LA MADRE DE TODAS LAS BATALLAS
A principios del siglo XIX, en la Guerra de la Independencia, los españoles lucharon contra un invasor extranjero, pero no sólo contra eso. Los napoleónicos traían escritos en sus banderas los lemas de la Revolución Francesa, es decir, el ideal de fundar una sociedad nueva basada no en la Religión, sino en la voluntad y el contrato de los hombres. Los españoles que, excepto contadísimos afrancesados liberales, permanecían fieles a su Fe y a su Rey, lucharon entonces contra un enemigo superior. Y, con la ayuda de Dios, vencieron en aquel tremendo empeño.
Ya en el siglo XX, parecida lucha volvió a plantearse en nuestra Guerra de Liberación. Sin embargo, en ella ya no se trataba de un enemigo exterior, porque las ideas de la Revolución habían penetrado en nuestra patria e incluso se hallaban instaladas en la gobernación del Estado ya desde las precedentes guerras carlistas. En aquella empresa “por Dios y por la Patria” también se venció con la ayuda de Dios. Pero, pese a tanto esfuerzo, la Revolución laicista siguió avanzando y hoy, desde los años sesenta, nos aparece penetrada no sólo en la patria sino en la propia Iglesia.
Cuando digo “la Iglesia” me refiero a la Iglesia visible, temporal, no a la esencial que fundó el mismo Cristo y pervivirá hasta el final de los tiempos. Este contraste se ha dado también en otras épocas de la historia, por ejemplo en el siglo V en que la Iglesia visible aparecía en su mayoría inficionada de la herejía arriana, y fue el Espíritu Santo quien hizo prevalecer la ortodoxia de la verdadera Iglesia, no sin el esfuerzo y aún el martirio de muchos, tal como sucedió en nuestras dos guerras aludidas, la de la Independencia y la Cruzada.
A raíz del último Concilio, el Papa Pablo VI reconoció que “el humo de Satanás había entrado por alguna rendija en la Iglesia”. Apreciación muy verdadera, salvo en lo que a la rendija se refiere. Dado que su predecesor había dicho, en la preparación del Concilio, que “había que abrir las puertas y ventanas de la Iglesia para que entrase un aire fresco”. Así, Satanás, el Príncipe de este Mundo, no tuvo necesidad de una rendija, puesto que tenía abiertas las puertas del “aggionamento” y el aperturismo. Así, si bien lo observáis, siempre que en su tiempo se invocaba al Concilio de Trento era para una exigencia de mayor observancia, al paso que hoy siempre que se invoca al Vaticano II es para amparar una relajación de la disciplina o una difuminación del dogma.
Las consecuencias de esa penetración han sido muy evidentes: el clero disfrazado de seglar, una cuarta parte del mismo secularizado, ausencia de vocaciones y de conversiones, seminarios vacíos, los colegios religiosos convertidos en buena parte en centros de propagación marxista, la predicación subversiva, la Misa convertida en asamblea y protestantizada, el latín y el gregoriano abandonados, todo dogma, sacramento o rito contestados desde dentro de la Iglesia; los gobiernos católicos que existían, desmantelados por exigencia de la propia Iglesia; la guerrilla subversiva en Centroamérica y en el País Vasco dirigida en buena parte por clérigos y amparada por su episcopado; el ecumenismo conciliar poniendo en pie de igualdad a la Iglesia con las herejías y paganismos, con lo que se desarma a las misiones y se las convierte en mera beneficencia; la Fe Católica diluida, en fin, para muchos en “teología de la liberación”.
Las consecuencias de esta revolución eclesiástica han sido fulminantes, sobre todo en España: divorcio legalizado, contracepción fomentada, aborto despenalizado, eutanasia a la vista, promiscuidad sexual, sodomía pública, drogadicción, enseñanza laica, pornografía sin freno… Y aún peor que todo eso, el desarme moral de los cristianos, su indiferencia a todo, su apatía general. Compárese el ardor religioso de 1936 contra las leyes impías de la República con lo que hoy existe.
Los males se desencadenaron vertiginosamente a partir de la pérdida de la unidad católica con la ley de libertad religiosa, consecuencia de la Declaración Conciliar “Dignitatis Humanæ”. Ésta fue “la madre de todas las batallas”; lo demás es sólo su consecuencia obligada. Si se acepta la democracia moderna, en la cual toda ley nace de la voluntad humana, todo será ya posible y habrá que aceptarlo. Así, la Iglesia oficial jamás protesta hoy en nombre del honor o de la ley de Dios, sino en nombre del “humanismo”, de los derechos humanos o de la defensa de la vida.
Pero en España, antes o después, volverá a suceder como en los años treinta: una mayoría de católicos —los democristianos y cedistas— aceptaron la legalidad republicana, como medio de lucha y salvación, lo que habría de llevar por sus pasos al gobierno comunista del Dr. Negrín. Otros, en cambio, como Fal Conde y los navarros, prepararon voluntarios y armas por si, como sucedió, llegaran a ser necesarios.
El esfuerzo de tantos héroes y mártires hará que en España no se pierda definitivamente el norte de la verdad y la posibilidad de reconquista. En el norte de África la invasión árabe del siglo VII islamizó el territorio, e islamizado sigue. En España, en cambio, hubo un don Pelayo y un San Fernando, una Reconquista que, tras ocho siglos de esfuerzo, restituyó la patria a su Fe. La historia, por negro que aparezca el horizonte, volverá a repetirse por gracia del Altísimo.
Si ellos afirman la enormidad de que la democracia liberal es el único régimen deseable, nosotros afirmamos aquí la gran verdad de que la sociedad ha de fundarse sobre la religión y que la Fe Católica es la única religión verdadera.
Rafael Gambra
Nota: Este artículo fue publicado en “Siempre pa'Alante” en abril de 1991, y en “Roma Æterna” nº 121, de abril de 1992.
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