Parece obvio; y lo es. Pero en estos tiempos de confusión es necesario decir lo obvio: la beatificación o canonización de uno o más hijos de la Iglesia son acontecimientos esencialmente religiosos que trasuntan una realidad sobrenatural, a saber, el prodigo de la gracia de Dios que esplende en sus criaturas, el don de Dios que se derrama, a raudales, en el Cuerpo Místico de la Iglesia, en la comunión de los santos.
Esto es lo esencial. Y es lo que se ha de tener presente cada vez que se analiza el acontecimiento extraordinario de una beatificación. Lo que no quiere decir que cada beatificación, o canonización, no venga, además, unida a determinadas situaciones históricas, políticas, sociales, culturales, situaciones que es plenamente lícito y necesario tener también en cuenta a la hora de examinar los hechos; mas a condición de que se tenga muy en claro que todo ello es adventicio y no hace a lo esencial. Si se pierde de vista la adecuada proporción y relación entre lo esencial y lo adventicio se corren, seguramente, serios riesgos de distorsionar los hechos o, al menos, de no entenderlos en plenitud. Desechar por completo lo adventicio es caer en un sobrenaturalismo inoperante. Desechar lo esencial es incurrir es un temporalismo devastador. La virtud, como siempre, está en el medio.
Cada vez que la Iglesia beatifica o canoniza a algunos de sus hijos, el mundo —dominado por el padre de la mentira— no ve sino lo adventicio; y siempre con mala fe, tergiversando, por regla general, los hechos e interpretándolos según criterios ideológicos a la zaga de las novedades de turno. Esto no debe sorprendernos. Pero ocurre que también, y esto es cada vez más frecuente por desgracia, dentro de la misma Iglesia se oyen voces (o sospechosos silencios) que hacen como eco a las mentiras del mundo o se rinden a sus criterios. Aquí vale lo de la Escritura: “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos” (Isaías, 55, 8).
En las últimas dos semanas hemos asistido a dos beatificaciones muy cercanas y caras a nosotros. El domingo 28 de octubre, en Roma, fueron inscriptos en el catálogo de los beatos, 498 mártires asesinados, por odio a la fe, durante la ominosa Segunda República Española en el marco de la más sangrienta persecución religiosa de la que haya memoria en el siglo XX y en la historia toda de la Iglesia. Quince días después, en nuestra lejana Patagonia, ascendía a los altares, el Beato Ceferino Namuncurá, un compatriota nuestro, una figura entrañablemente viva en el alma de nuestro pueblo sencillo y fiel.
A nadie escapa que ambas beatificaciones, aparte de lo esencial, desde luego, vienen acompañadas de ciertas cuestiones adventicias que, en el particular contexto del mundo contemporáneo y de la Iglesia (más propiamente de ciertos sectores eclesiales), se han vuelto “polémicas” como se dice ahora. La mirada mundana y su correspondiente acompañamiento eclesiástico han tenido, así, la oportunidad de expresarse. Lo que corresponde al mundo no nos interesa. Sí, en cambio, nos interesa destacar algunas actitudes de aquellos predichos “sectores” de la Iglesia que le hacen eco.
Si nos atenemos a la primera de las beatificaciones lo que ha llamado la atención es el silencio, casi unánime, respecto de lo adventicio; en cambio, se ha subrayado lo esencial —lo cual es bueno por supuesto y corresponde— pero con una impostación que suena más bien a imperiosa necesidad de disimulo. Resulta que aquellos beatos mártires no se sabe bien quien los asesinó, ni en qué contexto preciso. Se habló, sí, de persecución religiosa en España, mas de un modo tan difuso, tan sin contornos que no se ha dicho, por ejemplo, que aquellos crímenes fueron cometidos por el comunismo ateo, enseñoreado por aquel entonces en la Península, régimen ominoso y criminal del que España pudo librarse gracias a la intersección de sus mártires y al heroísmo de sus soldados. Es adventicio, sí. ¿Pero no hubiera sido oportuno decirlo, justamente hoy, cuando asistimos a una nueva opresión comunista en España, a una renovada persecución de la Iglesia, incruenta, por ahora, pero no menos furiosa y cruel? ¿Qué se teme? ¿Beatificar a Franco? Es que no se trata de ello. Pero alguna gratitud, algún reconocimiento a aquel hombre al que tanto deben España y la Iglesia, quizás hubieran sido oportunos. En cambio, el silencio. No es políticamente correcto decir que Franco fue católico y reconocer que su régimen —sin perjuicio de sus errores y de sus sombras— fue modelo de una política verdaderamente cristiana. Echar loas e inciensos a la democracia abortista y contra natura, eso sí parece “civilizado” y “adecuado” a los tiempos que corren.
Vayamos, ahora, a nuestro Ceferino. Lo adventicio, su condición de hijo “de los pueblos originarios”, según la perífrasis al uso, se ha exaltado hasta el paroxismo y el absurdo. Hay que quedar bien con la ola indigenista. Entonces los Obispos deslizan, por allí, que su beatificación significa, entre otras cosas, “encuentro y aceptación de otra cultura y religiosidad”. ¿Qué religiosidad es la que se acepta? ¿Los cultos paganos precolombinos? ¿O la religiosidad popular criolla expresión de la admirable inculturación del Evangelio que llevaron adelante aquellos santos y abnegados hijos de Don Bosco en nuestra inmensa Patagonia? No lo sabemos. La ambigüedad, muy episcopal, puede leerse como un guiño al indigenismo. O no. De todos modos, nadie aclarará nada. E cosí via…
Pero esto no es lo peor. En el sitio web de Ceferino, hallamos una curiosa “carta” del nuevo Beato dirigida a los jóvenes argentinos. Es una pieza en la que no falta ninguno de los tics del indigenismo “políticamente correcto” ni de las boberías de la evanescente “espiritualidad” progresista. Una verdadera ofensa a Ceferino (algunas de cuyas cartas auténticas se incluyen en el mismo sitio y son muy bellas y revelan la pureza y la piedad de aquel santo joven que siempre se manifiesta en ellas católico y argentino). Veamos algunos pasajes de tan insólita “carta”. Así comienza: “Aunque sé que muchos han escuchado hablar de mí quiero presentarme y estrechar la mano de cada uno de los que lean estas líneas. Soy Ceferino Namuncurá, hijo de los mapuches Don Manuel y Rosario Burgos, nacido en Chimpay, a la vera del Currú Leufú (Río Negro), como se dice en nuestra lengua originaria”. Primera mentira. Doña Rosario Burgos no era mapuche sino una cristiana blanca cautiva. Es que, como lo ha recordado un Arzobispo, el “indiecito” no era indio ¡sino mestizo! Este dato ha sido cuidadosamente ocultado. Claro, ¡es que los indigenistas se quedan sin libreto! Aparte no faltaría alguno que, por ganas de incordiar nada más, preguntara ¿y los derechos humanos de Doña Rosario hecha cautiva y sometida a las condiciones de vida infrahumanas que llevaban aquellas mujeres en las tolderías? Y si los indios eran tan inmaculadamente concebidos sin pecado original ¿por qué hacían cautivas a las blancas?
Veamos más de la “carta”. Después de hablar de sus orígenes y de su bautismo, “Ceferino” escribe: “Eran tiempos difíciles. Veníamos de haber perdido todo, después de años de luchas sangrientas y encarnizadas. Vivíamos en la miseria más dura, sin hospital ni escuela, ni ley que nos ampare. A merced de comerciantes tramposos y soldados violentos”. Lejos de nuestro ánimo reivindicar a Roca, masón insigne, promotor del laicismo y perseguidor de la Iglesia. Pero ¿no suena esto demasiado a folletín del tipo La Patagonia rebelde?
Nobleza obliga. En la “carta” “Ceferino” habla de su encuentro con Cristo; y no lo hace del todo mal salvo las concesiones a la bobería progresista ya apuntadas. Pero ¿era necesaria esta impostación indigenista, radicalmente falsa, que sólo buscar quedar bien con un indigenismo que, por más esfuerzos que se hagan, permanece impenitentemente anticatólico porque es hijo del marxismo?
Lamentamos tener que escribir en estos términos a propósito de estas dos beatificaciones que nos llenan el alma de alegría y de esperanza. Pero es el mundo que tenemos, la Patria que tenemos y la Iglesia que tenemos. Que los Beatos Mártires de España y el glorioso Ceferino intercedan por los tres.
Mario Caponnetto
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