A CINCUENTA AÑOS
DEL GLORIOSO ALZAMIENTO
DEL GLORIOSO ALZAMIENTO
Se acaban de cumplir cincuenta años del Alzamiento Nacional contra el régimen inicuo de la IIª República Española, cómplice del Comunismo Internacional y responsable de la persecución más brutal contra el catolicismo que haya en los anales de la historia del siglo.
ANTECEDENTES
No vamos a abundar en los antecedentes de la Guerra Civil pero no podríamos tratar el tema de fondo sin recordar la inmensa irresponsabilidad de los ideólogos de la República que con tal de destronar a Alfonso XIII —un Rey que para nada impedía el buen gobierno de España y, en todo caso, mucho menos que su nieto infaustamente reinante— juntaron fuerzas con la extrema izquierda, de tan mala tradición y probado fanatismo.
Pasados los dos primeros años de República, el descontrol del gobierno era tal que aún mediante voto popular adocenado se produjo una reacción contra el nuevo régimen. Lamentablemente fue una reacción tibia, pusilánime, minada, otra vez, por los republicanos que preferían volver al caos izquierdista antes que colaborar a un supuesto orden centrista. Y así las cosas, a principios del 36, imitando la experiencia francesa, se crea el Frente Popular, verdadero engendro de comunistas, socialistas, anarquistas a los que se unió en calidad de idiota útil, convicto y confeso, el ala republicana.
Breve y tumultuoso fue el gobierno de don Niceto Alcalá Zamora, un hombre moderado; católico, pero irremediable optimista. Bajo su gestión se cumplieron 113 huelgas generales, 218 parciales y fueron incendiadas 170 iglesias, 69 clubes, 10 diarios y 284 edificios varios. Todo en el tiempo record de cuatro meses.
En lugar de restaurar el orden, Alcalá Zamora fue sucedido por el recalcitrante Manuel Azaña, un socialista anticatólico de marca mayor a quien se había conocido como ministro de la Guerra en el primer gobierno republicano, gestión que se caracterizó por un marcado sesgo antimilitarista no demasiado diferente del que hoy practica el gobierno.
Otra iniciativa de Azaña fue una ley de “Defensa de la Democracia” con características represivas seguramente no muy distintas de la que hay entre nosotros. Todo lo cual hizo que el gobierno de Azaña, aún antes de iniciarse la guerra civil se luciera por haber restringido las libertades ciudadanas mucho más de lo que lo había hecho la dictadura (hoy la llamaríamos dictablanda) del Gral. Primo de Rivera, el padre de José Antonio. Y esto no lo digo yo, sino The Enciclopaedia Britannica, tomo 21, pág. 138 (edición de 1966).
UN ALZAMIENTO EN FRANCA DESVENTAJA
En estas circunstancias angustiantes se produce el glorioso Alzamiento del 18 de julio. Inspirado más por la desesperación que por el cálculo; consolidado más por la Fe que por la disposición de medios materiales. En efecto, contra lo que la leyenda democrática internacional ha logrado imponer, los nacionales comenzaron la guerra en absoluta inferioridad de condiciones.
Quien mejor lo confirmó fue Indalecio Prieto, el dirigente socialista que el 25 de julio, una semana después del golpe pronunció un famoso discurso en el cual dijo, entre otras cosas: “No comprendo qué esperan todavía los rebeldes. Están locos. Nosotros tenemos en nuestro poder las ciudades políticamente importantes, los complejos industriales, el oro del Banco Nacional, las inagotables reservas de hombres y la Escuadra. ¿Lo oís? Tenemos la Escuadra”.
Y tenía razón. Todo eso era cierto. Pero los rebeldes no estaban locos. Tenían una Fe que no existía en el bando enemigo. Tenían una moral combativa mucho más elevada y una decisión con la cual no esperaban encontrarse quienes habían tomado el poder cinco años antes sin ningún esfuerzo y desde entonces no habían hecho otra cosa que aumentar el caos social.
Hay lugares comunes que salidos del bando republicano han perdurado, como el de que “el pueblo estaba con los rojos y que los alzados ganaron porque contaban con el ejército”. Nada más falso. Como escribe Luis María Sandoval en su excelente trabajo “El por qué de la victoria”, Verbo-Speiro, Madrid, Nº 245-246, mayo-junio-julio 1986, págs. 711-759, “ni a los alzados les faltó pueblo, ni a los leales ejército”.
Hay que recordar que al producirse la división de las Fuerzas Armadas sólo 17 generales se levantaron en armas contra 23 que prefirieron seguir leales a una República puramente teórica pero, como suele suceder en estos casos, llena de la fatuidad de la legitimidad democrática. Por lo que no es inexacto decir que el levantamiento fue obra principal de los oficiales más jóvenes. Piénsese que sólo se sublevaron con sus mandos naturales cuatro generales: Cabanellas (Zaragoza), Franco (Canarias), Aranda (Oviedo) y Goded (Baleares). En todos los demás casos los oficiales se jugaron la vida desde el primer día.
Otra ventaja de los llamados leales fue que inicialmente contaron con mayor número de milicianos que lo que sumaba el total de efectivos reclutados por los requetés o tradicionalistas y los falangistas. Pero la diferencia fue que a medida que avanzaba la guerra, el número de estos últimos iba in crescendo en tanto que a partir de diciembre de 1936 se detuvo el número de voluntarios rojos.
También es verdad que en la Aviación y en la Marina, los sublevados estuviaron siempre en gran desventaja. Y no es menos cierto que la República recibió más aviones y carros de combate, y tuvo el aporte de 70.000 efectivos de las Brigadas Internacionales, número que si es equivalente al de los voluntarios italianos tiene un significado mayor, ya que estos últimos sólo actuaron en algunos frentes, mientras las Brigadas estaban presentes en todos.
Todas estas cifras y datos han sido cuidadosamente recopiladas en la encomiable obra de Ramón Salas Larrazábal: “Los datos exactos de la guerra civil”, publicada en 1980, citado por Sandoval.
ESPAÑA SE PONE DE PIE
Como quiera que sea, a la hora del Alzamiento, en el Sur: Sevilla, Granada, Córdoba y Cádiz se pronunciaron a favor. En el norte: toda Galicia, parte de León y Asturias junto con Burgos (que se eligió como Cuartel General), Salamanca, Valladolid, Segovia, Pamplona y Zaragoza. Pero al concluir el primer año de guerra se había incorporado Málaga, Santander, San Sebastián, Gijón, completándose todo el Norte y uniéndose con el Sur a partir de la toma de Badajoz. Para entonces los nacionales poseían 35 de las 50 capitales provinciales y el 60% del territorio.
Ese primer año de guerra tiene lugar la fusión entre Falange y los tradicionalistas, mientras que en el otro frente reina el separatismo, al colmo que entre el 3 y el 10 de mayo de 1937 estalla una “mini-guerra” civil dentro de la otra que asoló a Barcelona a manos del anarco-sindicalismo. Reprimido el movimiento subversivo mediante el recurso desesperado de retirar tropas del frente, el Partido Comunista se hizo cargo del cabecilla de la rebelión, de nombre Andrés Nin, encarcelándolo en las chekas del G.P.U. y posteriormente asesinándolo como escarmiento.
Con esto no terminaron las desavenencias internas del bando rojo. Se sucedieron crisis en Valencia y en la Generalitat, proliferaron juicios a espías y denuncias de complot. Con frecuencia los más castigados eran los comunistas disidentes que formaban el movimiento trotskysta del P.O.U.M. (Partido Obrero de Unificación Marxista).
Entretanto, la guerra seguía y los rojos tenían su casi único triunfo en Teruel en enero de 1938, que de poco les sirvió, pues al llegar la primavera los nacionales toman Lérida y dividieron en dos la España Republicana aislando Valencia y Madrid de Barcelona, adonde se acababa de trasladar el gobierno rojo, dando muestras ya de presentir su derrota. Hay algunos escarceos de neutrales en busca de una paz que nunca se acordó porque la República ponía condiciones y Franco sólo aceptaba la rendición incondicional.
Ese otoño de 1938 los rojos obtienen su última satisfacción, pasajera pero efectiva, cuando hacen retroceder las tropas nacionales a la otra margen del Ebro. El 23 de diciembre se inicia la ofensiva final y en 34 días cae Barcelona; Azaña renuncia y huye. Madrid, entretanto, se debate en el caos, con su población moralmente destruida, aterida de frío y hambrienta. Y lo que es peor que todo eso, con las bandas comunistas, resentidas por las derrotas, dueñas de la situación al punto de obtener el derrocamiento de Negrín. Es tal el horror de la tiranía roja que en Cartagena se produce una sublevación en la base naval contra el P.C. que termina ahogada en sangre por una carnicería a cargo de una brigada comunista.
El 1º de abril se proclama la victoria entrando las tropas de Franco a un Madrid que las recibe con los brazos abiertos después de haber conocido durante casi tres años las delicias del paraíso comunista.
CÓMO SE OBTUVO LA VICTORIA
Si volvemos a leer aquellas palabras de Prieto que citamos al comenzar, no podemos dejar de preguntarnos —como Sandoval— por qué triunfaron los nacionales si comenzaron la guerra en tal inferioridad de condiciones y sin vislumbrar que la contienda se extendería tanto tiempo. La dilación del fin de la guerra lejos de desanimarlos produjo el efecto contrario. Quienes inicialmente habían proclamado la insurgencia no soñaban que empezaba uan verdadera cruzada nacional. Muchos se alzaron con la idea de que lo que se estaba haciendo era meramente rectificar el rumbo de la democracia, o dando un golpe ejemplar que permitiera que la República siguiera.
Los militares no tenían la menor idea de la hondura del desgarro a que había llevado la izquierda internacional a España. A pesar de los asesinatos a sangre fría, la persecución y los incendios de casas religiosas verificados desde la proclamación de la República, seguían creyendo que se trataba de un sarampión infantil, de una época de transición, de una crisis de crecimiento hacia “la auténtica democracia”. La prueba de ello es que la mayoría de los generales se plegaron a la República.
Ingenuos o insensatos, pronto pudieron ver que la República había sido una ficción y que, empezada la guerra, los democráticos habían sido sobrepasados por socialistas, comunistas, trotskystas y anarquistas, casi totalmente. También se dieron cuenta que detrás de la persecución religiosa estaba —como una eminencia gris— la Masonería. El propio don Claudio Sánchez Albornoz en su libro “Azaña, recuerdos y reflexiones” (de quien fuera su propio ministro), refiere que “la masonería era potentísima y numerosísima en las filas republicanas” (pág. 5).
Y esto siguió siendo verdad hasta el final, como lo confirma “La Pasionaria” Dolores Ibárruri —instigadora del asesinato de Calvo Sotelo, chispa de la guerra civil— en su libro “El único camino”, donde afirma que el famoso coronel Casado que gestionó la capitulación, era masón.
Lo cierto es que los nacionales ganaron la guerra, entre otras razones fundamentales, porque, como reconoce Sánchez Albornoz en su “Anecdotario Político”, “hoy me atrevo a pensar que en realidad no había gobierno” al producirse el Alzamiento.
UNA VICTORIA MORAL
Hay que ser muy obtuso o muy envenenado para no valorar los cuarenta años de paz que fueron fruto de la guerra. Aunque a un precio muy alto se acabó la anarquía y el separatismo, el anticlericalismo violento, y la constante revolución social. Y sui el actual gobierno socialista por desastroso que sea, no reedita los mismos errores del Frente Popular, no es por obra y gracia de la democracia, sino de la Cruzada Nacional.
El socialismo no por eso deja de ser perverso y contumaz. Porque sabiendo todo aquello sigue empeñado en convencer a las nuevas generaciones de que la victoria nacional fue artificial y no gozó de consenso, o que durante el gobierno de Franco reinó el terror, cuando fue precisamente el terror adueñado de las calles lo que produjo el Alzamiento contra una República débil, podrida en ideología estéril, cómplice de los desbordes de las izquierdas y finalmente temerosa del comunismo internacional a cuyas manos se encomendó.
Por todo eso no está de más, al conmemorar los cincuenta años del glorioso y heroico Alzamiento, destacar que más que un triunfo militar, más que un triunfo de facto, fue un triunfo moral. Fue merced a una alta moral combatiente, no sólo entre los militares sino, sobre todo, entre los civiles que supieron darle un contenido por el cual valiera la pena empeñarse en una lucha tan dura y tan larga, que los nacionales pudieron triunfar.
A contrario sensu entre los rojos, el único móvil en definitiva fue el odium fidei que los animaba, el cual los llevó a asesinar 13 obispos, 4184 sacerdotes y seminaristas, 2365 frailes y 283 monjas. No calcularon que la sangre de estos mártires que prefirieron morir antes que apostatar, fue la simiente fértil de un espíritu indoblegable que tenía que imponerse finalmente.
Los republicanos y los rojos se equivocaron también cuando creyeron que el haber desviado un contingente que iba a luchar al frente de Madrid —con posibilidades de hacerla caer— en dirección de Toledo, fue un error militar pues el Alcázar no tenía valor estratégico. Ignoraban que tanto la gloriosa defensa —como su liberación— estuvo rodeada de tantos misterios providenciales que sirvió para galvanizar la moral de los nacionales, al punto que, en esa ocasión, Franco no se equivocó cuando dijo: “Ahora la guerra está ganada”. Los rojos nunca tuvieron un Alcázar. En cambio, se quedaron con el peso muerto de Madrid, una ciudad populosa, parásita, que debían alimentar y mantener, sabiendo, además, que alojaba un alto número de enemigos: la famosa Quinta Columna.
Los rojos confiaban exageradamente en el valor de sus “slogans” que, quizás técnicamente perfectos, revelaban un fuerte complejo de inferioridad. El “no pasarán”, el “resistir es vencer” y el “fortificar es la mitad de la victoria” pudieron ser efectivos un corto tiempo, pasado el cual, a su gente empezó a entrarles el desaliento. Los nacionales, a poco de tener encuentros con el enemigo se persuadieron de que la guerra contra el marxismo no admite términos medios, de allí que sólo los conformase la victoria sin condiciones.
ENSEÑANZAS PERDURABLES
Hay, desde luego, muchas reflexiones que pueden hacerse de esta gloriosa página de la historia. Probablemente se trató de la guerra más justificada de todas, pues no fue contra infieles tanto como apóstatas y detractores, herejes y asesinos a sangre fría, ya que no comenzó sino después de seis años de tropelías durante los cuales murieron, dando testimonio, miles de católicos elegidos más o menos al azar a los que se iba a buscar a sus casas en horas de la noche para darles el consabido “paseíllo”. Ser denunciado por una sirvienta o un empleado, por una vecina chismosa, usar corbata, ir a Misa, y desde luego tener simpatías por las derechas, bastaba para ser víctima propiciatoria. ¿Cómo no se justificaría una sana reacción ante tal estado de cosas instaurado y legalizado democráticamente por la República?
En otro de consideraciones y con ánimo de sacar enseñanzas para nuestra hora actual podemos advertir que en los prolegómenos de la Guerra la insidiosa política la personificó Azaña en su acción contra las Fuerzas Armadas; algo que —salvando las distancias porque Azaña, cualquiera fuera su signo era un político de raza— nos inclina a pensar en nuestros políticos, tal vez menos izquierdistas que aquél, pero mucho más idiotas útiles.
Otro paralelismo que no puede dejar de hacerse es el del desorden institucional que reinaba en la República; verdadero cubil de bestias feroces que se devoraban entre sí. ¿Acaso no podríamos calificarla, con palabras de moda, de una verdadera “interna roja”?
Si es verdad que hubo represión, lo mismo que en nuestra guerra subversiva, fue en respuesta a los asesinatos a mansalva y todo dentro de una clima bélico. La diferencia fue que en el Frente Popular y en el lado rojo los represores eran generalmente bandas de delincuentes, asesinos profesionales sedientos de sangre; en tanto que en bando nacional, las ejecuciones estaban a cargo de las fuerzas del orden. O sea que no hubo excesos de ninguna clase.
Otro dato, cuyo paralelismo Dios quiera que no sea premonitor, es el de la situación de Barcelona toda vez que cuando las izquierdas se ven perdidas atacan furiosamente como bestias ciegas, denuncian complots inventados y descubren espías para convertirlos en víctimas propiciatorias, como escarmiento y método de aterrorizar a la población.
Finalmente, la enseñanza más permanente de todas es la de la imbecilidad culpable de los republicanos que aunque largamente superada por la de los aliados en Yalta y sus consecuencias, demuestra que en el fondo, todo “democrático” en su adhesión a la abstracción, a la idea en estado puro (aunque despegada de la realidad) y a la utopía que no llega, es capaz de enterrarse con el comunismo internacional y todas las variantes afines antes que estar abiertos a una renovación institucional, una democracia más orgánica, un régimen participativo y no meramente representativo, corrompido por la trampa como sistema y espejo tan sólo de los partidos, no de la realidad nacional.
Horacio P. Cabrera
Nota: Este artículo fue publicado en “Cabildo” nº 104, segunda época, año XI, correspondiente a septiembre de 1986.
2 comentarios:
Que groso este Cabrera. Zarpado, muy bueno, ya lo estoy difundiendo. Cabildo siempre con la verdad.
Sr. Anonimo para referirse a estos temas tan trascendentes no use el lenguaje de un marginal, sino el de un caballero cristiano y un patriota, como el del Sr. Cabrera.
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