LA VERDADERA LIBERTAD
Precisamente hoy, cuando nuestra sociedad se precia de no desconocer nada y con gran prontitud se conocen los acontecimientos y detalles de lo que acontece en cualquier parte del mundo, por muy alejado que éste se encontrare, muchos hombres de esta misma sociedad desconocen el significado de la libertad, y piensan que un ser es verdaderamente libre cuando puede hacer… todas las barrabasadas que se le antojen.
No se dan cuenta, pobrecitos, que eso es una vergonzosa esclavitud de los sentidos.
Esta sociedad (o mejor dicho, nuestra naturaleza humana) es dependencia y esclavitud; y si a esto le agregamos las consecuencias del pecado original, somos “reyes destronados y exiliados”.
La verdadera libertad sólo se encuentra en el cristianismo, cuando el hombre bajo el impulso de la gracia, puede elegir diversos medios que la vida le ofrece para alcanzar la santificación. Ciertamente, la santificación implica obediencia y sujeción al Omnipotente, pero como dice San Pablo, “servir a Dios es reinar”. Llegamos a ser reyes: la corona está puesta sobre nuestra cabeza y entonces todo el mundo es nuestro, ninguna conquista es imposible, tenemos un dominio maravillosamente extenso, ya que en el orden sobrenatural nos hallamos bañados en una atmósfera de infinito.
Mas Jesús quiere hacernos meditar sobre la necesidad de la “elección” y por ende sobre la verdadera libertad, cuando en el Evangelio insiste en mostrarnos que “no se puede servir a dos señores”. Estos dos señores son la confianza pagana en las solas fuerzas humanas y la fe cristiana en la Divina Providencia; nosotros debemos servir solamente a esta última, porque la fe y las obras sobrenaturales son las únicas que nos permiten acceder a la verdadera libertad.
No se puede aunar nuestras ansias y preocupaciones por las cosas terrenas o por las alegrías de los sentidos, y al mismo tiempo afirmar, creer, esperar y amar a la Divina Providencia; algunos han intentado este imposible matrimonio, pero deben confesar pronto que han caído en el dominio de lo humano, de la materia y, por desgracia, del pecado. En cambio, el cristiano debe contar sólo con Dios, haciéndolo el centro de su plena confianza, apoyándose exclusivamente sobre su misteriosa y vigilantísima acción sobre nosotros: “No os acongojéis por vuestra vida, qué habéis de comer; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir”.
Si tratamos de sacudirnos un yugo que nos parece insoportable pensando que un mejor nivel de vida o un status socialmente más acomodado nos sacarán de esa “insoportable esclavitud”, más tarde o más temprano nos daremos cuenta de que habremos caído en otra esclavitud, que seguimos siendo esclavos, que sólo hemos cambiado de “patrón”.
De este modo, el pecador quiere desatarse de todo lazo que lo sujete a Dios; se rebela contra Su Ley y se lanza a la más desordenada actividad para procurarse placeres terrenos; pronto descubrirá que sólo ha mudado de patrón, pero para peor: ahora sirve al mundo, a la propia sensualidad caprichosa, al rebelde Lucifer. Y no tiene más que miedos tontos, ansiedades vanas, preocupaciones sin fin.
Luego, cuando el alma se torna esclava cayendo en el hábito del desprecio de los valores espirituales y de la insubordinación moral, ya casi no hay nada más por hacer. San Bernardino de Siena lo ha demostrado con este siguiente relato:
“Cierta vez un muchacho llevaba una carga de leña en un asno, y sucedió que cayó en medio de la calle. Un caballero que pasaba por allí, al ver al asno caído con el muchacho, dijo a sus servidores: «Ayudad a levantar el asno a ese chico». Entonces los sirvientes corrieron y, uno lo tomó por la cola, otro por el cogote, hasta que lo levantaron. Cuando el muchacho vio levantado su asno, comenzó fuertemente a quejarse: «Ay, pobre de mí, me han destrozado mi asno». Dicen los servidores: «¡Mentira!» Y el niño seguía llorando y lamentándose: «¡Me han estropeado mi asno!»
“Dice entonces el caballero: «¿Qué le han hecho ellos a tu asno que te lo han estropeado?» Dice el niño: «Si lo hubiesen dejado como estaba, yo le habría dado tantos bastonazos que se habría levantado por sí solo. Pero ahora que ha sido ayudado, cuando se caiga ya no podré hacerlo levantar más porque querrá ser ayudado. Entonces el caballero conoció que esto significaba el mal hábito, del cual no se puede salir cuando otros nos acostumbraron a él”.
Y es verdad: los malos hábitos hacen al hombre un verdadero siervo para siempre, pues lo acostumbran a considerar todo desde un punto de vista puramente humano, perdiendo para siempre toda serenidad; será muy difícil salir de esta dificultad. No confiamos en la Providencia; nos ajustamos a las muñecas pesadísimas cadenas, puesto que los excesivos cuidados de nuestro cuerpo, de nuestros asuntos, de la moda, nos tornan esclavos de pasiones indominables, de la más codiciosa avidez, del ridículo respeto humano; nos hacemos pobres esclavos de la carne, de un hombre o de una mujer, del orgullo, del prejuicio o del error.
El comer, el vestir, la salud o la posición social tienen siempre un limitado valor como “medios”. Estas cosas, nos dice Jesús, preocupan a los paganos. No dice que debamos ignorarlas o que no nos tengan que importar nada, pero no quiere que lleguen a ser para nosotros como un refugio, el centro de nuestras aspiraciones, el objetivo de nuestra vida. No se puede servir a Dios y juntamente al dinero, que los necios creen que es el instrumento indispensable para procurarse tranquilidad y alegría en la vida.
La falta de confianza en la Providencia es la primera y esencial causa de tantos pecados de cónyuges que profanan el matrimonio precisamente por no creer en las palabras de Cristo: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que todo lo demás se os dará por añadidura”. Aquellos, pues, que dedicados a sus asuntos olvidan sus deberes religiosos o los omiten porque se hallan distraídos por preocupaciones materiales, merecen el reproche del Salvador: “¡Oh, hombres de poca fe!” Y a todos nos recuerda Él siempre: “No os angustiéis preguntándose qué habréis de comer o de beber, o con qué os vestiréis. Vuestro Padre que está en los cielos sabe que tenéis necesidad de todas esas cosas”.
Seguramente, si queremos pensar en nosotros en vez de pensar en Dios, Él nos dejará solos y entonces tendremos que molestarnos y sufrir amargamente, porque el sudor de nuestra frente no bastará nunca para sustituir la mano divina.
Cuando San Francisco de Asís se despojó de todos sus vestidos, devolviéndolos a papá Bernardone y se refugió desnudo bajo el manto del Obispo, exclamó: “De ahora en adelante no tendré padre sobre la tierra. Mi Padre es el Padre que está en los cielos.. Él alimenta a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo. También a mí me vestirá y alimentará”.
La Cabrini, Don Orione, Bartolo Longo no ponían su esperanza en ésta o en aquélla persona para poder mantener a sus enfermos, pobres y huérfanos, ni se amargaban por el mañana, ni se desesperaban jamás. Sabían que es suficiente la fe amorosa para mover las montañas y hacer intervenir al Señor en cada necesidad espiritual y material.
Bueno es salir del “estuche” de nuestras mínimas preocupaciones materiales; y ocupémonos de nuestra alma y de la del prójimo. Ya pensará Dios en el sustento de nuestro cuerpo, porque Él lo ha prometido a sus fieles.
La confianza en la Providencia para nuestras necesidades terrenas facilita también la serenidad de nuestros pensamientos sobre el porvenir. La misma Sagrada Escritura nos invita a no preocuparnos por el mañana: “A cada día le basta su afán”. El mañana se halla en las manos de Dios; no debemos temer más que al pecado, y ni siquiera por esto debemos angustiarnos, ya que, como se dice en la Epístola de hoy: “los que son de Cristo, tienen crucificada su propia carne con los vicios y con las pasiones” (Gálatas, 5, 24). Si buscamos servir sólo a Dios con fe y con obras sobrenaturales, estaremos en posesión de la verdadera alegría. Por nosotros solos no lograremos nada, pero la oración nos hará ser ayudados por Quien puede hacerlo, a cada momento.
La fe en la Providencia, pues, no implica que tengamos que estar con las manos extendidas esperando que caiga el maná del cielo (que si fuese preciso, caería, como cayó para los hebreos en el desierto), pero debemos cooperar por nuestra parte a la acción divina, porque la pena del trabajo es castigo del pecado original, y es preciso ser prudente guardando algo para el mañana.
Mas todo esto debe ser vivificado por una atmósfera sobrenatural. Los Santos nos enseñan a ayudarnos a nosotros mismos trabajando con serenidad, sin ansias de lucro, con tranquilidad, buscando antes que nada perfeccionarnos cada día por medio de la oración, esperando y amando. Lo demás nos será dado luego, indefectiblemente, pues la promesa de Nuestro Señor Jesucristo es verdadera y eterna.
Un Sacerdote Fiel
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