jueves, 3 de septiembre de 2009

Fiesta de San Pío X


PÍO X, EL PAPA SANTO

El hombre y el santo

Hay un aspecto en el que Pío X consiguió dominar como un soberano, mostrándose una vez más “el Papa de lo Sobrenatural”; así, con una frase exacta y feliz, lo definió el Episcopado Piamontés.

Este aspecto es el terreno de la santidad. Había en él algo de sobrehumano que lo hacía inolvidable (…) El Arzobispo de Reims, en una carta del 15 de agosto de 1923, escribía: “En las numerosas audiencias que Pío X se dignó concederme, siempre fui profundamente impresionado y edificado por su espíritu de fe, por la altura sobrenatural de sus puntos de mira y por la santidad de sus palabras”.

El Ministro de la Argentina cerca de la Santa Sede, Su Excelencia Daniel García Mansilla, testimoniaba: “La primera impresión que me causó Pío X fue la de un hombre que irradiaba santidad y rompí a llorar: cosa que nunca me había sucedido. Y añado que de los cuatro Papas que he tenido el honor de conocer de cerca, ninguno me hizo una impresión tan profunda de santidad como Pío X” (…)

Su Secretario de Estado, el Cardenal Merry del Val, el 1 de agosto de 1928, hablando con un redactor de un importante diario de Bruselas, se expresaba así: “Pío X tenía un alma que conmovía a todos los que vivían con él. Yo mismo me sentía profundamente conmovido y me parecía casi imposible que hubiese nacido en un pobre pueblecito, cuando en realidad parecía que hubiese sido educado en una familia de soberanos. Era su santidad la que confería a sus humildes orígenes una luz de nobleza que sorprendía” (…)

Su mansedumbre

No había penitencias severas, ni austeridades de anacoreta en la vida de Pío X.

Los Procesos callan. Pero se asegura que “fue continua su mortificación interior y continua la renuncia a su propia voluntad la penitencia más ardua y difícil”, y numerosos testimonios afirman que toda su vida no fue más que un ininterrumpido ejercicio de fortaleza cristiana, una lucha continua, sin tregua, sin abdicaciones y sin descanso, por conquistar el completo dominio de sí mismo.

Llevaba la mansedumbre en el corazón. Pero esa mansedumbre la había conquistado con una lucha que no era la de crucificar la carne. La naturaleza lo había dotado de un carácter ardiente: la firmeza heroica de la voluntad le dio aquella maravillosa mansedumbre que lo hizo pasar a la historia con la aureola de “mansísimo Papa”.

Una vez, le preguntó uno de sus Secretarios Particulares cómo hacía para dominarse a sí mismo entre tantas contradicciones y tantos gravísimos disgustos. “¡Oh! eso —respondió— se aprende con los años”: respuesta sencilla, pero reveladora de largas batallas ignoradas y de secretas victorias. Nadie, ni siquiera sus más íntimos familiares, lo vio nunca alterado, perturbado o airado, no sólo en los pequeños e inevitables encontronazos de cada día, pero ni siquiera en medio de las contradicciones o ante audaces e irreverentes provocaciones.

“Puedo decir —confirmaba su Cardenal Secretario de Estado— que nunca noté en él un arrebato, ni siquiera ante las cosas que le disgustaban”.

Cuando el deber le exigía corregir o amonestar a alguien, y también cuando se refería a cosas que le habían hecho sufrir mucho, se expresaba con mucha calma, con suavidad y cariño de padre. Sólo se encendía en santa indignación cuando se enteraba de que el Señor había sido ofendido gravemente o había sido ultrajada la Iglesia, movido únicamente por el deseo ardiente de hacer detestar el mal. Un día, su médico —el ilustre Profesor Marchiafava— lo encontró casi fuera de sí, a causa de una oleada masónica de calumnias desvergonzadas y de vergonzosos vituperios contra la Iglesia, y, con voz excitada, le oyó que decía: “¡Ha sido una verdadera tempestad de infamias y de calumnias contra la Iglesia!” Indignación santa que, en las almas grandes es una indudable manifestación de “convencimientos profundos, de fuerte y de corazón magnánimo”.

Firmeza inquebrantable

Pío X tenía un corazón muy sensible: se conmovía y era efusivo con mucha facilidad. Pero estas efusiones de su corazón nunca le ataban las manos, como suele decirse.

Era inexorable cuando se trataba de condenar cualquier posibilidad de equívocos fatales, ya se tratara de adversarios declarados de fuera, como de desviados incautos tic dentro; nunca se cansaba de llamar “con oportunidad y sin ella” —según la expresión del Apóstol— a las almas y a los corazones a ser fieles a la palabra revelada por Cristo. En estos casos se apoderaba de él un vigor apostólico y una “energía a la que nadie podía resistir”, y “no había preocupación que lo quebrantara”. Era el Papa de lo Sobrenatural, que obtenía su fuerza no de juicios humanos, sino de juicios divinos: un Papa indómito, que, en uno de los primeros días de su Pontificado, a alguien que le preguntó cuál iba a ser su política, elevando los ojos y extendiendo el brazo hacia un pequeño Crucifijo que tenía delante, respondió sin vacilar: “esto es mi política”. La política que en los tempestuosos albores del siglo XX, iba a reanimar toda la vida de la Iglesia con profundas reformas renovadoras e innovadoras.

No fue sin razón como un viejo hombre de mar, cuando se enteró en Venecia de que el Patriarca Sarto había sido elevado al Pontificado, no dudó en exclamar: “Han hecho Papa a un hombre de hierro”; “un hierro hecho de caridad y de fe —comentaba más tarde un mantuano de agudo ingenio—, pero un hierro tan puro que si Bonaparte se las hubiera tenido que ver con él, las cosas no le habrían ido tan suaves”.

Antes de tomar cualquier decisión de importancia, Pío X reflexionaba largamente a la luz de la fe y con el auxilio de la oración; consultaba a los más eminentes Cardenales y a los más íntegros y listos Prelados, pero sin dejarse llevar por ninguno, pues sabía que la responsabilidad de sus actos pesaba sobre sus hombros. Él era quien tomaba las decisiones y, cuando tomaba una decisión, era irrevocable, mostrando la firmeza de su carácter, con la que había santificado toda lucha y toda batalla, desde los tiempos de la Parroquia de Salzano hasta la Curia Episcopal de Treviso, desde la tierra de Virgilio hasta la patria de Lorenzo Justiniano.

“Cuando he de tomar una determinación —dijo a un Cardenal—, rezo y pido consejo, pero una vez tomada la decisión, quiero que se lleve a cabo”.

Su Cardenal Secretario de Estado afirmaba: “No había en él ni sombra de debilidad. Cuando se planteaba alguna cuestión de importancia, en la que los derechos y la libertad de la Iglesia exigían ser afirmados y firmemente mantenidos; cuando la integridad de la doctrina católica tenía que ser estrictamene defendida, o cuando se imponía el mantener la disciplina eclesiástica contra relajamientos e influencias profanas, entonces Pío X ponía de manifiesto toda la fuerza y toda la energía de su carácter, el vigor inflexible de un gran hombre de gobierno, consciente de la responsabilidad de sus grandes deberes, cuyo cumplimiento llevaba a cabo a toda costa. En ocasiones semejantes, era absolutamente vana toda tentativa de socavar su firmeza: cualquier intento de atemorizarlo con amenazas, o suavizarlo con pretextos o razones puramente humanas estaba indefectiblemente destinado al fracaso.

“Después de días densos de graves pensamientos y después de noches de insomnio, manifestaba su decisión definitiva y expresaba su juicio con pocas y bien ponderadas palabras; levantando despacio la cabeza, sus ojos, habitualmente tan tranquilos y tan serenos, tenían una mirada severa y decidida. Bien se comprendía que, entonces, no había nada que decir ni que hacer”.

La mansedumbre y la indulgencia con los hombres; la firmeza y la inflexibilidad, dando de lado a cualquier consideración humana, ante los derechos de Dios y de la Iglesia: eran dotes de la santidad que en Pío X tuvieron una de sus más espléndidas manifestaciones.

Girolamo Dal-Gal
(Tomado de su libro “Pío X, el Papa santo”)

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ORACIÓN A SAN PÍO X
POR LA BEATIFICACIÓN
DEL PAPA PÍO XII


(para uso privado)

¡Oh San Pío X, que fuiste el fuego ardiente que inflamó en renovada caridad a la Iglesia! Te pedimos que ejerzas tu valimiento ante Jesucristo, de quien fuiste ejemplar vicario en esta tierra, a favor de la causa de tu sucesor Pío XII.

Él, como tú, fue un gran defensor de nuestra fe y, siguiendo tus pasos, no dudó en desenmascarar y denunciar los errores de su tiempo, esos mismos que tú condenaste, pero que bajo nuevos ropajes pretendían contaminar de nuevo la doctrina católica.

A ejemplo tuyo, celoso de la mayor gloria de Dios, promovió el verdadero culto, restaurando la sagrada liturgia de la Iglesia, obra del Cristo místico, y previniendo contra las desviaciones de celos, algunos bienintencionados pero los más temerarios y falsos.

Emulando tu amor por las almas, que hizo de ti el Papa de la Eucaristía, quiso acercarles aún más el Pan de los Ángeles sin merma de la dignidad de tan alto sacramento.

Fue un heraldo de la paz verdadera, la que es obra de la justicia, y se desvivió por preservarla lo mismo que tú, que ofreciste a Dios tu vida por ella. Y, cuando hombres impíos, desoyendo su llamado acuciante (como otrora hicieran con el tuyo), desataron la furia bélica sobre el mundo, no ahorró esfuerzos ni medios para socorrer a las atribuladas víctimas de la persecución y de la ruina moral y material. Pío XII fue un ferviente defensor de la civilización cristiana y de la ciudad católica, esas mismas que declaraste que no estaban por inventar ni por construir en las nubes, sino que han existido y existen. Él, al igual que tú, procuró fundamentar en ellas la sociedad humana, instaurándolo todo en Cristo y extendiendo así el reinado de Su Sagrado Corazón, cuyas riquezas quiso singularmente comunicar a todos los fieles.

A ambos os unió la misma devoción a la Santísima Virgen María y os fue dado celebrar cada uno en su momento la gloria de su Inmaculada Concepción, definida por vuestro bienaventurado predecesor el beato Pío IX. A ti, pues, recurrimos hoy para que, así como franqueaste al joven Eugenio Pacelli el camino que lo llevaría a la sede de Pedro, así también allanes el que conduzca al Pastor Angélico Pío XII, que tuvo la dicha de beatificarte y canonizarte, a la gloria de los altares para poder tener pronto el consuelo y el gozo de honrarlo e invocarlo como a un nuevo intercesor ante Dios.

Amén.


Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

San Pío X, ruega por nosotros.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Amigos de Cabildo:

Porqué no han dicho una palabra sobre la muerte de Seineldín?
En algo no coincidían con él?
No era también nacinalista católico?
No es buena e imprescindible la acción además de la doctrina?

Un cordial saludo.

Marcos Di Benedetto.

Anónimo dijo...

San Pio X ora pro nobis.

CabildoAbierto dijo...

En la edición gráfica de nuestra Revista habrá una nota alusiva.