sábado, 16 de julio de 2011

En la semana del Alzamiento (II)

         
            
LLÁMAME CAMARADA
  
  
Las palabras, como casi todo lo que el hombre usa, unas veces están de moda y otras no; el valor de una palabra sufre las mismas oscilaciones que los cotizados en la Bolsa, y sube y baja con tanta frecuencia, ligereza y capricho como la altura de la falda de las mujeres respecto del suelo. Quien esté situado ente los cuarenta y los cincuenta años ha conocido en este último terreno todo lo que hay que conocer, desde el tobillo poco menos que parcela acotada para la pura observación erótica, hasta el muslo como zona sin misterio. Ya en mi adolescencia se cantaba aquello de que la tobillera acabaría en muslera, y aún insinuaba el ingenio del autor de la copleja:
  
…al paso que tú vas
de fijo acabarás siendo muslera…
¡Muslera y algo más!
  
Con la palabra camarada pasa que no está de moda. Tampoco están de moda muchas otras vinculadas con el uso de la palabra y, en general, un clima bastante insolidario hace que ni siquiera la camaradería esté en boga.
  
Es, sin embargo, palabra antigua y hermosa, más bien de uso literario en los finales del siglo XIX, y resucitó a la vida popular —que casi siempre arranca en la milicia— allá por los tiempos de la clasificada como G.M.I. Calculo que a la gente de mi generación le llegó a través de la novela pacifista. (No hay nada que provoque tanto gusto por la guerra como una novela profesionalmente pacifista, y tengo para mí que mucha culpa de las exaltaciones belicistas de los veinte y los treinta la tuvieron los Remarque, los Barbusse, los Zweig, los Yale Harrison y gente por el estilo.)
  
Camarada era el título de un libro escolar que no nos caía demasiado en gracia a los que hicimos la primaria en tiempos del charlestón, y también encontramos el vocablo en aquel enternecido Corazón de Edmundo d'Amicis. Pero nuestro enamoramiento con el uso de la palabra camarada vino a través de Sin novedad en el frente, y me refiero no sólo a la novela, sino también a su versión cinematográfica.
  
Por entonces ya andábamos en los años mayores del Bachillerato, y nos tocó asistir en corporación a la apertura de un Hogar del Soldado en el cuartel de uno de los Regimientos que guarnecían Pamplona. Jamás supe por qué, me designaron a mí para decir unas palabras en nombre de los estudiantes a la vez que se entregaban unos pocos libros, regalo de las letras a las armas. Cumplí como pude, pero lo que sí es seguro es que causé una cierta sensación al comenzar la lectura de mi par de cuartillas así:
  
— Camaradas soldados…  
Uno de los capitanes —mandaba ametralladoras— me premió sentándome en el sillón de una máquina y haciéndome tirar un peine de fogueo. Fue la primera vez que olí la pólvora. Ese capitán, tres o cuatro años después, mandaría la primera Centuria de Navarra en Somosierra, y más de una vez fui a su puesto de mando llevando un enlace y olfateando la pólvora en serio.
  
El Diccionario de Almirante dará al curioso lector todas las necesarias precisiones —y aun imprecisiones— sobre el origen del vocablo. Parece que en el nacimiento de la artillería, o poco más, significó algo así como batería. “Por la parte de tierra —escribe Carnero, citado por Almirante— se había plantado otra camarada de otras doce piezas, que ambas a dos hicieron gran batería”.
  
De lo que no hay ni la menor duda es que el vocablo es de origen militar, lo cual atestigua, entre otros, nuestro padre Covarrubias. De cámara y de cama puede derivarse camarada, y antes de significar amigo entrañable, compañero de armas y aventura, vino a ser algo así como república o imperio, es decir, fraterna administración militar para asuntos de rancho y vida en común. Unas Ordenanzas del siglo XVII cantan “la buena y loable costumbre que solía haber de que los soldados viviesen en camaradas…, que son las que han conservado a la nación española”.
  
Ni más ni menos.
  
La palabra está en las arengas de los grandes capitanes de Flandes e Italia, que a su gente calificaban de magníficos señores, soldados y camaradas.
  
Fue una generación totalmente politizada la que volvió a usar, con un regusto entre militar e ideológico, tan hermoso vocablo. Esta generación es la que los escasos cursis que sobreviven dentro del Plan de Desarrollo llaman de “los cainitas”, es decir, la generación que aceptó la guerra con honor, tanto de una como de otra parte. Recuerdo como dos grandes impresiones de mi juventud la primera vez que me oí llamar camarada en el palacete de Riscal y la primera vez que canté —casi sin conocer la letra— el Yo tenía un camarada; fue en un entierro falangista que acabó como el rosario de la aurora, allá por el camino de las Sacramentales viejas. Esta canción sería a finales del 37, junto a las murallas de Ávila, una de las que primaban a la hora de marchar los cadetes de la primera promoción de aquella Academia de Infantería.
  
La palabra tropezó con resistencias reaccionarias, tanto en el mundo de las derechas como en el de las izquierdas, que para mí siguen siendo bastante parecidas en gustos. A los socialistas les complacía más decir compañero, y cuando los de derechas se referían a los falangistas pronunciaban la palabra camarada con el mismo “retantán” que los socialistas al hablar de los comunistas y de los rusos.
  
Gabriel de Araceli cuenta en Valencia 1936, refiriéndose a los que rusos que pilotaban la guerra desde el lado rojo: “Mangoneaban bastante. Iban vestidos de paisano, a lo más con uniforme caqui abierto, pero sin insignias ni distintivo alguno. Los intérpretes eran casi siempre muchachas, algunas guapas y casi todas judías polacas que fumaban como carreteros. Entraban y salían mucho; nadie parecía mandar en ellos, y utilizaban el teléfono durante largos minutos, gritando con el receptor al oído como demonios. Se les llamaba «los camaradas», y con ese eufemismo se les conocía.”
  
Al eufemismo se apuntaban, también con su mijita de sorna, los comunistas indígenas.
  
En zona nacional también tropezó la palabra con muchos inconvenientes, tan respetables como injustos. Fue Pedro Laín quien mejor defendió el vocablo, verdadera bandera dialéctica de mi generación, en un artículo publicado en Arriba España de Pamplona, primer diario falangista, el 18 de abril de 1937, en plena ofensiva de Vizcaya. “Viene hoy en busca de esclarecimiento esta palabra de «camarada», que —para escándalo de viejos y débiles— sale con gozo y brío nuevos de los labios nacionalsindicalistas. Todos hemos oído la objeción pacata. Acaso muchos de entre nosotros lo hayamos sentido un poco, porque venimos de una sociedad radicalmente burguesa, y nada hay que conserve huella tan honda como las blanduras.”
  
Era un artículo estupendo, preciso, riguroso. Decía que la palabra camarada tenía “solera de Tercio viejo”, lo cual es cierto, y también que la Falange “bautizó al camarada para hacerle hermano”, lo cual, al menos entonces, era verdad. Acaso nos hemos olvidado ya de lo que aquel vocablo significó para todos y también de todo aquello a que nos comprometía.
  
La palabra adquirió un aire generacional, definitorio, de tal modo que en el Frente de Madrid de Neville, en agente nacional de información que pasa las líneas hacia la capital a través de una mina, convoyado por otro agente nacional que allí trabaja, lo hace notar sobre la marcha:
  
“— Que descanséis, camaradas —les dijo al dejarles pasar.
«Siguieron unos pasos en silencio. Luego dijo Javier:
«— Resulta curioso oír decir camarada a los rojos.
«— Eso llevan aprendido para después.”

  
Hace algún tiempo asistí a una reunión de antiguos combatientes de la guerra más política del mundo, reunión ya tan despolitizada que con tal de eludir el uso de la palabra camarada —precisamente por la significación que tuvo en la guerra y en la postguerra—, muchos de los asistentes caían en el uso y abuso del “compañero”, con lo cual todo sonaba como a Saborit, Carrillo o Llopis. Menos mal que uno de los allí presentes tuvo la ocurrencia de referirse a sus camaradas de una bandera de la Legión diciendo:
  
— Como recordarán mis colegas de bandera…  
La palabra camarada aún significa para muchos españoles el hermano del 18 de Julio. Y esto, pase lo que pase, tiene fuerza y tira a peso de la cabeza y el corazón. Cosa, a mi modo de entender, que un día u otro ha de verse.
  
Rafael García Serrano
(tomado de “Diccionario para un macuto”)
  

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