jueves, 30 de octubre de 2008

El cumpleaños infeliz


CARA O CRUZ

Se ha repetido ya muchas veces que el mejor ardid del demonio es convencernos de su inexistencia. Hábil en intrigas y ocultamientos, el escondite de su propia realidad es la garantía de su éxito. Actuar negando la entidad del sujeto le otorga eficacia a la acción e impunidad al responsable. La simulación y el fraude son pues, parte substancial de su trabajo; y ha de tener forzosamente algo de endemoniado quien hace de su función una impostura y una trapacería permanente.

Mas siendo cierto lo antedicho, y sin que importe una contradicción con ello, parecería que hoy ya no se pretende negar la existencia del Demonio sino afirmar la conveniencia de su figura y el carácter positivo de su presencia. Entronizarlo como ídolo intangible y, revestido previamente de ángel de la luz, exhibirlo bajo la faz bonachona y positiva de un prometedor de utopías. Con algo de víctima incomprendida por el pasado y mucho de fulgurante dinamizador del cambio y del futuro. Ya no el monstruo que atemorizaba en la soledad a los supersticiosos, sino el mascarón sonriente que encandila y saluda a las multitudes. Ya no el oculto por su fealdad visible, sino el visible por su fealdad ocultada. Y ya no más el impresentable y el negado por su ruindad, sino el ruin presentable y caracterizado de afable.

Hay indudablemente una distancia —pero también un camino directo que la recorre y unifica— entre el escamotear aviesamente a Satán y el pedir con descaro su mandato, entre el fingir su inconsistencia y el proclamar su candidatura. Pero tácticas variables y complementarias, apuntan en el fondo a un mismo fin: segar a Dios de las almas y de los pueblos, apartar de Dios las inteligencias, las voluntades y los corazones. Tácticas reversibles e intercambiables, decimos, pero cuyos responsables tienen nombres y rostros conocidos que al revés o al derecho ya no pueden engañarnos. Janos modernos —remozados y maquillados— míreselos como se los mire, son la cara de la culpa y del odio. Mas el solo hecho de su bifrontalidad caricaturesca y luciferiana, el solo hecho de adquirir un fondo endemoniado tras una apariencia apacible, habla a las claras de una degradación de lo humano, de una atrofia del señorío y de una ausencia de la univocidad propia de lo noble. Algo sabía de esto Dostoievski cuando nos describe a Pedro Verjovenski en Los Endemoniados.

Por eso, muchas explicaciones cabrá dar sobre la actual situación argentina. Analistas y politicólogos mercan con la tragedia nacional como con un producto abaratado y en oferta. Pero no podrá inteligirse plenamente nuestro drama, ni proponerse seriamente su regeneración, sin una perspectiva teológica como la que dejamos entrever. Lo que hoy acontece en la Patria es, estrictamente hablando, diabólico. Es la Revolución Mundial Anticristiana avanzando descontroladamente, es el Judaísmo y la Masonería cogobernando a sus anchas; es el liberalismo y el socialismo repartiéndose el patrimonio material y cultural, es el marxismo y sus socios adueñándose como gavillas en rapiña de cuanto topan a su paso. Es el primado de la impostura y la inmoralidad, la tiranía de la subversión y la perversidad de la democracia. Es la Sinagoga de Satanás, como lo dijo para siempre León XIII, y el enseñoreamiento de Satán en la Ciudad del que tan bien habló Marcel de la Bigne. Era él justamente, el que explicando con trazos magníficos el dominio del Maligno sobre el cuerpo social y político, sintetizaba acertadamente la cuestión en la falacia de la soberanía popular. Y es cierto; porque secularizado el poder no queda otra cosa más que todas las formas de la rebelión del hombre contra el Creador. Pero de un hombre que ha hecho del pecado original un grito de liberación, de la masificación un motivo de orgullo, y de la suma de sus desvaríos la omnipotencia numérica de sus derechos. Así, el despotismo de la cifra y la adulación de la cantidad que comporta el mito de la soberanía popular erigido en suprema razón de los estado, va justificando y convalidándolo todo: desde el desmembramiento territorial hasta la corrupción de la moral y de las costumbres; desde la destrucción de la familia hasta la profanación de la Cruz; desde el empobrecimiento físico de la población hasta su vejamen espiritual. Siempre es el guarismo, la aritmética, la estadística o el censo lo que se invoca para legitimar las tropelías. Siempre es la prevalencia de lo más y el griterío de los acumulados, siempre es el cálculo contra la Unidad Indivisa de la Verdad, siempre es el volumen basto del averno contra la longitud etérea del Cielo. Lo que acontece en la Patria, sin dudas, es algo propiamente diabólico.

Y se entiende que en una nación ganada por las huestes del Gran Farsante no pueda sino prevalecer la mentira y la confusión deliberada, las intrigas palaciegas y las urdimbres viscosas en las que se enriedan sus mismos agentes. Porque cuando no se reconoce a Dios, pasa lo que vociferaba Sartre: “el Infierno son los otros”. Que lo diga si no —es un ejemplo— el enfermo Germán López. En manos de los lacayos del Padre de la Mentira, la Argentina está rodeada de embustes.

Mentira en el lenguaje oficial incapaz de definir y siempre pronto para adormecer y profanar. Mentira en la diplomacia reducida a la cobardía de los conciliábulos y a los enjuagues de las trastiendas. Mentira en la economía programada para los usureros y los tecnócratas. Mentira en la educación convertida en lavado de cerebros contra la rehabilitación de la inteligencia. Mentira en la seguridad pública librada a la indefensión y a las agresiones de toda índole. Mentira en las promesas demagógicas y en las bravatas comiteriles, mentiras en el parlamento y en los despachos públicos, en los balcones del oprobio o en los sillones académicos. Mentira en la oposición cómplice y envidiosa por no poder mentir desde el poder. Mentira en los atentados y en las investigaciones, en los repudios y en las interpelaciones ministeriales. Mentiras, en fin, en las invocaciones cívicas imbecilizadas de pacifismo y en las voces trémulas y psudoprotestatarias de los que debieran defenderse como siempre se han sabido defender los varones.

En este estado de cosas, este caos que es fruto causal y metódico de la negación del Orden, tiene en la persona de Alfonsín a su primer responsable y a su más penosa encarnadura. Lo decimos expresamente ante ese entorno servil de amanuenses que tratan de preservarlo y de mantener incólume su imagen. Pero su imagen es la que mostramos hoy, y que cada vez más, se vuelve nítida para la indignación nacional. Es la cara de un enemigo de Dios y de la Patria. Es el anverso y el reverso de la misma negación de Cristo y de la Fe Fundadora. Es la cara de la traición al ser nacional, de la claudicación de la estirpe y de la construcción de una factoría materialista e impía. Por eso es bueno repetirlo: cara o Cruz.

Nosotros —que hemos crecido y amado a la sombra del Crucifijo— sabemos bien lo que es el demonio. Sabemos de su vileza incurable como de su final ruinoso, para él, para sus pompas y para todos sus sirvientes de turno. Sabemos que Satán está en la Ciudad, pero la ciudad se llama de la Santísima Trinidad y de Santa María de los Buenos Aires, e “ipsa conteret caput tuum”. Ella misma —vencedora imparable en la lucha final— le aplastará la cabeza al Infame.

No. No es el Maldito el que nos amedrenta. Son los católicos tibios y rendidos. Los que todavía creen que se puede edificar una segunda república y no entienden que hay que restaurar en Cristo Rey la que tenemos despojada y en servidumbre. A ellos, el consejo sabio del Padre Ribadeneyra de andar “apercibido y armado”. A los nuestros la certeza de que “de todo laberinto se sale de arriba”. Arriba, bien alto, donde las águilas no cierran sus alas imperiales. Donde el Arcángel que custodia la Argentina ya tiene desplegado el Campamento.

Antonio Caponnetto

Nota: Este artículo, que íntegramente reproducimos, apareció por vez primera en el número 101 de la revista “Cabildo”, segunda época, año X, en el mes de junio de 1986.

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