande.

— ¡Pero eso es socialismo!, reflexionó el Rey, que era leído.

— No es necesario el socialismo crudo. Se puede hacer en forma mucho más refinada y civilizada. Incluso se lo puede bautizar Democracia, Libertad y Capitalismo del Pueblo.

El Rey reflexionaba profundamente y daba del pie en un trípode con aromas que había a su derecha.

— ¡Artificial! —dijo al fin—. Muy artificial, por de pronto… Todo eso no se puede mantener sin un gran aparato…

— Desde luego —concedió el otro—. Pero el aparato se construye sin dificultad por medio de los politiqueros.

— ¿Qué es eso? ¿Hay de eso aquí?

El veneciano sonrió.

— ¿No conoce Su Majestad algunos sujetos que no saben o no quieren trabajar, que no son ni siquiera hombres, y que se sienten hombres e incluso hombres importantes discurseando en las plazas y arreglando el mundo entero con palabras altisonantes, haciéndose “homenajes” unos a otros, quejándose plañideramente de los males del pueblo, y juntando gente que siga lo que ellos llaman sus “plataformas”?

— Uno conocí personalmente —reconoció el Rey— que se pasó la vida haciendo eso, y ahora que es viejo no ha cesado aún: pero siempre me pareció un bufón. De hecho, la gente en general lo tiene por un payaso.

— Ahí tiene Ud., añadió Marco Polo.

— Pero esa es gente inútil, no tiene peso ninguno. ¿Cómo van a crear este aparato durísimo que sería menester?

— Pero, Majestad, ¿no hay estafadores en el país?

— Claro que los hay.

— ¿No hay bandas de malhechores en los caminos?

— Por desgracia.

— Pues toda esa gente se fundirá con los politiqueros en cuanto promulguemos la ley del “Gobierno - del - pueblo - para - el - pueblo - en - pro - del - pueblo”.

— ¿Sarebbe a dire?, preguntó el intérprete.

— ¡Imposible! —gritó la princesa—. ¿El pueblo va a gobernar? Y entonces, ¿quiénes serán los gobernados?

— ¡Claro que así es imposible! —aseveró el europeo—. Pero hay que hacerle creer al pueblo que él es el que gobierna…

— ¿Y quién gobierna? ¿Los politiqueros?

— Nosotros: toda la estructura o aparato de “los representantes del pueblo”, cuya sutil organización estoy explicando penosamente —y ya se me acaba la paciencia— a Su Majestad.

— En definitiva, gobernarán los ricos, concluyó el Rey.

— No sólo ellos, Majestad: se necesitan también “hombres de acción”, es decir, esos hombres movidos, duros, voluntariosos, mandones, peleadores, engreídos, sin escrúpulos y despreciadores de los sabios, que tampoco deben faltar en el país.

— La gente no va a aceptar todo eso, razonó el Rey.

— No aceptará si no acudimos al Libro. Aquí el Gran Brahmán será nuestro aliado.

— Me parece que la religión se va a oponer a todo eso. Lo mejor es eliminarla. Con la fuerza se puede eliminar. Un gobierno enérgico lo puede todo, reflexionó el Ministro de Hacienda.

— No conviene entrar en ese lío. Se toma de la religión lo que conviene, y sin mudar un verbo ni una tilde de las sagradas ceremonias, se las hace servir a los altos intereses de la Nación entera. Para eso se inventaron las sagradas ceremonias, explicó Polo.

— Se producirá un cisma —opinó el Gran Sacerdote—. Se dividirá mi feligresía en hombres realmente religiosos, hombres religiosos a medias, y hombres religiosos de palabra…

— No, si se hace con delicadeza —replicó el teorizante—, por medio de los “periodistas”. ¿Vio Su Majestad a esos que venden hojitas con noticias en el mercado? Basta con concederles el privilegio del “anonimato”, que hace tanto tiempo reclaman: a no firmar sus hojitas y no ser responsables de cuanto dicen, y se convierten en “periodismo”, o sea el Cuarto Poder del Estado.

— ¡Otro poder! —exclamó el Brahmán—. Por supuesto que ese poder dependerá de los sacerdotes…

— Hay que dejar que escriban allí los sacerdotes vistosos —comentó el filósofo—, no esos que se la toman en serio. No hay inconveniente en que digan allí lo que quieran algunos Sacerdotes Lustrosos. Su Eminencia incluso, que sabemos escribe como los propios ángeles.

— ¡Ay, ay, ay ay, ay! —dijo el Rey—. ¡Ay, ay, ay, ay, ay! Me duele la cabeza. Y mandó que todo lo dicho se pusiese por escrito con el título de “Teoría del Estado”.

Lo que pasó luego exigiría un libro. A la muerte del Rey Ahdar le sucedió su yerno Adbud, y a la muerte de la princesa Betharis, el nuevo Rey implantó la “Teoría del Estado”, reuniendo una Convención Constituyente, que promulgó todos sus principios. Lo que pasó fue estupendo: el Reino se puso todo en movimiento, como animado de una vida extraordinaria. Se empezaron a producir toda clase de cosas nuevas y pintorescas —artísticas, si se quiere— aptas para los escritores de novelas. Por ejemplo, el Payaso Primero del Reino llegó a Primer Ministro, una Contadora Pública a Rectora de la Universidad, se entregó toda la enseñanza superior a las mujeres, las cuales apasionadamente “hacían” política en cuerpo y alma, y pusieron de Primer Sacerdote a un hombre manifiestamente burro, y avariento por añadidura, en tanto que unos cuantos estudiosos aislados, ermitaños digamos, todos echados de la Universidad, no hacían más que protestar inútilmente por medio de oscuros vaticinios. Antes de morir, la princesa Betharis reconoció: “Este país está todo en movimiento: como un queso con gusanos”.

En el pueblo existía la convicción de que el Reino era en realidad gobernado desde afuera: que el poderoso Imperio de los Grandes Ríos los explotaba hábilmente a todos ellos en realidad, y tenía para ello sus personeros pagados entre la nueva nobleza del país, pero no podía nada contra eso, fuera de dejar de trabajar, lo cual traía el hambre. Mientras todo lo que pasaba fue más o menos carnavalesco, la gente se consolaba riendo en unos espectáculos que los bufones llamaban “revistas”. Pero de repente estalló la guerra civil que se llamó de los Ganímides, ocasionada justamente en una palabra de un loco que entonces ejercía de Sumo Sacerdote. De esa guerra civil la historia todavía no ha dicho la última palabra —que sin duda ha de ser Ruina, Desolación, y Fieros Males— ni se puede decir que esté acabada. Porque el Reino de los Grandes Ríos tiene en reserva un jefe “revolucionario” para usarlo hábilmente en el momento en que el Gobierno de Pechikén no le guste.

Esto es lo que pude sacar en limpio del sabio Rudentius.

R.P. Leonardo Castellani, S.J.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Que viva el gran Leonardo!.
Aunque escandalice a los "estudiosos"

También es rescatado de la conspiración del silencio a la que lo han sometido en
http://hojasdereyes.blogspot.com/2008/09/tretas-y-fantasmas.html
Mal que le pese a Aguinis.
Plegarias mutuas