sábado, 18 de octubre de 2008

Fragmento


EL PAPA PÍO XII
Y LA DEMOCRACIA


Si existe un término en la lengua política de nuestra civilización que ha pasado a convertirse en un santo y seña ideológico, es el de democracia. Era imposible que un Pontífice pudiera usarlo en una acepción más o menos tradicional sin provocar numerosos malentendidos o una universal agresión publicitaria. Pío XII lo pronunció en algunas ocasiones y trató de colocarlo, de la mejor manera que pudo, en el elenco de las nociones políticas que tienen un sentido preciso. Es mi modesta opinión que perdió lamentablemente el tiempo, porque el término democracia está inevitablemente impregnado de ideologismo y su significación es tan variable y antojadiza como la propaganda de la cual depende de un modo fundamental y necesario.

Convengo en que la política es una realidad fluida y accidental, y aunque se pueden encontrar en ella principios prácticos universales, la adecuación a las muy diferentes situaciones provistas por la historia hace que las formas de la politicidad concreta no respondan nunca a las exigencias de un modelo determinado con anticipación. Uno de esos principios fundamentales hace que no se puede actuar en política sin conseguir, en alguna medida y de alguna manera, el apoyo del pueblo a la gestión de sus gobernantes.

Es indudable que para tener una clara comprensión de este hecho hay que distinguir con claridad entre lo que sucede con un pueblo y aquello que puede acontecer en una sociedad de masas. Un pueblo histórico, en la medida que despliega su dinamismo social conforme a un ritmo de crecimiento natural y espontáneo, se reconoce siempre en las clases dirigentes conque lo provee la historia. La sociedad de masas es hija de la publicidad e incumbe a ésta convencerla de que efectivamente participa en el gobierno porque se la convoca, de vez en cuando, a elegir los representantes seleccionados por la propia propaganda.

El mismo Papa quizá cedió un poco a la solicitud del reclamo publicitario cuando afirmaba que los pueblos “aleccionados por una amarga experiencia, se oponen con mayor energía al monopolio de un poder dictatorial incontrolable y exigen un sistema de gobierno que sea más compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos”.

El mismo Papa había visto nacer el fascismo como un movimiento de signo autoritario, exigido, reclamado y proclamado en cuanta oportunidad se tuvo, por la inmensa mayoría de los italianos. Había asistido también como Nuncio Apostólico al nacimiento de la Social Democracia Alemana y no había dejado de percibir la enorme cantidad de votantes que consolidó el poder de Hitler. Sabía mejor que nadie cuál fue la actitud del democratísimo Frente Popular español frente a la Iglesia Católica y por supuesto había coincidido con las medidas de su antecesor Pío XI en apoyar con toda su energía la cruzada del Generalísimo Franco. El Frente Popular francés, dirigido por el judío León Blum, no fue mejor para el cristianismo que el español y si se buscan las responsabilidades sobre el carácter internacional que tomó la guerra civil española quizá sea el Frente Popular galo el primero que se movió en apoyo de la República Española y la proveyó con los elementos de guerra que precisaba para hacer frente al levantamiento del ejército.

Tampoco ignoraba el Santo Padre que el comunismo se reclamaba de la voluntad del pueblo soberano y se anunciaba desde el Este de Europa como el verdadero rostro de la democracia. Todas estas ambigüedades y contrastes en el uso del término, no le impidieron intentar una aclaración semántica y dar su definición de eso que él entendía por democracia, sin que su intento haya sido más feliz que otros para señalar una realidad que gusta desafiar todas las definiciones.

De acuerdo con el espíritu de la filosofía práctica tradicional, distinguía entre pueblo y masa y asignaba al pueblo el hecho de ser una realidad histórica con vida y modalidad peculiares. Un pueblo poseía una estratificación social que era el resultado de un orden secular de convivencia en un territorio determinado. Tanto sus individuos como sus clases habían alcanzado diversas situaciones en una relación viviente con sus méritos, sus trabajos, sus ambiciones o sus abandonos. Todas las desigualdades prohijadas por el temperamento, la inteligencia, la laboriosidad, la simpatía, la astucia, el dolo o la honestidad tienden a fijarse y a mantenerse en los niveles logrados gracias a los usos, las costumbres o los prejuicios que favorecen la conservación familiar de las fortunas y los méritos. Los ideales educativos aparecen para que tales desigualdades prohijen obligaciones, deberes y actitudes en consonancia con la posición alcanzada en la sociedad.

Una comunidad humana se convierte en masa cuando desaparecen las jerarquías impuestas por la historia y, bajo el pretexto de una igualación de oportunidades, se destruyen los esfuerzos familiares y nacen en las tinieblas los poderes ocultos del dinero o los más ostensibles del mérito subversivo. En este clima surge la democracia moderna, es decir, las masas convocadas por los poderes anónimos para enmascarar su propio dominio.

El Papa no quería defender algo tan contrario al espíritu del Evangelio pero, al usar el término democracia y tratar de aclararlo en un contexto plagado de ambigüedades, no hizo más que sumar un elemento de confusión a los muchos que ya existían en el complicado panorama de la época. En un discurso pronunciado en 1946 hacía una seria advertencia a las clases dirigentes de la sociedad señalando las exigencias que les imponía la promoción del bien común y el cuidado de todos aquellos puestos bajo su dirección. No había en sus palabras la menor concesión al espíritu demagógico que imponía siempre el halago a la muchedumbre. Por el contrario, suponía que “la multitud innumerable, anónima, es presa fácil de la agitación desordenada, se abandona a ciegas, pasivamente al torrente que la arrastra o al capricho de las corrientes que la dividen y extravían. Una vez convertida en juguete de las pasiones o los intereses de sus agitadores, no menos que de sus propias ilusiones, la muchedumbre no sabe ya asentar firmemente su pie sobre la roca y consolidarse así para formar un verdadero pueblo, es decir un cuerpo viviente con sus miembros y sus órganos diferenciados según sus formas y funciones respectivas, pero concurriendo todos juntos a su actividad autónoma en el orden y la unidad”.

En ocasión de este discurso aparece nuevamente en boca del Papa la noción de democracia, pero ahora como un claro sinónimo de “res publica” en el sentido preciso y tradicional del término. De otro modo no se podría entender por qué razón alude a la necesidad de que en los pueblos civilizados exista el influjo de “instituciones eminentemente aristocráticas en el sentido más elevado de la palabra como son algunas academias de extenso y bien merecido renombre”.

“También la nobleza —añadía el Papa— pertenece a este número: sin pretender privilegio o monopolio alguno, la nobleza es, o debería ser una de esas instituciones tradicionales fundadas sobre la continuidad de una antigua educación”.

Advertía la dificultad de que una democracia moderna, teniendo en cuenta lo mucho que la revolución había dañado el crecimiento natural de los pueblos, aceptara la existencia de una nobleza condicionada por el nacimiento y la formación espiritual en el seno de una familia. Exhortaba a los nobles que todavía quedaban en Italia a que merecieran su posición mediante el esfuerzo y el trabajo sobre sí mismos.

“Tenéis detrás de vosotros —les decía— un pasado de tradiciones seculares que representaban valores fundamentales para la vida sana de un pueblo. Entre esas tradiciones de las que os sentís justamente orgullosos, contáis en primer lugar con la religión, la fe católica, viva y operante”.

Al final de su alocución a la nobleza tocaba la nota paternalista, que tanto ofende al espíritu democrático de nuestra época y que coloca su prédica en la justa línea donde estuvieron todos sus predecesores frente a la demolición revolucionaria. Dios es padre y la paternidad es la forma justa en que se desarrolla y se expresa la madurez del hombre. La única protección que pueden tener los débiles en el seno de una sociedad tiene que nacer del espíritu paternal de los fuertes. Ya no se cree en el espíritu ni en los buenos hábitos formados a la luz de la doctrina cristiana. Los que gobiernan consideran más ventajosos los expedientes hipócritas por los que se hace creer a las masas que gobiernan ellas. Se las halaga y se las nutre espiritualmente con utopías, para explotarlas mejor y envilecerlas sin remordimientos.

Rubén Calderón Bouchet

Nota: Este fragmento pertenece al extenso artículo “La luz que viene del Norte”, que poseemos en su totalidad. Por su amplitud, sólo publicamos hoy estos breves párrafos, mientras esperamos el momento de poder transcribirlo íntegramente.

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