LOS OBSESIVOS
Dicen los manuales de psicopatología —y lo corrobora la experiencia clínica— que uno de los trastornos obsesivos más frecuentes consiste en buscar compulsivamente la simetría exacta, la repetición mecánica de un acto determinada cantidad de veces, el cálculo en todo buscando la cifra tranquilizadora. Consiste, en fin, tal complejo y drástico cuadro mórbido en reducir a la aritmética y las ecuaciones toda, absolutamente toda la realidad.
Este pseudo orden, compulsivo por cierto, al que se siente obligado el sujeto, pasa por la prolijidad cuantitativa y la omnipresencia de los dígitos que todo lo nivelan. No es un invento nuestro: el rito cuantofrénico es un síntoma severo que termina atentando gravemente contra la salud del paciente.
Curioso, pues, que combatido en el campo de la salud mental —porque bien se sabe de su nocividad— se haya entronizado en el ámbito cultural y político. Hasta el punto de que, por momentos, este omnicalculismo vertiginoso que desprecia la calidad y absolutiza lo contable, parece heredarse como un bagaje genético que se lleva hasta en los tuétanos. “Satán en la ciudad”, tal es la descripción que alguien dio del imperio frío, anónimo e impersonal de los números en los pueblos.
Sin dudas que es recomendable menos ecuaciones y más poesía. Pero, en definitiva, ¿qué pueden y qué no pueden los números? Pueden convertirnos en dóciles colaboradores del próximo censo demográfico y del plan de viviendas, pero no pueden captar el calor prometedor de los hogares cristianos. Pueden ubicar cronológicamente a los mártires, pero no pueden honrar su sangre con el buen combate. Pueden medir la audición, pero no recibir el don de la fe. Para lo primero se necesita una orden médica, para lo segundo, estar de rodillas y con las manos juntas.
Pueden darnos la hora, pero no hacernos comenzar la jornada de cara a la eternidad. Pueden medir el tiempo, pero no anhelar la eternidad. Y mucho menos salir a conquistarla. De los héroes, pueden darnos el talle, pero no la talla. Pueden conformar un presupuesto, pero no saben agradecer el pan de cada día. Pueden calcular los infectados por el sida, pero no pueden enseñar la virtud de la templanza. Pueden manejar un índice, pero no llenar un estómago.
Que nadie se confunda. No tenemos nada contra los números, sí contra la numerolatría.
En materia moral, las encuestas arrojan cuál es la opinión más frecuente; pero ninguna encuesta puede dictaminar la verdad. Los números se han convertido en esa fuerza misteriosa que todo lo decide y todo lo legitima. ¿No serán los números desquiciados una excelente herramienta de las ideologías?
No es el sistema métrico sino la profundidad de las heridas la que jerarquiza los amores. No es el almanaque sino la esperanza la que nos mantiene la mirada puesta en el nuevo amanecer. Para los aficionados a los números se inventó la quiniela, no la política. Lo que está pendiente en nuestra Patria no es “la 125” sino el reinado social de Cristo.
Vaya nuestra admiración a los que conservan el sano desprecio por las estadísticas, los pronósticos y las encuestas. A todos los que no cifran la política en ser más, sino en ser mejores. A los que no piden el voto, sino los brazos, el coraje y el cansancio. Y vaya nuestra gratitud al hombre eterno que siempre supo que el Rey de la Historia no es el 666 sino Dios Nuestro Señor.
Jordán Abud
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