domingo, 20 de noviembre de 2011

REQUIEM ÆTERNAM DONA EIS, DOMINE…
  
  
Cuando un hombre deja este valle de lágrimas, dos implicancias surgen:
  
La primera: El inmenso y doloroso vacío que deja entre quienes TANTO le han amado; y que tanto le han amado durante TODA una vida.
  
Tal vacío es consoladoramente rellenado —y en gran medida— por el conocimiento que cada deudo tiene, en conciencia, de su propia subordinación y cumplimiento del IVº Mandamiento de la Ley Divina:
  
Amar intensamente al ser querido, demostrando tal amor honrándole y asistiéndole en vida de él, del mejor, más cariñoso y efectivo modo posible, no sólo aparta para siempre del alma cualquier estéril y amargo desasosiego, escrúpulo o remordimiento a posteriori de la muerte de aquél, sino que es un verdadero acto de adoración del Eterno Padre y, por ende, de la Santísima Trinidad misma, que será recompensado por el Altísimo como sólo Él sabe y puede hacerlo.
   
Hay una segunda implicancia de la partida de este valle de lágrimas:
   
Si fue un hombre de bien, es el colosal consuelo —que los deudos plenamente comparten— de que tal muerte no es sino el llamado a la Eterna Recompensa con que Cristo Rey premia a Su fiel vasallo, vasallo que —a pesar de sus imperfecciones, fragilidades humanas, caídas y recaídas— durante toda su vida aquí abajo luchó, y luchó en su lugar, humilde pero firmemente, con las armas a su alcance —así como con la mayor perseverancia— por tan Augusto Señor.
  
Por otro lado, si no fue un hombre de bien… dudas, dolor nos invaden.
  
Aquí debemos centrar nuestras meditaciones en la virtud de Esperanza, así como en la eficacidad de nuestra oración y de nuestros sacrificios, todos cuyos méritos bien puede Dios Omnipotente —Quien, a diferencia de nosotros, no está sujeto al tiempo— aplicarlos de modo tal que sirvan para que ese difunto pueda llegar a lograr un descanso eterno.

* * *

Los muertos permanecen rígidos y en silencio.
  
Del frío cajón que los encierra no proviene sonido alguno, ninguna exclamación de dolor, ningún pedido de socorro, de auxilio, ninguna lastimera voz solicitando compasión y alivio.
  
Los muertos están en el más allá; están en la eternidad.  Nosotros estamos en el más acá; estamos en el tiempo.
  
Tal el es abismo que nos separa, que ni sus voces ni sus clamores pueden franquearlo.
  
A partir de la muerte —el inexorable llamado a Juicio por el Inapelable y Eterno Juez— al alma ya no le quedan posibilidades de reparar el honor divino que conculcara con sus faltas a lo largo de sus pasados días en el mundo, así que deberá ingresar en el Tormento del Purgatorio para limpiarse, para pagar, purgar, lo que debe.
A veces, confiados que, en vida, el buen hombre se había confesado, había comulgado, había recibido la Extremaunción y todos los auxilios de la Iglesia, nos olvidamos de que tal vez no tuvo tiempo de reparar las faltas cometidas a lo largo de su estancia en esta tierra.
  
Frágiles hijos de Eva, como vemos que los muertos que llevamos a enterrar están silenciosos y como en paz, estamos tentados de ignorar el infortunio y los reales azotes de todo tipo, las acendradas penas y aflicciones, que están padeciendo en el Purgatorio.
  
Las Almas en el Purgatorio reciben el nombre de “Benditas Almas del Purgatorio”, pues ya se han salvado: Saldrán de la prisión en la que se encuentran, una vez pagada su deuda, sólo para ingresar triunfantes en el Paraíso.
  
Sin embargo, ahora, como los muertos están en silencio, sus familiares y amigos deberán esforzarse de hablar en su nombre para que la Divina Misericordia adelante el día de su liberación de la prisión del Purgatorio.
  
Para animar a estos familiares y amigos, la Iglesia les recuerda el Miseremini del Patriarca Job: Decía el Santo Patriarca en medio de sus enormes tribulaciones: “¡Tened piedad de mí!  ¡Tened piedad de mí, al menos vosotros, mis amigos!”
  
Hoy, cada uno de nuestros difuntos nos exhorta y suplica a todos nosotros: “¡Tengan piedad de mí!  ¡Tengan piedad de mí, al menos ustedes: Mi esposa, mi esposo, mis hijos, mis nietos, mis ahijados, mis nueras, mis yernos, mis hermanos, cuñados, primos, allegados y amigos.  ¡Tengan piedad de mí!”
  
Son nuestros queridos difuntos quienes desde el más allá están clamando por nuestras oraciones, por nuestros sacrificios, para que les sean aplicados en vistas a ayudarles a salir de las torturas del Purgatorio.
  
En un texto bien vívido, Santo Tomás Moro hace expresar así a las Benditas Almas sus súplicas:
  
“Si en este mundo vosotros tenéis piedad de los pobres”, les hace decir, “nadie hay tan pobre como nosotros, que no tenemos vestimenta alguna para cubrirnos.
“Si tenéis piedad de los ciegos, nadie hay tan ciego como nosotros, que estamos en la oscuridad, salvo por visiones espectrales y apariciones desagradables, repugnantes y nauseabundas.
“Si tenéis piedad de los lisiados, nadie hay más lisiado que nosotros, que no podemos arrastrar ninguno de nuestros miembros fuera del fuego, ni tampoco tenemos movilidad alguna en nuestras manos como para defender nuestro rostro contra las llamas.
“Si tenéis piedad de cualquier hombre que veis sufrir dolor, vosotros jamás visteis dolores semejantes a los nuestros, pues el fuego que nos quema aquí a nosotros, tanto sobrepasa en calor a todos los fuegos que alguna vez quemaron sobre la tierra, como el fuego real inmensamente sobrepasa al calor de un fuego pintado en un cuadro.
“Si alguna vez estuvisteis enfermos, sin poder dormir por las noches, y ansiabais tremendamente que llegara la luz del día; cuando cada hora nocturna se multiplicaba por cinco…, considerad cómo son nuestras noches —cómo es nuestra noche— esa noche que debemos sufrir, mientras que yacemos insomnes, inquietos, tensos, agitados, sedientos, asados por el negro fuego en la larguísima noche, que durará, o días, o semanas, o meses, o años, o siglos, o milenios…
“En la enfermedad, os movéis de un lado al otro de la cama, buscando alguna comodidad para poder descansar algo.  Nosotros estamos aherrojados a nuestras ardientes parrillas y ni la cabeza podemos levantar.
“Vosotros tenéis doctores, que a veces os curan, o al menos os obtienen alguna calma.  Ningún médico puede curar o aliviar nuestros dolores, ni aplicar paños fríos a nuestras literalmente inflamadas cabezas.”

* * *

Nosotros, entonces, advirtamos la capital importancia de rogar por nuestros Fieles Difuntos y pongámonos a la obra, no sólo durante este mes de noviembre, a ellos dedicado, sino por el resto de nuestra terrenal vida, es decir, no sólo ahora, sino de ahora en más:

“Suplicámoste, oh Dios Omnipotente y misericordioso, que las almas de Tus siervos y siervas —por quienes hemos ofrecido a Tu Majestad este Sacrificio de alabanza— limpias de todo pecado por la virtud de este Sacramento, merezcan, por Tu misericordia, gozar de la luz eterna” (Poscomunión de la Tercera Misa del 2 de noviembre).
  

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Que profundas y hermosas -a la vez que terribles- palabras!


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