El Evangelio de este domingo tiene dos perícopas: la Curación del Hidrópico y la parábola del Último Lugar. Pero puede unificarse con el nombre del Almuerzo en Casa del Príncipe (…)
Estaba lleno de doctores allí, y “lo estaban éstos acechando”, según nos dice el Evangelio. Jesucristo se descalzó las sandalias, dio el beso de paz al dueño de casa, hizo el gesto de lavarse los pies como era de ritual, introdujo a San Pedro, el cual hizo igual, y se dirigió modestamente al último lugar, donde se reclinó. El príncipe lo fue a buscar y lo colocó en el segundo lugar, después de él. Y San Pedro, que se había colocado tranquilamente en el segundo lugar, tuvo que bajar un tramo.
“Y he aquí que se puso delante de Él un hombre hidrópico”; no de San Pedro. Era uno de los doctorones que era hidrópico, que le va a hacer; y no por eso sabía menos; lo que no sabía era la lotería que le iba a tocar ese día. Se ve que le dijo o le pidió algo a Jesucristo, porque el Evangelio dice: “Y Jesús, vuelto…” Pero no le respondió a él, sino a “los doctores de la ley y los fariseos” que lo observaban con curiosidad. “¿Es lícito curar en día sábado?”, les preguntó.
Callaron como muertos. ¿Qué podían decir? ¿Sí? ¿No? No podían decir nada. Jesús “habiendo tocado al hidrópico”, dice el Evangelio, es decir, lo sujetó; y lo curó. Habrá sido de ver el espectáculo del enorme vientre y el enorme cuerpo desinflándose a toda prisa. “Y lo despidió”; lo mandó a su casa para que la comida pudiera continuar, probablemente: “Dirigiéndose después a ellos”, otra vez —a sus ocultos pensamientos, porque ellos callaban—, dijo Jesús:
“¿Quién de vosotros, si un asno o su buey cae en algún pozo o pantano, no lo sacará luego, aunque sea día sábado?” Y continuaron callando. ¿Qué iban a responder? “Y no sabían qué responder a esto”.
Con demasiada cortesía los trató Cristo. Yo les hubiese dicho: “Con sus ceremonias, con sus escrúpulos y con su ley del sábado, todos ustedes son unos perfectos chanchos”. Eso es lo que estuvo por decir San Pedro; pero se contuvo al pensar que estaba en casa ajena.
Y encima los obsequió con una linda parábola, que San Pedro retuvo de memoria, dirigida in æternum a los buscadores de Buenos Puestos:
“Cuando fueres convidado a bodas, no te pongas en el primer puesto; no sea que haya alguno más copetudo, y el dueño de la casa te diga: «Amigo, por favor, déjale ese lugar al señor diputado», y comiences con sonrojo a bajar hasta el último lugar… («Zas —dijo San Pedro— esto va por mí»). Mas cuando fueres convidado, siéntate en el último lugar; y puede que cuando llegue el dueño, te vaya a buscar y te diga: «Pero amigo, siéntese aquí a mi lado», con lo cual quedarás bien ante todos los comensales: porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. (“Tiene razón”, dijo San Pedro).
Esta ley del Último Lugar parece un chiste pero tiene mucha miga: la cual entendió la Iglesia Primitiva y la Iglesia Medioeval, y es menester que la entienda también la Iglesia de los Tiempos Modernos; que como son modernos, creen que son los primeros de todos; y en realidad son los últimos. De esta ley, han salido muchas cosas buenas.
¿Qué debe hacer un hombre cuando no lo ponen en su lugar? se pregunta Aristóteles en su “Ética a Nicómaco”. O mejor dicho: ¿qué debe hacer cuando no lo ponen en el primer lugar al Hombre Magnánimo? que Aristóteles creía que era él mismo.
Ese es un caso que pasa muchísimo, y más cuando las sociedades están desordenadas, o como se dice exactamente, subvertidas. Justamente ésa es la gran señal de una sociedad subvertida; y por tanto en camino de decadencia: la gente fuera de su lugar; el que debe mandar obedece, el que debe obedecer manda; el que puede enseñar no enseña, el charlatán y el simulador enseñan; el que debe aconsejar no es oído; el botarate y el sofisticado charlan, gritan, enredan, atruenan y no dejan escuchar nada ni hablar a ninguno; el necio campa por sus respetos y el sabio es acorralado y silenciado; los mediocres engreídos hacen grandes planes y voltean casas que después no pueden reconstruir, la prudencia se va al diablo y la petulancia crece como sorgo de Alepo; “mucha música y poca lógica hay en este país”, decía mi tío el Cura.
En suma, ustedes conocerán alguna familia donde pase esto; por ahí se pueden imaginar lo que pasará en un Estado. “La confusión de las personas siempre fue el principio del mal de las ciudades”, dijo el Dante. Éste era el problema que preocupaba a Aristóteles.
Aristóteles respondió: “Cuando al Magnánimo le niegan el primer lugar, debe quedarse en el lugar donde está y luchar por el primer lugar. Debe indignarse, no por mor de sí mismo, sino por el desorden, la fealdad y los daños que resultan al bien común de no estar él en su lugar. Debe luchar con indignación y fortaleza”.
Jesucristo en vez dijo: “Cuando te niegan tu propio lugar, vete al último lugar. Mejor dicho, vete de entrada al último lugar, es más sencillo”. ¡Es una paradoja! ¡No es nada sencillo!
El Cristianismo nació al mundo en el seno del Imperio Romano, una sociedad en decadencia, subvertida. Allí la virtud no estaba en el primer lugar sino el vicio: ni la modestia, ni el saber, ni la capacidad, ni la honradez, ni el heroísmo, ni la magnanimidad. Para subir había que ser canalla; y la virtud era una especie de castigo de sí misma. ¿Qué hicieron los primeros cristianos? Se fueron al último lugar, al desierto; los que no fueron a parar primero a los leones del Coliseo. No se les ocurrió fundar un partido democristiano y hacerse elegir Emperadores.
“En el Imperio no se puede vivir moralmente. En medio de la civilización no se puede vivir civilizadamente. El ambiente está tan apestado, la sociedad está tan descoyuntada, los valores están tan subvertidos, que ni dentro de tu casa te dejan vivir con honradez. Pero yo tengo que vivir con honradez para salvar mi alma: mi alma y la vida eterna, eso es lo que importa. ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y por qué cambio cambiará el hombre con ventaja su vida? Si tu ojo te es escándalo, sácalo y échalo de ti; mejor es entrar tuerto en el Reino de los cielos que con los dos ojos ser arrojado a la región del fuego sempiterno. Por lo tanto, vivan ustedes como quieran, yo voy a vivir con honradez. Ahí queda eso. Me voy. ¿Adónde? Al desierto. A la barbarie. Quédense ustedes con la civilización: se las dejo”. Allí nació la orden de los Ermitaños Urbanos y también la de los Inurbanos: Todas las órdenes religiosas.
Los desiertos de los confines del Imperio, el último lugar del Imperio, se empezaron a poblar de ermitaños, hartos de la civilización podrida, patricios, matronas nobles, sabios, altos jefes militares, doncellas delicadas; y nació el ideal monacal, que viene de monachus = solitario. Con su ejemplo, y después con su palabra, y también con su acción, fueron la levadura única y biológica que transformó el Imperio putrefacto en la Cristiandad Europea.
Si quieren saber cómo se verificó esa increíble transformación, lean la “Vida de Santa Melania”, de Georges Goyau, o simplemente cualquier vida de San Jerónimo, o “Europa y la Fe”, del gran ensayista Hilaire Belloc.
R.P. Leonardo Castellani, S.J.
(Tomado de su libro “El Evangelio de Jesucristo”)
(Tomado de su libro “El Evangelio de Jesucristo”)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario