ORA PRO NOBIS
Plena guerra mundial. El Jefe del Gobierno fue detenido el día 25 de julio y conducido a la isla de Ponza, situada en Anzio, que se encuentra a unos cincuenta kilómetros al sur de Roma. Sus partidarios habían disminuido extraordinariamente, y muchos se congratularon de aquella especie de revolución que colocó a un Mariscal en el puesto de Jefe del Gobierno, de completo acuerdo con el rey Víctor Manuel.
Nuevamente vio entonces Pío XII la ocasión de solicitar que Roma fuese declarada “ciudad abierta”, y encontró franca colaboración en el Mariscal. Pero, consultados los aliados en tal sentido, por medio de sus representantes, manifestaron:
“De momento, no poseemos suficiente conocimiento del nuevo Gobierno para otorgarle nuestra confianza. Es menester que se nos demuestre la seriedad de este cambio político y su buena predisposición respecto a nosotros”.
Quedó pues demorada nuevamente tal solicitud, lo cual fue la causa de que un nuevo bombardeo tuviera lugar sobre la Ciudad Eterna el día 13 de agosto. Otra vez el Papa salió del Vaticano, sin ningún protocolo, para dirigirse al lugar más destrozado, que resultó ser el barrio de San Juan, cerca de la iglesia de San Juan de Letrán.
Por cierto que se relata una anécdota referente a esta ocasión, que nos parece significativa. Hela aquí:
Circulaba Pío XII por el lugar del suceso, atendiendo a unos y a otros, respondiendo a preguntas, consolando, acariciando, bendiciendo, cuando de pronto sus ojos oscuros, fatigados, llenos de pena, se fijaron en un rostro infantil, blanco, inmóvil… Aproximóse más, pudo darse cuenta de que se trataba de una niña, a la que habían colocado sobre unas parihuelas. Probablemente había recibido alguna herida importante. O quizá estuviera muerta.
Con aquel especial afecto que siempre sintiera por los pequeñuelos, se acercó más todavía y arrodillóse a su lado. La chiquilla no hacía el menor movimiento. Parecía que la vida se había escapado ya de su cuerpecito. Alargando su pálida y delgada mano, el Papa la tocó ligeramente mientras le dirigía tiernas frases. No se oyó lo que le decía, pero se sabe que al sonido de su voz, la pequeña fue abriendo lentamente los ojos. Pareció extrañada de encontrarse allí y poco después se incorporaba. El “hombre blanco” le sonreía y ella sonrió también.
¿Estaba solamente desmayada y entonces reaccionó? Es posible. Pero lo cierto es que se reanimó al ligero contacto de la mano de Pío XII y al escuchar el tierno y dulce sonido de su voz. Levantándose por completo, ya del todo restablecida, pudo marcharse hacia su casa, mientras la mirada bondadosa y complacida del Papa la seguía amorosamente.
Nuevamente vio entonces Pío XII la ocasión de solicitar que Roma fuese declarada “ciudad abierta”, y encontró franca colaboración en el Mariscal. Pero, consultados los aliados en tal sentido, por medio de sus representantes, manifestaron:
“De momento, no poseemos suficiente conocimiento del nuevo Gobierno para otorgarle nuestra confianza. Es menester que se nos demuestre la seriedad de este cambio político y su buena predisposición respecto a nosotros”.
Quedó pues demorada nuevamente tal solicitud, lo cual fue la causa de que un nuevo bombardeo tuviera lugar sobre la Ciudad Eterna el día 13 de agosto. Otra vez el Papa salió del Vaticano, sin ningún protocolo, para dirigirse al lugar más destrozado, que resultó ser el barrio de San Juan, cerca de la iglesia de San Juan de Letrán.
Por cierto que se relata una anécdota referente a esta ocasión, que nos parece significativa. Hela aquí:
Circulaba Pío XII por el lugar del suceso, atendiendo a unos y a otros, respondiendo a preguntas, consolando, acariciando, bendiciendo, cuando de pronto sus ojos oscuros, fatigados, llenos de pena, se fijaron en un rostro infantil, blanco, inmóvil… Aproximóse más, pudo darse cuenta de que se trataba de una niña, a la que habían colocado sobre unas parihuelas. Probablemente había recibido alguna herida importante. O quizá estuviera muerta.
Con aquel especial afecto que siempre sintiera por los pequeñuelos, se acercó más todavía y arrodillóse a su lado. La chiquilla no hacía el menor movimiento. Parecía que la vida se había escapado ya de su cuerpecito. Alargando su pálida y delgada mano, el Papa la tocó ligeramente mientras le dirigía tiernas frases. No se oyó lo que le decía, pero se sabe que al sonido de su voz, la pequeña fue abriendo lentamente los ojos. Pareció extrañada de encontrarse allí y poco después se incorporaba. El “hombre blanco” le sonreía y ella sonrió también.
¿Estaba solamente desmayada y entonces reaccionó? Es posible. Pero lo cierto es que se reanimó al ligero contacto de la mano de Pío XII y al escuchar el tierno y dulce sonido de su voz. Levantándose por completo, ya del todo restablecida, pudo marcharse hacia su casa, mientras la mirada bondadosa y complacida del Papa la seguía amorosamente.
Otra espina estaba clavada en el sensible corazón del Pastor Angelicus. Porque era, en efecto, un gran Pastor espiritual y sufría por aquellas ovejas que padecían tanto y a las cuales quería ayudar hasta el máximo. Tratábase ahora de los prisioneros que se encontraban en los campos de concentración. Y hablando de ellos, decía en cierta ocasión:
—Cierto es que las normas del Derecho Internacional no obligan a liberar a los prisioneros antes de que la paz sea firmada. Pero me dan pena estas personas, tan lejos de sus hogares, en muchos de los cuales ni siquiera sen si están muertos o vivos… Debo escribir un mensaje para los aliados en este sentido. Creo que me secundarán.
— Entonces, ¿quiere Vuestra Santidad, que tome nota de lo que deseáis decirles?
— Sí, por favor, hágalo usted… Escriba… “Sabemos que las reglas del Derecho Internacional…”
Y así continuó dictando el discurso que luego pronunciaría por radio, y que habría de servir también de gran consuelo para los infelices que sufrían en tales lugares, apartados de los suyos, muchos de ellos enfermos, y algunos casi dementes. Pío XII continuaba, de uno u otro modo, en todas las direcciones que creía conveniente, su excelsa obra de Apostolado. Los deseos que tuviera en su juventud de ayudar a quienes lo necesitaran, se veían sobradamente cumplidos. Únicamente que él había aspirado a regentear solamente una sencilla parroquia, a atender a los feligreses de la misma. Y ahora se encontraba que su parroquia era el mundo entero y sus feligreses, una buena parte de los habitantes del mundo.
De esta época se relata una anécdota bastante conocida. Se trata de lo siguiente:
Habiendo el Papa recibido, poco después de la guerra, la visita del político inglés Winston Churchill, éste le dijo durante la conversación:
— ¿Sabéis, Santidad, lo que preguntó José Stalin en la Conferencia de Yalta cuando se habló de Vos en la misma? Pues lo siguiente: “Yo quisiera saber cuántas Divisiones tiene el Papa”.
Pío XII sonrió ante tal ocurrencia, y contestó sin inmutarse:
— Cuando vea de nuevo a Nuestro hijo José Stalin, dígale que Nuestras Divisiones están en el cielo.
Quedó de este modo el asunto, hasta que, años más tarde falleció el aludido político ruso. Al serle comunicada la noticia al Pontífice, éste volvió a sonreír, y de un modo sencillo, espontáneo, seguro, manifestó:
— Ahora verá Nuestras Divisiones.
—Cierto es que las normas del Derecho Internacional no obligan a liberar a los prisioneros antes de que la paz sea firmada. Pero me dan pena estas personas, tan lejos de sus hogares, en muchos de los cuales ni siquiera sen si están muertos o vivos… Debo escribir un mensaje para los aliados en este sentido. Creo que me secundarán.
— Entonces, ¿quiere Vuestra Santidad, que tome nota de lo que deseáis decirles?
— Sí, por favor, hágalo usted… Escriba… “Sabemos que las reglas del Derecho Internacional…”
Y así continuó dictando el discurso que luego pronunciaría por radio, y que habría de servir también de gran consuelo para los infelices que sufrían en tales lugares, apartados de los suyos, muchos de ellos enfermos, y algunos casi dementes. Pío XII continuaba, de uno u otro modo, en todas las direcciones que creía conveniente, su excelsa obra de Apostolado. Los deseos que tuviera en su juventud de ayudar a quienes lo necesitaran, se veían sobradamente cumplidos. Únicamente que él había aspirado a regentear solamente una sencilla parroquia, a atender a los feligreses de la misma. Y ahora se encontraba que su parroquia era el mundo entero y sus feligreses, una buena parte de los habitantes del mundo.
De esta época se relata una anécdota bastante conocida. Se trata de lo siguiente:
Habiendo el Papa recibido, poco después de la guerra, la visita del político inglés Winston Churchill, éste le dijo durante la conversación:
— ¿Sabéis, Santidad, lo que preguntó José Stalin en la Conferencia de Yalta cuando se habló de Vos en la misma? Pues lo siguiente: “Yo quisiera saber cuántas Divisiones tiene el Papa”.
Pío XII sonrió ante tal ocurrencia, y contestó sin inmutarse:
— Cuando vea de nuevo a Nuestro hijo José Stalin, dígale que Nuestras Divisiones están en el cielo.
Quedó de este modo el asunto, hasta que, años más tarde falleció el aludido político ruso. Al serle comunicada la noticia al Pontífice, éste volvió a sonreír, y de un modo sencillo, espontáneo, seguro, manifestó:
— Ahora verá Nuestras Divisiones.
Un día, hallándose en su despacho, notó que el gentilhombre tenía el rostro algo contraído, como si estuviera pensando en alguna cosa que lo preocupara o repugnara. Bastante extrañado, le preguntó:
— ¿Le ocurre a usted algo extraordinario?
— No, Santidad —repuso él con voz un tanto entrecortada—. Es decir, he visto una cosa que me ha impresionado, pero no quiero molestaros con ello.
— ¿De qué se trata? Debe de ser importante cuando lo ha afectado de tal modo.
— Pues… sí, en cierta manera, Santo Padre. Se trata de una mujer que ha llegado hasta aquí para pedir audiencia. Llevaba consigo a su hijo… ¡Pobre niño! Es tan deforme que la gente, apenas lo mira, vuelve la cabeza, horrorizada… Yo mismo me acuso de haberlo hecho. Nunca había presenciado una deformidad tan monstruosa…
El Papa iba interesándose cada vez más por lo que el gentilhombre le contaba, y entonces preguntó rápido:
— ¿Y dónde están esa mujer y ese niño?
— Se han marchado.
— ¿Cómo que se han marchado? ¿No dijo usted que habían solicitado una audiencia?
— Sí, Santidad. Pero juzgando que el caso no era interesante para Vos, no se la han concedido.
— ¡Todas las personas que sufren me interesan! Y esa pobre madre… Viendo que su interlocutor estaba algo perplejo, añadió: — Vaya, vaya usted. Esto no le concierne.
Y mientras él salía del despacho, tomó presurosamente el receptor del teléfono, y una vez establecida la comunicación, mandó:
— Busquen a esa mujer que hace poco ha estado aquí acompañada de su hijo enfermo. Y cuando la encuentren, introdúzcanla inmediatamente en mi despacho.
Así lo hicieron, y cuando pudieron ser localizados, los llevaron a su presencia. Él los recibió con aquella singular dulzura que tenía para todos los desgraciados. Tomó al niño en sus brazos, amorosamente, y se interesó por el tratamiento que se le había prescrito.
— Muchos médicos lo han visitado, Santidad —respondió la madre, llorando, pero al mismo tiempo conslada por la extrema afabilidad del Papa—, y viendo que ellos no podían curarlo, lo llevé a Lourdes… Pero tampoco allí conseguí buen resultado.
— No todos los que van allá sanan, hija mía, y Dios sabe el por qué. Quizá más adelante lo consiga. Nunca ha de perderse la esperanza. Y si el Señor tiene dispuesto que usted y su pequeño tengan que soportar esta gran cruz, resígnense a ella, seguros de que Él dará su recompensa más tarde o más temprano.
Una expresión de alivio, de interno consuelo iba reflejándose en el semblante de la pobre madre, que manifestó llena de gratitud:
— Eso es lo que yo quería, Santo Padre. Recibir este consuelo que a tantos alienta… No esperaba un milagro al venir a veros; sólo estas palabras que parece que dan vida… Aunque quien me lo pidió fue el niño. Siempre decía que quería venir a Roma para veros. Y al final me decidí. El pobre ha oído hablar de Vos y os quiere mucho…
El pequeño sonreía mirando al Pontífice, que seguía teniéndolo en brazos, y él le sonrió también, diciendo cariñosamente:
— También lo quiero yo, y rezaré por él. ¿Sabes, chiquito, que los niños siempre me han gustado mucho? Me recuerdan al Divino Infante que nació en Belén. Por Navidad, en mi capilla privada, digo Misa delante de una cuna donde está reclinado el Niño Dios. Y en Él me parece ver simbolizados a todos los pequeñuelos del mundo…
Lágrimas de emoción corrían por las mejillas de la pobre mujer al ver el semblante consolado de su hijo, del cual, habitualmente todas las personas apartaban los ojos, impresionados. El Papa, por el contrario, parecía buscar su mejor sonrisa, su caricia más tierna, sus palabras más confortables, para dirigírselas al pequeño.
Y cuando, más tarde, ambos abandonaron el Vaticano, se sentían mucho menos desgraciados. Aquella luz que se desprendía del Pontífice los acompañaría siempre, con el recuerdo de una bondad ultraterrena, sobrehumana, santa.
— ¿Le ocurre a usted algo extraordinario?
— No, Santidad —repuso él con voz un tanto entrecortada—. Es decir, he visto una cosa que me ha impresionado, pero no quiero molestaros con ello.
— ¿De qué se trata? Debe de ser importante cuando lo ha afectado de tal modo.
— Pues… sí, en cierta manera, Santo Padre. Se trata de una mujer que ha llegado hasta aquí para pedir audiencia. Llevaba consigo a su hijo… ¡Pobre niño! Es tan deforme que la gente, apenas lo mira, vuelve la cabeza, horrorizada… Yo mismo me acuso de haberlo hecho. Nunca había presenciado una deformidad tan monstruosa…
El Papa iba interesándose cada vez más por lo que el gentilhombre le contaba, y entonces preguntó rápido:
— ¿Y dónde están esa mujer y ese niño?
— Se han marchado.
— ¿Cómo que se han marchado? ¿No dijo usted que habían solicitado una audiencia?
— Sí, Santidad. Pero juzgando que el caso no era interesante para Vos, no se la han concedido.
— ¡Todas las personas que sufren me interesan! Y esa pobre madre… Viendo que su interlocutor estaba algo perplejo, añadió: — Vaya, vaya usted. Esto no le concierne.
Y mientras él salía del despacho, tomó presurosamente el receptor del teléfono, y una vez establecida la comunicación, mandó:
— Busquen a esa mujer que hace poco ha estado aquí acompañada de su hijo enfermo. Y cuando la encuentren, introdúzcanla inmediatamente en mi despacho.
Así lo hicieron, y cuando pudieron ser localizados, los llevaron a su presencia. Él los recibió con aquella singular dulzura que tenía para todos los desgraciados. Tomó al niño en sus brazos, amorosamente, y se interesó por el tratamiento que se le había prescrito.
— Muchos médicos lo han visitado, Santidad —respondió la madre, llorando, pero al mismo tiempo conslada por la extrema afabilidad del Papa—, y viendo que ellos no podían curarlo, lo llevé a Lourdes… Pero tampoco allí conseguí buen resultado.
— No todos los que van allá sanan, hija mía, y Dios sabe el por qué. Quizá más adelante lo consiga. Nunca ha de perderse la esperanza. Y si el Señor tiene dispuesto que usted y su pequeño tengan que soportar esta gran cruz, resígnense a ella, seguros de que Él dará su recompensa más tarde o más temprano.
Una expresión de alivio, de interno consuelo iba reflejándose en el semblante de la pobre madre, que manifestó llena de gratitud:
— Eso es lo que yo quería, Santo Padre. Recibir este consuelo que a tantos alienta… No esperaba un milagro al venir a veros; sólo estas palabras que parece que dan vida… Aunque quien me lo pidió fue el niño. Siempre decía que quería venir a Roma para veros. Y al final me decidí. El pobre ha oído hablar de Vos y os quiere mucho…
El pequeño sonreía mirando al Pontífice, que seguía teniéndolo en brazos, y él le sonrió también, diciendo cariñosamente:
— También lo quiero yo, y rezaré por él. ¿Sabes, chiquito, que los niños siempre me han gustado mucho? Me recuerdan al Divino Infante que nació en Belén. Por Navidad, en mi capilla privada, digo Misa delante de una cuna donde está reclinado el Niño Dios. Y en Él me parece ver simbolizados a todos los pequeñuelos del mundo…
Lágrimas de emoción corrían por las mejillas de la pobre mujer al ver el semblante consolado de su hijo, del cual, habitualmente todas las personas apartaban los ojos, impresionados. El Papa, por el contrario, parecía buscar su mejor sonrisa, su caricia más tierna, sus palabras más confortables, para dirigírselas al pequeño.
Y cuando, más tarde, ambos abandonaron el Vaticano, se sentían mucho menos desgraciados. Aquella luz que se desprendía del Pontífice los acompañaría siempre, con el recuerdo de una bondad ultraterrena, sobrehumana, santa.
Domingo 5 de octubre de 1958. En apariencia, era un domingo como cualquier otro en Castelgandolfo, donde todavía se encontraba el Santo Padre, después de haber pasado allá el verano, como hacía habitualmente. A las 9:30 salió al balcón, desde el cual acostumbraba bendecir a los peregrinos, que se arracimaban cerca de los muros de la estival residencia.
Aquella mañana fueron unos cinco mil los reunidos. Él les sonrió, con una sonrisa un tanto cansada, que reflejaba su creciente agotamiento. Y después de bendecirlos, los fue saludando afectuosamente con la mano. Luego los que estaban cerca de él lo oyeron murmurar:
— Adiós… Adiós…
¿Presentía acaso su muerte? ¿Comprendía que era ya la última vez que se asomaba a aquel balcón para recibir el homenaje de la multitud y entregarle a su vez la expresión de su afecto?
Aquella mañana fueron unos cinco mil los reunidos. Él les sonrió, con una sonrisa un tanto cansada, que reflejaba su creciente agotamiento. Y después de bendecirlos, los fue saludando afectuosamente con la mano. Luego los que estaban cerca de él lo oyeron murmurar:
— Adiós… Adiós…
¿Presentía acaso su muerte? ¿Comprendía que era ya la última vez que se asomaba a aquel balcón para recibir el homenaje de la multitud y entregarle a su vez la expresión de su afecto?
Ya hace cincuenta años que su alma fue llamada al encuentro con el Padre. Confiamos en que, también hace ya cincuenta años, estará disfrutando del Cielo, de la visión beatífica, de la Luz y la Gloria que no tienen fin. Aquella sonrisa un tanto cansada resplandecerá ahora, en lo Alto. Pidámosle al SANTO Padre Pío XII que nos proteja y nos brinde un poco de su fe, para algún día llegar a verlo, si no en los altares de esta tierra —por culpa de tantos pusilánimes y traidores—, sí a la diestra de Aquel de quien fuera su Vicario de tan feliz memoria.
Y si —como decía Anzoátegui— para hombres como Freud parece haber sido creado el infierno, para Santos como Pío XII parece haber sido creado el Cielo.
Y si —como decía Anzoátegui— para hombres como Freud parece haber sido creado el infierno, para Santos como Pío XII parece haber sido creado el Cielo.
1 comentario:
La anécdota de las "divisiones del Papa" nos muestran a un Pío XII rebosante de optimismo y de caridad.
Por que solamente con un optimismo y una caridad infinitas se puede suponer que Stalin a su muerte podría contemplar sus "divisiones" en el Cielo. Ya que José Stalin y todos los Stalin de este mundo tienen como destino natural el Averno.
Salvo que el diabólico antro infernal que con justicia alojó al homicida serial bolchevique tuviera alguna vista al Cielo, cosa que no parece verosimil.
Por que parodiando a I.B. Amzoátegui el infierno parece creado no solo para hombres como Freud sino también para hombres como Stalin. Y también , por supuesto, para sus cómplices Churchill o Roosvelt.
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