DECLARACION
DE CIDEPROF
20 de noviembre de
2011
“Dos amores construyeron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio
a Dios hizo la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo,
la ciudad del cielo” (1) Que debe
convivir, en el tiempo, con aquélla.
No
nos equivoquemos ni nos dejemos engañar. Cuando el Señor le dijo a Pilato que su
reinado no era de este mundo (2) lo
que afirmó es que su Majestad no le ha sido conferida por los poderes del mundo
sino por Dios. Se refirió al origen de su potestad y no al ámbito universal de
sus alcances.
Así,
pues, Cristo Jesús, nuestro Redentor, debe reinar en nuestras almas pero debe
también hacerlo en nuestras familias, en nuestras costumbres, en nuestras
instituciones, en nuestras leyes, en nuestra Patria.
Y
hoy, tristemente comprobamos que así como Cristo no reina en las almas, tampoco
reina en nuestra sociedad.
Cristo
no reina en nuestras familias. Aún quienes nos llamamos cristianos y nos decimos
sus discípulos hemos excluido a Jesucristo de nuestras casas, dejando que en
ellas entren otros señores; hemos silenciado la voz de su Palabra dejando que
otros ruidos la sustituyan; hemos arrinconado sus imágenes, dejando que sean
otras las que llenen nuestro espacio visual. Pero Cristo tampoco reina en la
vida de nuestras casas, donde no se lo invoca, donde no se lo honra, donde no se
cumple su ley. Otros, blasfemos y obscenos, han sustituido su adorable y amorosa
presencia.
Cristo
Jesús ha sido desterrado de nuestras calles y de nuestras instituciones. ¿Reina
Cristo verdaderamente en nuestra sociedad? “¿…reina Cristo en este país?”, se
preguntaba Castellani e irónicamente respondía: “¿Y cómo no va a reinar? Somos
buenos todos. Y si no reina, ¿qué quiere que le hagamos?”. (3)
Muchos
hombres buenos, pero Él no reina.
Y
si no reina ¿qué quiere que le hagamos?
Vemos
cómo las antiguas naciones cristianas reniegan de Cristo y de su Iglesia,
blasfeman y se burlan de sus leyes. Y, mientras, con cierta curiosidad distante
e indiferente observamos lo que ocurre en otras tierras, dejamos que crezcan en
nuestra Patria las mismas flores venenosas y los mismos frutos de podredumbre.
¿Qué quiere que le hagamos?, responderíamos tal vez, resignados y vencidos, si
tuviéramos que contestar aquél interrogante.
Cristo
no reina en nuestra familia no sólo porque lo hemos echado de ella, sino porque
hemos echado a la misma familia de nuestra organización social. Hace tiempo,
mucho tiempo, que venimos haciéndolo, alegremente. Primero dejamos que el Estado
se metiera en ella, regulándola con el matrimonio civil. Luego permitimos que se
inmiscuyera con las primeras leyes inicuas de educación que, en los albores del
siglo XX, comenzaron a sustituir la autoridad de los padres en la formación de
sus hijos. Permitimos que se pusiera en crisis el principio de autoridad y
jerarquía, en un grado mayor, al aceptar que se destruyera la autoridad
paterna.
No
hace tanto, luego de otras claudicaciones, aceptamos que esa familia, ya
regulada por el Estado, se fundara sobre una unión inestable al admitir el
divorcio, primero en nuestras leyes y, luego, en nuestros hábitos sociales,
admitiéndolo, si no siempre como una solución óptima a los problemas inevitables
de la convivencia conyugal, sí como un mal menor tolerable y, aún,
beneficioso.
Y
finalmente, pero no finalmente del todo, nos habituamos a prescindir del
matrimonio como institución fundante de la familia y permitimos que se llamara
familia cualquier unión, y admitimos como normales y hasta buenas las uniones de
hecho y la paternidad o maternidad extramatrimonial. ¿Qué quiere que le
hagamos?, respondimos. Y nos conformamos con que nuestros jóvenes aceptaran a
los hijos concebidos fuera del matrimonio, también como un mal menor frente al
aborto.
Pero
se dio un paso más, en esa paulatina y creemos que ya definitiva expulsión de la
familia de nuestra organización institucional, con la sanción, el año pasado, de
la mal llamada “ley de matrimonio igualitario”, mal llamada ley, porque no lo es
propiamente, sino una corrupción de la ley y una perversión de la justicia. Y
mal llamada de “matrimonio igualitario” porque, al legalizar la unión homosexual
y equipararla al matrimonio, se ha fabricado una caricatura siniestra y una mofa
de la sagrada institución del matrimonio, fundado por el mismo Dios en los
albores de la creación.
Con
el homomonio, porque no podemos llamar matrimonio a ese infernal engendro, nos
hemos lanzado al abismo.
Nuestra
sociedad, que debía estar basada en los sólidos fundamentos de la familia y de
la autoridad paterna, ha quedado empantanada en las sucias arenas de la unión
homosexual estéril y de la parodia de una paternidad sin padres verdaderos y sin
hijos propios. Ya no sólo hemos aceptado que se cuestionara la potestad de Dios
y el reinado de Cristo en el gobierno de nuestra sociedad, de nuestras
instituciones y de nuestras leyes, sustrayéndonos a su Ley; sino que
abiertamente la hemos conculcado, sancionando normas y fabricando instituciones
que no sólo la ignoran sino que directa y alevosamente la violan en su raíz.
Porque esto es el homomonio, una repugnante y diabólica inversión de la ley de
Dios.
Y
si no reina, ¿qué quiere que le hagamos?
Pero,
como la caída al abismo no tiene fondo y se abre al infinito, nuestra
precipitación no se detiene en esas inmundicias sino que se lanza raudamente
hacia las más hondas negruras al incorporar al sistema de nuestras leyes no ya
la contranatura como norma, sino el crimen como derecho.
Hoy
el aborto está a nuestras puertas. No el aborto como crimen individual, como una
de las más tristes y graves consecuencias del pecado original, sino el aborto
como derecho, como derecho de la madre, con lo cual se llega a la destrucción
del nudo mismo de todo el orden social, porque no sólo se devastan el matrimonio
y la familia sino que se destruye la maternidad, el principio más sagrado de la
vida, en el orden natural.
El
aborto no sólo es el asesinato de la más inocente e indefensa de las criaturas
del hombre, no sólo es el más grave abuso de poder frente a la mayor debilidad,
no sólo es la más grave infidelidad a la más alta de las custodias, sino que es
la destrucción de la mujer y de lo más sagrado y alto de la mujer, que es la
maternidad. El Estado, al otorgar a la mujer el derecho de matar a su hijo, a su
hijo no nacido que reposa en el claustro de su vientre, destruye la esencia de
la feminidad, la maternidad y los restos de toda institución matrimonial y
social. ¿Qué quiere que le hagamos?
“Tengo
miedo –decía el padre Castellani, comentando esa respuesta– de los grandes
castigos colectivos que amenazan nuestros crímenes
colectivos”.
El
aborto, como derecho social, es el más grande de nuestros crímenes colectivos y
su adopción nos hará acreedores de los más grandes
castigos.
Con
su sanción, ya no hay valor que merezca respetarse. Si la vida del niño
por nacer nada vale y puede disponerse de ella ¿qué habremos de decir de la vida
del anciano, del discapacitado, del enfermo? Y estamos a las puertas de la
eutanasia. Bajo el eufemismo de “muerte digna” ahora mismo nuestros legisladores
están considerando proyectos que la consagren. Si admitimos que los padres maten
a los hijos “no deseados” ¿qué impide consagrar a los hijos el derecho de
disponer de la vida de los padres inútiles y gravosos; a los padres y hermanos
asesinar a los prójimos enfermos o discapacitados; a los fuertes eliminar a los
débiles? ¿Qué limite hay en todo esto si ya se ha transpuesto el más sagrado de
los límites?
¿Qué
derecho de educar a sus hijos pueden reivindicar unos padres que han admitido
una sociedad en la que es legítimo y un derecho matarlos? ¿Qué autoridad pueden
pretender quiénes han admitido ser ellos mismos eliminados cuando se convierten
en una carga?
Todo
esto va acompañado de mucho más. Se debaten y estudian leyes que
reglamenten la fabricación de hijos a gusto y placer, industrialmente y como si
fueran cosas; se instrumentan las formas de penetrar más y mejor en el alma de
los niños sobrevivientes, mediante la educación organizada por un Estado enemigo
de Dios y de su ley. Se procura eliminar los rastros de la Cristiandad y las
manifestaciones de la fe y la devoción popular. Se intenta legislar llevando al
extremo el principio de igualdad, de modo tal que se haga imposible distinguir
lo distinto convirtiendo en delito el uso racional de la discriminación,
indispensable para separar el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo
conveniente y necesario de lo nocivo. Se convierte a la justicia, a la
administración de justicia, en instrumento de la venganza y del rencor. Y así
vamos...
¿Qué
quiere que le hagamos?
Si
no es por amor a nuestro Rey amable que nos creó y nos redimió y que conquistó
con su Sangre el poder que como Dios le pertenece, al menos temblemos y actuemos
para evitar que caiga sobre nosotros y sobre nuestra Patria la ira de
Dios.
Pongámonos
virilmente de pie, afinemos nuestras inteligencias, fortalezcamos nuestros
corazones, dispongamos nuestro espíritu porque vivimos un tiempo agonal, un
tiempo de lucha y de martirio. Porque es necesario que hoy estemos dispuestos a
decir toda la verdad, y a defender toda la verdad, aún con nuestras vidas. No
sólo es necesaria nuestra paciencia, como expresión pasiva de la virtud de la
fortaleza. Es hoy, más que nunca necesaria, junto con ella, nuestra firme
determinación de hacerle frente a la caída hacia el abismo de nuestra Patria y
de nuestras familias, para nuestra propia salvación y para el bien y la
salvación de nuestros hijos.
Tengamos
presente al menos, si nos falta el fuego del amor, la admonición del padre
Castellani. “Tengo miedo de los grandes castigos colectivos que amenazan
nuestros crímenes colectivos”.
Ante
la apostasía general, ante el silencio de los cobardes, frente a la torpeza de
los necios, afirmemos nuestra Fe, levantemos nuestras voces, agudicemos nuestras
inteligencias.
Hoy,
más que nunca, es necesario instaurar todo en Cristo y para hacerlo, debemos
instaurarlo y hacerlo reinar en nuestras almas y en nuestras casas y debemos
militar para restaurar su reinado en nuestra sociedad y en nuestra Patria. Hoy
nosotros, más que nunca y como tantos otros lo han hecho en España y en Rusia,
en México y en Cuba, y en tantas otras regiones de la tierra, en los últimos
tiempos debemos lanzar nuestro grito ardiente ¡Viva Cristo Rey! aún cuando en
ello nos vaya la honra, la fortuna y la vida.
Hoy,
en el 167° aniversario del glorioso combate de la Vuelta de Obligado, un hito en
nuestra historia patria, cuando nuestros padres supieron hacerle frente a los
poderosos del mundo, gritemos con toda nuestra fuerza y con todo nuestro corazón
¡Viva Cristo Rey! y así digamos ¡no! al espíritu del mundo que nos invade, nos
envenena y nos mata.
¿Qué
quiere que le hagamos? Pongámonos de pie, en orden de combate, bajo las banderas
santas y gloriosas del Rey vencedor. Y al amparo de su Madre Reina, en su
Iglesia Santa.
¡Esa
es nuestra respuesta! ¡Esa es nuestra misión! ¡En ese combate debemos empeñar
nuestro tiempo y jugar nuestra vida!
¡Viva
Cristo Rey!
Ricardo S.
Curutchet
San Rafael, 20 de noviembre de
2011
Notas:
1. San Agustín: “La Ciudad de Dios”. 2. San Juan, 18, 33-36.
3. “Cristo, ¿vuelve o no vuelve?”
2 comentarios:
Hay que reconocer que aún aquellos que no han echado a Jesús de sus vidas, ni de su familia, ni de su casa, pueden ver a su descendencia perderse en el mundo. Es decir, que el problema para el católico es todavía mas grave que lo que pinta el artículo del sr. Curutchet.
Carlos Díaz
De acuerdo con el Sr Díaz. Creo que es lo mas angustiante y que sólo puede ser sobrellevado por una confianza en la Divina Providencia y la Gracia de Nuestro Señor.Uno hace todo lo que puede pero el enemigo ha acumulado demasiado poder siniestro. ¡Protege a nuestros hijos y nuestro seres queridos, Señor!!
R.S
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