domingo, 28 de noviembre de 2010

Sermones para el Adviento

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO


¡Cosa notable y asombrosa! La Iglesia comienza y termina el año con el Evangelio de los “signos de los tiempos” Lo toma de San Lucas para este Primer Domingo de Adviento y de San Mateo para el Domingo 24º después de Pentecostés.

Podemos preguntarnos, ¿por qué la Iglesia nos hace leer y meditar hoy, al comienzo del Año Litúrgico, el Evangelio de la Segunda Venida del Salvador?

Ante todo, debemos notar con San Bernardo que hay tres Advientos o Venidas de Nuestro Señor. Dice el Santo Doctor:


“Conocemos tres venidas del Señor.
Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero esta no.
En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y vivió entre los hombres, cuando —como Él mismo dice— lo vieron y lo odiaron.
En la última, contemplarán todos la salvación que Dios nos envía y mirarán a quien traspasaron.
La venida intermedia es oculta, sólo la ven los elegidos, en sí mismos, y gracias a ella reciben la salvación.
En la primera, el Señor vino revestido de la debilidad de la carne; en esta venida intermedia viene espiritualmente, manifestando la fuerza de su gracia; en la última vendrá en el esplendor de su gloria.
Esta venida intermedia es como un camino que conduce de la primera a la última.
En la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última, se manifestará como nuestra vida; en esta venida intermedia, es nuestro descanso y nuestro consuelo.”

Ahora bien, el recuerdo de la Segunda Venida, al mismo tiempo que nos inspira un saludable temor, nos aparta del pecado y nos prepara para celebrar dignamente la Primera Venida.

Del mismo modo, la devota celebración de la Navidad nos dispone a la vigilancia y a la oración, condiciones indispensables para estar preparados para la Parusía.

Finalmente, estas dos actitudes atraen la gracia y al Autor de la gracia a nuestra alma.


El santo tiempo que hoy principia está destinado, según la mente de la Iglesia, a hacernos meditar en los tres grandes Advenimientos del Salvador a la tierra:

• el primero, en la humildad del pesebre, para salvarnos;
el segundo, en el esplendor de su gloria, en el último día, para juzgarnos;
el tercero, en el secreto de los corazones por su gracia, para santificarnos.

Agradezcamos al Espíritu Santo, que inspiró a la Iglesia la institución del Adviento, para prepararnos a la gran fiesta de Navidad, cuya vigilia, dice San Carlos Borromeo, es el tiempo de Adviento; vigilia, nota este santo cardenal, que no debe parecer demasiado larga al que aprecie la excelencia de la fiesta a la cual nos prepara.

Con este fin la Iglesia clama al cielo: ¡Oh Dios! enviad vuestra gracia todopoderosa para que disponga nuestros corazones; y a nosotros nos dice en la Epístola de este día: Salid de vuestro letargo; despertad, hijos de los hombres; preparad vuestro corazones, porque se acerca el nacimiento del Salvador.


Consideremos brevemente cada una de estas Venidas del Señor para sacar algún fruto.

Primer Adviento:

Debemos meditar de un modo especial durante el Adviento en el misterio de un Dios Encarnado.

Profunda sabiduría de la Iglesia es no introducirnos de improviso en la gruta de Belén, sino mostrarla, en cierto modo con el dedo, un mes antes, para decirnos: Preparaos a presentaros delante del divino Niño.

Reflexionemos seriamente en este gran misterio, que, después de haber permanecido oculto nueve meses en el seno purísimo de María Santísima, va a ofrecerse a la adoración del mundo en el gran día de Navidad.

Preparemos nuestros corazones para recibir al Salvador, con una meditación más profunda, una fe más viva en sus grandezas, un respeto mayor a su majestad humillada, un amor más agradecido por su caridad y mansedumbre correspondientes a su incomparable benignidad, un espíritu de mortificación y de recogimiento que no desdiga de la austeridad de la gruta ni de las santas ocupaciones del divino Niño.

Si no preparamos nuestros corazones con una seria meditación sobre el misterio del Verbo Encarnado, perderemos las gracias inherentes a tan grande solemnidad.

Evitemos semejante desdicha, comenzando desde hoy a meditar en este misterio y entrando en una vida nueva.


Segundo Adviento:

Debe meditarse de una manera especial durante el Adviento en la Segunda Venida del Salvador, para juzgarnos.

Estimando la Iglesia que este pensamiento es eminentemente útil para hacernos entrar en los sentimientos de fervor propios del santo tiempo de Adviento, llama especialmente nuestra atención con la idea del Juicio Final, que nos presenta hoy.

La Segunda Venida de Nuestro Señor debería llenarnos de alegría. Los Santos la deseaban, porque la consideraban consoladora y gloriosa para ellos.

¡Qué pena si el pensamiento de la Parusía nos desanima y entristece!

Desde la Ascensión del Señor a los Cielos, el deseo de los Santos es su retorno glorioso.

Ellos desean su Segundo Advenimiento porque:

se trata la liberación de la Iglesia, que triunfará sobre todos sus enemigos;
será el día de la recompensa y de la gloria perfecta;
será el reinado eterno con Cristo.

Deber nuestro es inspirarnos en sus intenciones; concebir una viva fe de este gran día, tan consolador para los buenos, que recibirán en él la recompensa de sus virtudes; tan terrible para los pecadores, que también en él recibirán el castigo de sus vicios.

Y, sin embargo, ¿por qué tan pocos lo desean? San Agustín responde: “es porque hay pocos que realmente aman a Jesucristo y que se hallan en estado de comparecer ante Él. ¿Cuántos entre los cristianos no tienen para con Jesús sino indiferencia?
El corazón de la mayoría de los cristianos está apesadumbrado por el amor desordenado de las criaturas, atados a las cosas de este mundo. De allí el poco deseo de las cosas celestiales.
¡Cuántos se hacen ilusiones o mienten cuando dicen Adveniat regnum tuum!… ¿No tienen, más bien, miedo?”


El Catecismo del Concilio de Trento nos exhorta de este modo: “así como aquel día del Señor en que tomó carne humana, fue muy deseado de todos los justos de la ley antigua desde el principio del mundo, porque en aquel misterio tenían puesta toda la esperanza de su libertad, así también después de la muerte del Hijo de Dios y su Ascensión al cielo, deseemos nosotros con vehementísimo anhelo el otro día del Señor «esperando el premio eterno, y la gloriosa venida del gran Dios».”


Resuene, pues, durante este tiempo en el fondo de nuestros corazones la voz de la trompeta que nos llamará a juicio, para hacernos temblar ante la sola apariencia del mal, y también para animarnos a la práctica del bien.


Tercer Adviento:

Debemos meditar de un modo especial durante el Adviento en la venida del Salvador a nuestros corazones por su gracia.

Esta venida es el medio por el cual se comunican al alma las gracias del misterio de la Natividad.

Cierto que Jesucristo, en esta gran fiesta, no nace corporalmente como en Belén; pero nace espiritualmente por su gracia en las almas bien preparadas; vive en ellas por su espíritu, por los sentimientos que les inspira, por su humildad, su dulzura, su caridad, y por todas las virtudes que nos comunica.

Este nacimiento y esta vida de la gracia en nosotros, los obtendremos:

1º) por medio de fervientes oraciones, inspiradas por el sentimiento de la necesidad que de ellos tenemos;


2º) a fuerza de vigilancia, para escuchar la voz de la gracia, que no pretende más que hallarnos;

3º) a fuerza de generosidad en obedecerla y de abandono sencillo y amoroso a su dirección.


Además de estas consideraciones, es muy útil considerar los tres medios de santificar el tiempo de Adviento, a saber:

1º) el espíritu de penitencia y de renovación;

2º)
los santos deseos del nacimiento del Salvador en nosotros;

3º)
una devoción especial al misterio de la Encarnación.


1º) El espíritu de penitencia y de renovación

El tiempo de Adviento es una serie de días y semanas destinados a prepararnos para la gran fiesta de Navidad, por medio de una vida mejor y más perfecta.
Sería, pues, en cierto modo profanarlo vivir durante él como en el tiempo ordinario.

Antiguamente la Iglesia santificaba el Adviento con la abstinencia, el ayuno y oraciones más prolongadas.

Si no alcanza a tanto nuestro fervor, debemos por lo menos santificarlo, concentrándonos seriamente en nosotros mismos, haciendo aplicaciones de nuestra meditación al empleo de nuestro tiempo, a nuestras lecturas y conversaciones, a nuestra voluntad y a nuestro amor propio.

Debemos examinar todas estas cosas en presencia de la gruta de Belén, tomando por juez al divino Niño.

Este serio examen hará nacer en nosotros sentimientos de penitencia por lo pasado, serias resoluciones para lo porvenir y una firme voluntad de entrar en una vida nueva.

No hay que diferirlo. Nos encontramos en un tiempo santo. Preciso es poner manos a la obra con todo el corazón y comenzar desde hoy mismo, fijándonos en algunos defectos particulares de que debemos corregirnos desde hoy hasta el día de Natividad.


2º) Los santos deseos del nacimiento del Salvador en nosotros

Tanto como los patriarcas deseaban la venida del Mesías, así debemos nosotros desear su nacimiento en nuestros corazones por su gracia.

¿De qué nos serviría la venida del Mesías a la tierra si no naciese y viviese en nosotros; es decir, si no viniese a animarnos con su espíritu, a inspirarnos con su gracia y a penetrarnos de sus sentimientos?

Jesucristo no viene al alma sino cuando ella lo desee y en la proporción que lo desee. Quien no lo desea, no lo aprecia, y se hace indigno de recibirlo.

Debemos, pues, durante estos días, ser almas de deseos; suspirar, como en otro tiempo suspiraron los Patriarcas por la venida del Mesías, y como los Santos de la nueva ley por la venida de Jesucristo a sus corazones, repitiendo a menudo con ellos: ¡Oh cielos! derramad sobre nosotros vuestro rocío: envíennos las nubes al Justo por excelencia, al príncipe de toda justicia, ábrase la tierra de nuestro corazón y produzca al Salvador. Ven, Señor Jesús. Ven…

Estos santos deseos deben ser a la vez ardientes y generosos: ardientes, para corresponder a la excelencia del don que pedimos; generosos, para sacrificar todo lo que desagrade al Huésped divino, que llamamos a nosotros.


3º) Una devoción especial al misterio de la Encarnación

En todo tiempo esta devoción debe ser eminentemente grata al alma cristiana; pero, habiendo instituido la Iglesia el Adviento precisamente para hacernos honrar y meditar este misterio, nuestro deber es ocuparnos ahora, muy especialmente, en él; estudiar el amor infinito que ha unido la sublime naturaleza de Dios a la pobre naturaleza del hombre; agradecer, amar y bendecir este gran misterio; y, para reparar lo pasado, vivir durante el Adviento, únicamente en el amor e imitación del Verbo encarnado, que ha querido hacerse modelo de la vida cristiana.

¡Bienaventurado quien comprende estas verdades y, durante todo este santo tiempo, se empeña en ponerlas en práctica, es decir, en amar e imitar al Verbo encarnado!

En esto consiste todo el cristianismo.

Jesucristo no ha venido del Cielo a la tierra sino para encender en todos los corazones el fuego sagrado del divino amor.

Nada ha hecho que no sea para mostrarnos, con su ejemplo, la línea de conducta que hemos de seguir durante nuestra peregrinación por la tierra.

Démosle gracias por este insigne beneficio y prometámosle aprovecharnos de él.


Después de estas consideraciones, formemos los siguientes propósitos:

1°) de entrar en una vida de recogimiento y oración, propia del tiempo de Adviento.

2°) de emplear un cuidado especial en la perfección de cada una de nuestras acciones ordinarias: lo que constituirá la mejor manera de santificar tiempo tan santo.

3°) de pensar a menudo y con amor en el misterio de la Encarnación, sobre todo tres veces al día al rezar el Angelus.

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