domingo, 27 de septiembre de 2009

Sermón de misericordia


HOMILÍA SOBRE
EL PERDÓN

Muchas palabras de vida eterna brotaron de los labios de Cristo en los días de su vida apostólica; pero así como el sacerdote, al llegar al momento culminante de la Misa, se recoge y calla, Jesús, al llegar “su hora”, al comenzar su pasión, entra también en el santuario íntimo de su alma y sella sus labios con un silencio que es una de las notas más impresionantes de su inmolación. Un hombre que sufre calumnias y martirio injusto sin quejarse ni defenderse, es incomparablemente heroico, con un heroísmo desconcertante para sus enemigos.

Y si Jesús, sobre todo en sus últimos momentos, parece romper este silencio, no es así en realidad, ya que no habla para disculparse ni defenderse, sino porque así cumple su papel sacerdotal que en aquellos momentos de manera tan solemne desempeña.

Mientras lo crucifican, a pesar del tormento atroz, Jesús calla; cuando lo elevan en lo alto de la cruz y se levanta al mismo tiempo un gran clamor en el cual se mezclan las blasfemias, los sarcasmos, las imprecaciones, Jesús calla… Pero de pronto, sus labios se abren y dejan caer sobre aquel mar desbordado de todas las pasiones humanas la palabra del perdón universal. ¡Qué revelación del corazón de Cristo! Cuando todo respira odio y furor contra Jesús, ¡Él sólo respira amor, misericordia y perdón!

Aprendamos a conocerlo: si cuando nadie lo solicitaba Él ofrecía su perdón, ¿podrá negarlo cuando postrados a sus plantas lo imploramos?

El arrepentimiento no tiene ni puede tener otro eco en el corazón de Cristo sino el perdón; o mejor dicho, el arrepentimiento no es en realidad sino la respuesta del hombre al perdón de Dios que se adelanta para provocarlo con delicadeza infinita.

Pater! No lo llama Dios, sino Padre, porque esta sola palabra ya justifica el perdón: ¿qué cosa hay más digna de un corazón paternal, sino perdonar? El odio se venga, la justicia castiga, sólo el amor perdona.

Dimitte. Jesús era Dios y como tal podía decir: “Yo los perdono”, como en realidad lo dijo sobre tantos pecadores que se acercaron de Él en los años de su vida pública, pero tales palabras hubieran revelado su grandeza en los momentos de la gran humillación, y por eso prefiere humildemente implorar un perdón que Él como Dios podía conceder.

Illis. Con esta palabra general —“a ellos”—, Jesús envuelve discretamente a los que hubiera podido llamar mis verdugos, mis enemigos, los ingratos. Con ella también Jesús nos comprende, traspasando los límites del momento actual, a todos los que hemos tenido la desgracia de ofenderlo… ¡Qué consolador es pensar que en aquellos momentos solemnes, Jesús envolvió todo nuestro pasado doloroso con el manto regio de su misericordia y de su perdón!

Non enim sciunt. La bondad no sólo perdona, sino disculpa y es siempre indulgente. La bondad de Jesús supo disculpar a sus mismos verdugos y justificar su perdón. Así es como se perdona sin humillar, sin lastimar al culpable.

Esta misma disculpa vale en cierto sentido para todo pecador; porque la verdad, si conociéramos a fondo lo que es el pecado, ¿llegaríamos alguna vez a la locura de cometerlo? Pero al mismo tiempo nos hace ver que la gravedad de los pecados crece con las luces y conocimientos con que Dios nos ha favorecido. ¡Cuántas veces los pecados, al parecer menos graves, de las almas piadosas tendrán mayor malicia y gravedad ante los ojos divinos, que los crímenes de las pobres almas extraviadas que nunca han oído hablar de Dios!

Quid faciunt. Lo que aquellos hombres hacían era el más grande crimen que han visto los siglos, algo verdaderamente inaudito: ¡crucificar a Dios! Todo pecado grave es un reflejo de ese mismo crimen, porque también en cierto sentido es un deicidio. Jesús, sin embargo, discretamente, sólo lo designa con estas dos palabras “quid faciunt – lo que hacen”… La delicadeza del Corazón de Cristo tiene a las veces refinamientos que asombran…

La bondad de un alma se mide por su magnanimidad en perdonar. La venganza, el rencor, degradan siempre y envilecen, y revelan a un alma egoísta, mezquina y ruin.
Cuando Dios formó el corazón del hombre, ha dicho alguien, lo primero que puso en él fue la bondad. Así debió ser, como que lo hizo a su imagen y semejanza, y Dios es la bondad misma. Desgraciadamente ese fondo desaparece con frecuencia bajo el cúmulo de nuestras miserias personales, y por eso nos cuesta tanto perdonar; desembaracémonos de ellas y pongamos a descubierto ese fondo de bondad que Dios puso en nuestra alma como huella de su mano y reflejo de su corazón: entonces el perdón nos será fácil.

Pero, ¿cómo lograrlo? He aquí el secreto. La bondad es como la suavidad, la blandura del alma, y el alma se suaviza y se ablanda y pierde su egoísta dureza en la escuela del dolor. Quien sólo ha vivido en el placer es naturalmente duro; quien ha aprendido a sufrir, en la misma medida ha adquirido la ciencia de la bondad, de la indulgencia y del perdón. De ese perdón cristiano que no lastima, porque más que concederlo, lo implora de Dios; que lo justifica, porque busca siempre lo que atenúa y disculpa.

Cuando nos injurien los hombres no adoptemos otra actitud que la que corresponde a un discípulo de Cristo: sepamos callar. Y si abrimos nuestros labios, que sea como el Divino Crucificado para elevarnos hasta esa altura desde donde se vence al odio con el amor y se contesta a la injuria con el perdón…

Padre Arturo Vargas Meza

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente palabras padre!!!
Un saludo afectuoso.

Anónimo dijo...

Bellisima y emocionante Homilia de este santo sacerdote.

Unknown dijo...

Guauu realmente bellisimo, da gusto esuchar homilias así.