martes, 16 de noviembre de 2010

El profeta de la Argentina

CASTELLANI, 111º ANIVERSARIO
           
El mismo Castellani (16 de noviembre de 1899 - 15 de marzo de 1981), en su “El Ruiseñor Fusilado”, advierte que “los  que recuerdan el nacimiento celebran la aparición poco pulcra de un informe y desvalido embrión  humano, que no se sabe si durará y qué dará de sí; los que festejan la muerte celebran la madurez de un  alma inmortal, que rompe un cuerpo gastado hasta la cuerda” (pág. 157). Palabras de tinta que se  hicieron sangre y carne en la vida de su autor: Castellani gastó su cuerpo y su alma hasta la cuerda, inmolándolos como un incienso al Sacramento, en un acto ritual que le llevó la vida. Sufrió la persecución de los enemigos, y aún peor, de los propios amigos —o de aquellos que debieron serlo, no sólo en razón de pura y limpia humanidad, sino además en virtud de voto religioso—. Cuenta Santa Teresa de Jesús que estando ella muy atribulada, San Pedro de Alcántara le dijo que “uno de los mayores trabajos de la tierra era el que había padecido, que es contradición de buenos” (“Libro de la Vida”, C. 30, 6). Nuestro Cura Castellani solía hablar de su “hermana” Santa Teresa: los lazos íntimos de la tribulación religiosamente llevada los unieron en vida, y quiera Dios los unan tras la muerte en eterna bienaventuranza.
             
Por esto hablamos en un nuevo aniversario del nacimiento del “perro guardián de la Iglesia Argentina”, como él  mismo se llamara. Porque volvemos en rostro de nuestro maestro sus propias palabras, y clamamos al nacimiento como el  número entero de la posibilidad, como el símbolo puro de la esperanza, como el signo evidente de la paciencia divina. Porque en cada nacimiento, y eminentemente en los de ilustre genio, se renueva el mandato divino que ordena al hombre  enseñorearse de la Creación: “hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza; y domine sobre los peces del mar y las aves del cielo, sobre las bestias domésticas, y sobre toda la tierra y todo reptil que se mueve sobre la tierra” (Génesis, 1, 26). Y el modo excelente de ese señorío, es el que acepta el hombre en virtud de esa semejanza divina que está  impresa en su alma: el hombre es señor de la Creación, cuando acepta humilde su vasallaje ante el Creador. La humildad del  hombre, la rendida piedad y entrega al Hacedor, es premiada con ese todo inacabable que es la obra divina. De allí que el  hombre moderno, altivo en su interior, vuelto de espaldas a Dios, se cree libre y dueño, cuando es un vil esclavo de sí mismo,  porque desde el punto en que aparta la vista de su Principio y Fin, su vida y destino se tornan en una vorágine de caída  descendente, donde todo el sentido del vivir es la búsqueda de ese sentido mismo. Esto es, comienza a vivir el hombre  atento a su sola conservación, siendo “imposible que el último fin de una cosa ordenable a otra como a su fin, sea su  conservación en el ser” (Santo Tomás); y pues que “como un hombre está determinado respecto de su último fin, así ve  todas las cosas” (Santo Tomás), si el fin último del hombre es un incierto espejismo de sí mismo… El resultado está a la  vista del ojo atento: es el nihilismo moderno y su infinita sed egocéntrica; es esta filosofía de parche que todo lo ha copado, donde las variadísimas formas de la ineptitud se disputan la tierra virgen de los espíritus abandonados. La cadencia de la  humanidad se resuelve hoy en una danza sorda y ciega, buscando una salida a la trampa del propio y viciado yoísmo; salida  tan ansiada como obstinadamente negada, pues que “de todo laberinto se sale por Arriba” (Marechal). La profunda  garganta del necio puede tragar una Nada infinita, si se nos permite la hipérbole retórica. Y eso es el hombre moderno, un  idiota congénito: “el insensato dice en su corazón: «no hay Dios». Se han pervertido; su conducta es abominable, ni uno  solo obra el bien. Yahvé mira desde el cielo a los hijos de los hombres, para ver si hay quien sea inteligente y busque a Dios. Pero se han extraviado todos juntos y se han depravado” (Salmos, 14, 1-3).
          
Y porque todo ello combatió Castellani, “con pie de plomo y corazón de pluma” (Marechal), en su honor alzamos hoy la copa de la literatura, y reímos la dicha de los viejos tiempos, y pronto lloraremos en su nostalgia. Porque ya no hay perros guardianes en Argentina, antes bien nuestra pobre tierra ha sido poblada de lobos rapaces. El rebaño ha sido  rodeado, y se ha cernido sobre nuestro cielo la tormenta: “el sol se oscurecerá, y la luna no dará más su fulgor, los astros caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas” (San Mateo, 24, 29).
        
En el temor y temblor de esta verdadera edad oscura, alzamos nuestra lámpara sobre el celemín, con la luz prestada  de nuestro maestro de la tierra y nuestro Maestro del Cielo. El nacimiento de aquel festejamos hoy, y presto festejaremos el  de Éste, porque “enteros en su posibilidad” (Marechal) fueron semillas de fruto rebosante, “como el grano de mostaza, el  cual, cuando es sembrado en tierra, es la menor de todas las semillas de la tierra. Con todo, una vez sembrado, sube y se hace mayor que todas las hortalizas, y echa grandes ramas, de modo que los pájaros del cielo pueden anidar bajo su sombra” (San Marcos, 4, 31-32). La primavera de sus magisterios aún despunta en cosechas de celestial algarabía en cada oveja que  vuelve al aprisco bajo el llamado sesudo y constante de los pastores fieles a aquel Buen Pastor, al cual representan en su  sacerdocio.
         
Hace 111 años nacía el Padre Leonardo Castellani, en un pueblecito del Chaco santafesino. Interceda él por la  feligresía ante Dios Todopoderoso, en esta hora de tribulación y cruz; y quede aquí nuestro humilde homenaje. Vale.
         
Jorge Bosco
       

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