miércoles, 19 de septiembre de 2007

Recordando al amigo


VÍCTOR
EDUARDO
ORDÓÑEZ
LLEGA AL CIELO


Septiembre diecinueve,
el año dos mil cinco,
en los pagos de arriba
hay gran efervescencia,
mas entró desenvuelto, mostrando con ahínco
los apuntes tomados en una conferencia.

Preguntó cuál sería su nueva biblioteca,
adónde la cocina con el queso y el vino,
cuál la nube en quien come con exceso no peca,
y cuán cerca quedaba Santo Tomás de Aquino.

Descubrió que sin lentes la visión era clara,
vio a Julio de Versailles, a Leonardo del Rey,
farfulló alguna frase que sonó medio rara:
“si hay aquí algún obispo, yo me traigo a la grey”.

Veteranos con alas le probaron la aureola
mientras gastaba bromas a un par de serafines,
elevó una plegaria para la patria sola,
sola sin él, abajo, perdida en los confines.

“Aquí son todos mansos, ¿con quién pelearé fuerte?”,
inquiría aburrido simulando un bostezo.
“Se conspira a menudo, San Agustín le advierte,
y no rigen las dietas, pues mi amor es mi peso”.

Quiso dar un paseo sobre el césped etéreo
no sin asegurarse terrenas provisiones,
tomó por los luceros en un carruaje aéreo,
recibiendo en la ruta sentidas ovaciones.

José Antonio asomaba su diestra, brazo en alto,
Juan Manuel relucía la estrella federal,
los héroes de Malvinas, sin ningún sobresalto
entonaban alegres una marcha triunfal.

Buscó por donde pudo su máquina vetusta
—aquella inverosímil, la del roto teclado—
desordenó papeles con maña casi augusta,
se atildó pues tenía en espera un llamado.

Eterno, refulgente, sobre un sol carmesí,
era Dios que le dijo: “Política de a bordo,
¡necesito tu pluma perpetua, caro Gordo!”
Y obediente se puso a escribir Otrosí.
Antonio Caponnetto

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