jueves, 23 de octubre de 2008

Ensayo (y II)


TEILHARD Y EL INFIERNO

Si Teilhard hubiera permanecido asépticamente al margen de la Iglesia, su obra —como la de Schuré o de otros mistagogos más o menos conocidos— habría sido el alimento espiritual de alguna capillita perdida en la oscuridad de sus extravagancias. Desgraciadamente era un miembro activo de la Compañía de Jesús, y por ende un sacerdote católico. Debía actuar en el seno de la Iglesia y desde allí expandir su buena nueva y dar alguna respuesta a los puntos en que su novedad no coincidía con la Tradición. Uno de esos puntos era la existencia de Satanás y la realidad personal de los demonios.

¿Cómo metemos estos resabios esjatológicos de la vieja teología en el terreno de la evolución progresiva? Teilhard hace algunas referencias a la existencia de este abismo de maldad inexplicable en el contexto de su laborioso sistema pero, obligado por sus funciones sacerdotales, hizo de tripas corazón y asumió la pesada faena de integrar estas verdades de fe sin renunciar a su optimismo fundamental.

Cuénot explica que no se trató de una concesión a la fe común, admitida a título provisorio para hacer pasar el resto de sus especulaciones: no estaba en su índole una debilidad de esta naturaleza. Aceptó la existencia del mal y de las fuerzas infernales porque era, antes que nada, un teólogo católico. Pero su religión —se apresura a añadir el informado discípulo— estaba enteramente desmitificada.

En su trabajo “El Medio Divino”, Teilhard inserta una oración en donde ensaya explicar lo que podía entender de esas realidades sobrenaturales: “Vuestra revelación, Señor, me obliga a creer más. Los poderes del Mal en el universo no son solamente una atracción, una desviación, un signo menos, un retomo aniquilador a la pluralidad. En el curso de la Evolución Espiritual del Mundo, elementos conscientes, Mónadas, se han desprendido libremente de la masa que solicitaba vuestra Presencia. El Mal se ha como encarnado en ellas. Y ahora hay alrededor mío, mezclados con vuestra luminosa Presencia, presencias oscuras, seres malvados, cosas malignas. Este conjunto separado representa una resaca definitiva e inmortal de la génesis del Mundo. Hay tinieblas no solamente interiores sino también exteriores. Esto nos dice el Evangelio”.


La imagen no es mala: el río caudal de la evolución deja en las riberas restos de una sustancia refractaria al progreso. Desde un punto de mira estrictamente ortodoxo habría algo que decir con respecto a esta aceptación desmitificada de los malos ángeles y sus humanos servidores. Nos conformamos con señalar el tono resignado con que acepta el hecho y la casi imposibilidad de poder ubicarlo en el torrente de su optimismo evolucionista.

“Me habéis pedido mi Dios, creer en el Infiemo pero me habéis prohibido pensar, con absoluta certeza, que un sólo hombre se haya condenado. No buscaré contemplar los condenados, ni aún en alguna medida, a saber si existe alguno. Pero aceptando sobre vuestra Palabra el infierno, como un elemento estructural del universo, rogaré, meditaré, hasta que en esa cosa temible aparezca para mí un complemento reconfortante, aún beatificante, a las visiones que me habéis abierto sobre vuestra omnipotencia” (ibíd.).

Mientras esa integración no se produzca, Teilhard se comprometió a no ver en el infierno algo capaz de destruir la unidad substancial del Pléroma, donde lo natural y lo sobrenatural se abrazan para constituir una totalidad perfecta: “Los Espíritus caídos no podrían —también lo sé— alterar la perfección del Pléroma. Cada alma que se pierde, pese a los llamados de la Gracia, arruinaría la perfección de la unidad común, pero Vos les oponéis, Señor, una reparación de ésas que restauran, a cada instante, el universo en una frescura y pureza nuevas. El condenado no está excluido del Pléroma, solamente de su faz luminosa y de su beatificación. Él pierde el Pléroma, pero no por eso el Pléroma lo pierde” (ibíd.).

Con este epitafio la Evolución queda satisfecha y puede seguir con toda tranquilidad su marcha hacia la “PIeromización”, a pesar de los caídos “en el medio del camino”. Teilhard se propuso no pensar más en ellos, y no admitir la cosa como una situación que amenaza la seguridad de nuestras propias vidas.


CONCLUSIÓN

La Iglesia Católica fue creada por Nuestro Señor Jesucristo para que fuera el fiel custodio de las verdades reveladas y de todas las que, fundadas en ellas, constituyen el cuerpo dogmático. Para que esa fidelidad no flaqueara a raíz de las humanas debilidades de sus servidores, Cristo la dotó de una asistencia sobrenatural, que se manifiesta en su vida sacramental y en el carácter infalible del Magisterio de Pedro para todo cuanto se refiere a la fe y las costumbres.

La Iglesia adoptó como centro de su irradiación la ciudad de Roma, y con ella tomó su idioma, el latín, y todo el esfuerzo cultural que la latinidad había extraído de Grecia para convertirlo en instrumento idóneo de su faena educativa. La filosofía helénica, asumida a la luz de las verdades reveladas y volcados sus contenidos conceptuales en el preciso idioma del Lacio, se convirtió en el mejor elenco nocional para comprender las verdades teológicas.


Se corre un grave peligro cuando, tentados por formas de expresión extrañas al espíritu de la tradición católica romana, se abandona el método escolástico —llevado a su perfección por Santo Tomás de Aquino— y haciendo caso omiso de las precisas distinciones hechas en las diversas ramas del saber, se mezclan las perspectivas de conceptualización con el deseo de lograr una vaguedad lógica propicia a la exaltación de la fantasía.


Con demasiada frecuencia se suele tomar el desorden de la imaginación por eso que en la lengua bárbara de nuestro tiempo se llama “vivencia”, tal vez porque traduce, junto con la labor intelectual de comprensión, la conmoción de los afectos que tales representaciones provocan. Teilhard de Chardin fue un maestro en ese tipo de confusiones; y porque supo, como muy pocos, despertar un cúmulo de emociones turbias, se convirtió en el profeta de todos aquellos que confunden el bien del intelecto con una suerte de heretismo sentimental.


Rubén Calderón Bouchet

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