domingo, 4 de noviembre de 2007
Decíamos ayer
LOS JUDÍOS NOS GOBIERNAN
Una cierta propaganda progresista ha llevado a un gran número de argentinos a la convicción de que hablar de los judíos —así sea bien, es decir simplemente plantear la cuestión judía como tal— es pernicioso o indecoroso o peligroso y, en todo caso, innecesario. Un presupuesto de la cultura argentina media de estos últimos cincuenta años consiste en poner entre paréntesis el problema judío; algunos lo hacen porque no creen en él y otros porque les asusta, y no pocos porque temen que se los tache de prejuiciosos o reaccionarios, dos tabúes mágicos insoportables para la conciencia modernista nacional o, peor aún, que se los tilde de antisemitas. Existe, es verdad y no cabe negarlo, un antisemitismo popular pero larvado que cada tanto reaparece en la superficie —especialmente en ocasiones multitudinarias— y que hace empalidecer a los judíos y a sus organizaciones, aliados y amigos de rabia y de miedo. Pero, en general, el argentino siente un extraño pudor, algo incómodo, cuando habla o hablan delante de él, del judío como un ser diferenciado y desconfiable. El argentino medio —abstracto producto del iluminismo sarmientino que a cada momento se encarna en desencuentros y frustraciones— no se atreve a proponerse “la cuestión judía”. Ningún pensador, ensayista ni novelista notorio lo hace y si se atreviera quedaría sepultado bien por el silencio o bien por un mar de improperios cuyas olas lo arrastrarían, inermes, hasta las orillas del escarnio y el olvido más marginal. Es curioso al mismo tiempo que significativo el hecho que en la católica Argentina se considere un gesto de digna libertad hablar mal de la Iglesia o de las Fuerzas Armadas —y vaya si se habla mal pública e impunemente— pero se tacha de inmediato como réprobo medioeval y destructor de la convivencia nacional al que levante su voz de alarma o de denuncia no ya contra los judíos sino contra un judío en particular; y ni qué decir cuando algún compatriota advierte contra el Estado de Israel al que sus súbditos residentes entre nosotros se empeñan en disimular su condición de estado extranjero. En la práctica vamos camino de sustituir en nuestra constitución real al cristianismo por el judaísmo y a la Iglesia por Israel. Y a los obispos por los banqueros…
A tal extremo ha llegado el proceso de vaciamiento de la inteligencia nacional que ya estamos impedidos de conocer y de interpretar la realidad: alguien, algunos, se han posesionado de nuestros mecanismos reflejos y nos han cambiado nuestros legítimos y necesarios pre-juicios y, por lo tanto, ya no somos libres para formular nuestros juicios ni para desplegar nuestra voluntad. Nos han cambiado la cultura y ya no podemos distinguir a nuestros enemigos ni, por supuesto, defendernos de ellos.
Esto nos impide “saber” —no obstante que lo conozcamos— que si Graiver fue el financista de los Montoneros, Gelbard el del partido comunista y Finkelstein (o como se escriba) el de la socialdemocracia de Alfonsín, el judaísmo como organización, como “misterio” y como realidad, está presente, está detrás de cada uno de estos representantes del Dinero y que no se trata de una picaresca ni de una historieta policial que, por casualidad, incluye a judíos en su trama. Tanta reiteración y tanta coincidencia —como lo indica el buen sentido y lo admite cualquier metodología mínimamente científica— señalan razonablemente que algo permanente, inalterable y trascendente se mueve en medio de tanto sucio negociado que siempre cobra víctimas no semitas. Es una constante de la raza nunca derogada que la lleva al fraude, al engaño y al abuso, como los hijos de Moisés que antes de abandonar Egipto, se consideraron obligados a despojar a los dueños del país hasta de su más pequeña pertenencia; latrocinio que fue guardado en la tradición hebrea sin mayores ambages y como tácita adopción de un sistema que habría de ser perpetuado a través de los siglos.
“El judío es nuestro espejo. Él nos espía, observa nuestros menores gestos, escruta nuestros pensamientos, siempre listo para aprovecharse de nuestras debilidades”, escribe en un precioso libro de reciente aparición Gueydan de Rousell y nos recuerda “ellos quisieron ser conciudadanos de los cristianos, lo son; …quieren, gracias a la Revolución, derribar a la antigua civilización cristiana y convertirse en los amos del mundo, casi lo lograron… cada vez que los judíos han gozado de un cierto poder en los Estados, lo han utilizado para seducir al pueblo…” Las citas, las advertencias, los recuerdos, se suman a lo largo de la historia de la Cristiandad hasta rematar en nuestra realidad presente en donde sólo los ciegos y los sordos (que somos todos) pueden dejar de ver y de oír los crujidos del derrumbe de nuestra sociedad y a los banqueros judíos enarbolando como un arma la maza de demolición del hermoso edificio.
Lo dijimos aquí mismo en otra oportunidad: si existen judíos es porque existe el judaísmo y no al revés. Y lo primero que tenemos que aprender los argentinos es eso, precisamente: que hay una realidad que se nombra judaísmo; luego podremos ponernos de acuerdo o disentir sobre cómo proceder con respecto al fenómeno, pero lo que de ninguna manera podemos es ignorarlo o negarlo. Luego cada cual le dará el sentido que prefiera y lo catalogará de un modo u otro, le temerá o no, lo aceptará o lo combatirá, lo considerará amigo o enemigo pero, antes que nada, es preciso que sepa que el judaísmo existe y está allí. Y que, como consecuencia, no importará que él también conozca a un judío bueno porque lo que importa no será eso sino el misterio que constantemente alienta detrás de la historia —de la nuestra también aunque Criterio lo niegue y la Fundación Plural se fastidie— que hace posible a los Graiver, a los Timerman, a los Gelbard y a los Finkelstein. Que hace posible que detrás de cada empresa subversiva aparezca la financiación económica o el sostén intelectual de los judíos.
Repitamos: los judíos están, el judaísmo existe —y en la Argentina no han hecho ninguna excepción a su comportamiento histórico—. Se podrá adoptar uno u otro criterio, pero lo que no se puede es negar el problema. Se podrá, incluso, propiciar una síntesis pero no se puede, en cambio, afirmar que esa síntesis ya se logró, y que resulta beneficiosa para la sociedad. Y se podrá también, considerarlos amigos pero no inofensivos, ciertamente. Es preciso, por lo tanto, encarar la cuestión y no negarla ni aligerarla. Estamos viviendo un gobierno integrado por judíos y, sobre todo, un sistema financiero comandado por judíos. Ningún cristiano debe sostener un antisemitismo de la carne, como se lo ha llamado, pero todo cristiano debe estar precavido frente al judaísmo del espíritu, porque éste es un profundo problema teológico.
Nota: Esta nota es el editorial de “Cabildo” nº 117, año XII, segunda época, de noviembre de 1987.
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