“Ser encontrado fiel”.
El Camarada Renzo Lódoli, fascista de familia católica y padre militar, presidente de ANCIS (los bravos italianos que vinieron a España para ayudar a ganar la Cruzada contra el bolchevismo internacional), descansa ya de una vida cargada de fidelidades, a las cuales honró hasta su muerte, acaecida el pasado 6 de octubre.
Además de la oración agradecida por quien caritativamente expuso su vida por la causa de España, vamos a sumar el recuerdo de un viejo reportaje, en el cual desgranó —en el lenguaje florido del Dante— su ideario de siempre. El mejor Lódoli se vio en campos de combate, siempre bajo la bandera del “il Fascismo Redentor”; pero el Lódoli reporteado no le iba en zaga...
Nací en Venecia porque mi padre era oficial de marina. De niño recorrí toda Italia con él. Luego volví a Roma y estudié en el Politécnico. Cuando empezó la guerra de España tenía 23 años. Era ingeniero pero todavía no estaba trabajando. Acababa de regresar de África de luchar en Abisinia como miembro de un batallón de estudiantes voluntarios. Todos nosotros éramos fascistas. En aquel entonces todos los italianos eran fascistas. Había una organización de universitarios fascistas, de donde posteriormente surgirían los más antifascistas.
Llegué a España con un regimiento de la División Littorio, en un barco que no tenía nombre ni nacionalidad. Se la habían borrado. ¡Era un barco fantasma! Llevábamos los uniformes caquis de las tropas coloniales italianas, sin grados, sin emblemas, sin nada. Salimos de Nápoles y tardamos cinco días en llegar a Cádiz. No sé por dónde pasamos. Al llegar, nos pusieron grados y emblemas y una boina negra con una estrella de cinco picos. Teníamos, como los alféreces provisionales españoles, una hombrera de paño negro con una estrella de oro. A los alféreces, nos pusieron dos estrellas blancas de plata. No llevábamos bandera italiana ni nada semejante. Llevábamos una bandera negra, con una cinta italiana y otra española.
Nada más llegar nos mandaron quince días a Jerez de la Frontera, donde nos facilitaron un carné de falangista y otro de requeté. De allí nos trasladamos a Guadalajara. Fue horroroso, ya que allí, nuestro Estado Mayor se equivocó en todo. Estábamos a mil y pico metros de altitud, había mucha nieve, hacía mucho frío y no estábamos bien equipados. Los soldados, por ejemplo, no teníamos guantes. Mi general pidió guantes. ¡Llegaron en junio! Algunos compañeros murieron de frío. Había una única carretera, la carretera de Francia. Viajábamos en una fila de autocares que ocupaba toda la calzada con lo que si un autocar se paraba, toda la columna de coches se tenía que detener detrás. Fuimos al bosque de Brihuega, y ahí nos dijeron: “Aquí está el frente”. Había anochecido, nevaba. Los italianos de las Brigadas Internacionales habían avanzado 40 kilómetros hasta Torija e intentaban tomar el pueblo. Nosotros éramos más fuertes, pero ellos eran más. Nosotros éramos 40 batallones de infantería, pero 33 eran banderas, es decir, batallones ligeros. Ellos tenían 44 batallones de infantería, 90 carros rusos de combate y la aviación. Nuestros aviones se habían visto obligados a permanecer en la base, que estaba en Soria, porque llovía y había mucho barro lo que les impedía despegar. Sin embargo, los aviones rojos sí salían, porque se encontraban en los campos de Madrid, donde disponían de varias pistas de asfalto. Resistimos lo que pudimos y luego retrocedimos hasta Almadrones.
Los rojos tardaron en avanzar dos o tres días. No sabían que nosotros habíamos retrocedido. En el campo no había casas. En la meseta de Castilla no hay apenas casas. Nuestra posición estaba muy próxima al palacio de Ibarra. Era un palacio muy hermoso, decorado con numerosos cuadros, pinturas y alfombras. Cuando una de nuestras banderas llegó al palacio, dijeron: “¡Oh, aquí nos quedamos!” Llevábamos una semana conviviendo con la nieve, la lluvia y el barro de manera que los compañeros no se lo pensaron y se pusieron a descansar allí. Entonces fueron atacados por las Brigadas Internacionales. Murieron casi todos. Fueron sorprendidos mientras dormían, ¡una cosa horrorosa! Es mejor olvidar. Los rojos, después, sepultaron a los suyos y, a los nuestros, los arrojaron a una fosa común que todavía no se ha encontrado.
Estábamos obligados a entregar los prisioneros a los nacionales en un plazo de 48 horas. Los fusilaban a todos. Los españoles eran de paredón fácil. De un bando y del otro. Nuestras divisiones estaban llenas de prisioneros. Casi todos eran gudaris vascos. A muchos les pusimos el uniforme italiano para salvarles la vida. Hubo un capitán republicano que combatía en el frente de Santander que fue hecho prisionero y sabíamos que si lo entregábamos lo iban a fusilar. El comandante del regimiento de artillería le puso un uniforme italiano y ese hombre hizo toda la guerra con nosotros como topógrafo. Incluso fue condecorado con una medalla de bronce por detectar un depósito de municiones. Cuando acabó la guerra y volvió a su casa, lo detuvo la Guardia Civil y fue condenado a muerte. Gracias al embajador italiano pudo salvar la vida, aunque tuvo que estar preso durante algunos años.
Al principio, los españoles nos llamaban cobardes, porque cuando avanzábamos, íbamos de un árbol a otro, o de una piedra a otra, mientras que ellos avanzaban en línea recta, con la bandera y el crucifijo de los requetés como escudo y al descubierto. Aprendieron mucho de nosotros. A los italianos nos sorprendían muchas de las cosas que hacían. Por ejemplo, en el frente de Bilbao, en Orduña, había una peña que era defendida por unos requetés que tenían su casa justo debajo, en el valle. Todas las noches iban a dormir a su casa. ¡La guerra la hacían durante el día! ¡Los españoles combatían así! A la hora de la comida cesaban los tiros y después de comer proseguían. Y por la noche no combatían nunca.
En Guadalajara, con los rojos, estaban los italianos de la Brigada Garibaldi, que no hicieron nada. Decían que no querían que italianos combatiesen contra italianos, de modo que aunque la Brigada Garibaldi fue enviada al frente, apenas actuó. Iban en unos camiones con altavoces y nos gritaban: “Italianos, cabrones, tenéis que venir con nosotros. Somos los defensores de la libertad y de la democracia”. Y cantaban Giovinezza. Eso era todo lo que hacían. Una noche, en Guadalajara, tuve que ir a tomar contacto con una bandera. Llovía. Cuando les encontré, estaban cantando Giovinezza y les pregunté: “¿Por qué cantáis esa canción? Sólo los rojos cantan Giovinezza”. Era para confundir, ya que en el bosque no se sabía quién era amigo y quién enemigo. Además, los uniformes eran casi iguales, bueno, eso cuando había uniformes.
El primer rojo que murió en Guadalajara fue uno que se despistó y apareció en nuestras líneas. Se parapetó detrás de un árbol y empezó a disparar. Tenía una chaqueta de civil y un fusil. Los nuestros dispararon y cayó herido muy grave. Antes de morir se santiguó. Llevaba en la cartera estampas de santos y el carné de Socorro Rojo. Era un campesino de Ciudad Real. El primer italiano de mi bando que murió en Guadalajara, fue uno que durante la noche, como no había aseos, se alejó un poco; cuando volvió, un centinela le dio el alto y aunque él se identificó, el soldado le disparó. ¡Mira que durante el día disparaban y no acertaban casi nunca!, pero esa vez, de noche y todo, no falló. Estas cosas pasaban todos los días.
Posteriormente tuvo lugar la batalla de Levante. De mi batallón, fallecieron ocho personas y otros 17 quedaron mutilados o heridos. Yo pertenecía al Tercer Batallón del Segundo Regimiento de la División Littorio de voluntarios. Todos los italianos éramos voluntarios menos los oficiales y los generales del Estado Mayor, bueno, y los capellanes militares. El obispo castrense les decía: “Tú tienes que ir a España”. Y se tenían que aguantar.
En Levante hacía un calor terrible. Un día, una vez terminados los combates, me encontraba hablando y fumando en un búnker con mis soldados, cuando un balazo entró por la ventanita. Yo tenía las piernas en alto, y esa bala perdida me atravesó una pierna. Fue horroroso. ¡Esa fue mi heroica herida! Los soldados me decían: “¿Teniente, qué tiene?” El disparo me había reventado una vena. Tuve que retirarme con el caballo de mi comandante, porque no podía caminar. Pero no fui al hospital, me asistieron allí. No podía marcharme, ya que sólo quedábamos seis oficiales. Habían herido al comandante del regimiento y matado al comandante del batallón. Esa fue mi única herida. En otra ocasión, me dieron en el casco, otra en la mascara antigás, otra en la manta… Decían que tenía suerte. Después de la batalla de Levante volví a Italia porque murió mi madre. Posteriormente intenté volver, pero ya no me dejaron.
En octubre de 1938, las Brigadas Internacionales fueron disueltas y abandonaron los frentes. También regresaron a Italia los diez mil voluntarios nuestros que llevaban más tiempo en España. Tanto en la batalla de Cataluña como en las siguientes no hubo ya extranjeros combatiendo con el bando rojo. Cuando se produjo la victoria final, mi división se encontraba en la zona de Logroño. Después, muchos italianos se casaron con chicas de la zona. La convivencia con los españoles había sido buena. Lo que más esfuerzo nos costaba era el aceite. Teníamos que hacer dos ranchos: uno para los españoles y otro para nosotros. A los españoles no les gustaba nuestro aceite y a nosotros no nos agradaba el aceite de los españoles. En Italia se comía mejor que en España.
Durante la Segunda Guerra Mundial, fui con mi regimiento de los Guardias del Rey a Croacia, Eslovenia y Dalmacia y posteriormente me enviaron a la Escuela de guerra de Turín, donde permanecí seis meses. Luego estuve en Sicilia como oficial del Estado Mayor y pasé los últimos meses de la guerra en Francia. Después participé en la República Social Italiana y concluí con un año de calabozo y dos procesos en los tribunales. En total hice diez años de guerra, desde octubre de 1935 hasta noviembre de 1945. Después me dediqué a la ingeniería. También fui uno de los fundadores del Movimiento Social Italiano, un partido de extrema derecha. Hoy sigo escribiendo en periódicos y libros, pero ya no estoy activo en la política. Fui candidato a diputado en 1948 cuando nadie quería serlo.
A mí no me gustan las guerras pero, en mi opinión, la guerra de España fue la única que tenía un motivo real, ya que no se trataba de una guerra por el poder, contra los ingleses o los alemanes. Esta fue una guerra en defensa de nuestra civilización. El comunismo empezó a ser derrotado en España. Fue su primera derrota. Este fue el motivo por el que acudimos a España casi todos los italianos. Claro que, entre los ochenta mil que fuimos, estaban los que les había dejado la novia, los que tenían problemas económicos, los aventureros que iban por el mundo de guerra en guerra… Había uno en mi división que se llamaba Ferrari. Había sido condecorado con tres medallas de plata en la Primera Guerra Mundial y tenía tres promociones por méritos de guerra ¡Y era capitán! ¡Había sido degradado en dos ocasiones!
Me preguntan muchas veces por qué vine a España y yo respondo: “Soy católico, procedo de una familia católica, estudié ocho años en un colegio de jesuitas y no me gustaba ver que mataban a tantos curas ni tantas iglesias destruidas. Ni que el señor Azaña anduviera diciendo: «España ha dejado de ser católica»”. Esa era una de las razones. Otra es que soy italiano. Y el interés de Italia era que en España existiera un gobierno, si no igual, sí semejante al italiano y no comunista, desde luego. Otro motivo es que soy fascista y esperaba que el franquismo fuera fascista. No lo fue, pero eso nosotros no lo sabíamos entonces. Franco adoptó la boina roja, el Cara al sol, el saludo romano y poco más. Y por último: yo no soy demócrata. No creo que el 51% pueda decidir lo que quiera en contra del 49%. Y tampoco soy liberal.
quiere mi mano estrechar:
¡duerme en paz, querido hermano,
la Patria quiere mi mano
para volver a cargar!
1 comentario:
Estremecedor testimonio. Dice bien Renzo Lodoli: el franquismo no era fascista.
Sobre Franco pende el juicio que hiciera I.B. Anzoátegui: "Salvó a España de la sífilis de la Guerra Civil y la precipitó en la blenorragia del turismo".
Y esa España, secuela del turismo nórdico y blenorrágico, es la del putimonio y las taifas lingüísticas, la de la masonería, la de la partidocracia y la democracia. Es decir la AntiEspaña.
Algunos de sus máximos blenorrágicos salieron del riñón franquista como Manuel Fraga Iribarne, artífice del guetto lingüistico gallego o los condes de Godó, propietarios del barcelonés diario impulsor del catalanismo, que ahora se llama convenientemente "La Vanguardia" y en otros tiempos se llamó "La Vanguardia Española".
Lodoli con su gran sentido común nos advierte: "No soy demócrata". Lo sabemos, como también sabemos que fue una persona honrada con Dios, su Patria y sus ideas. El mundo necesita Lodolis con suma urgencia.
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