domingo, 20 de junio de 2010

Sermones y homilías

CUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Duc in altum et laxate retia in capturam... Rema mar adentro... dirígete hacia aguas profundas... y echa las redes para pescar...

He aquí, manifestada por estas pocas palabras, la vocación de San Pedro.

Rema mar adentro... Lanza las redes... De hoy en adelante serás pescador de hombres...

Duc in altum... dirígete hacia aguas profundas... ¡Cuántas veces nosotros, de una o de otra manera, hemos escuchado esas mismas palabras! Y no sólo los sacerdotes, sino también ustedes, padres y madres de familia; ustedes, jóvenes...

Duc in altum, nos dijo Nuestro Señor al llamarnos a la vocación sacerdotal...

Rema mar adentro, les dijo Nuestro Señor, les dice aún ahora, a ustedes, padres y madres, al pedirles que formen un hogar cristiano...

Dirígete hacia aguas profundas, les dice Jesús a ustedes, jóvenes de ambos sexos, muchachos y chicas, al pedirles que se preparen seriamente para asumir las responsabilidades que pronto recaerán sobre sus vidas...

Sí, Duc in altum, nos dijo Jesucristo al invitarnos a formar parte de sus discípulos y apóstoles; y aún hoy continúa con su exhortación cuando la realidad del apostolado, con sus dificultades internas y externas, ha reemplazado las ilusiones de nuestros años de Seminario.

Sí, Rema mar adentro, les dice Jesús a ustedes, padres y madres, al pedirles que se guarden mutua fidelidad y respeto; al exigirles que reciban y no impidan venir al mundo los hijos que Él quiere mandarles; al reclamarles que eduquen cristianamente, con la doctrina y la moral católicas, los hijos que ya les concedió y los que aún desea confiarles; al mendigarles que hagan de su hogar una barrera infranqueable contra esta avalancha de secularización, de profanación, de descristianización... ¡Y todo esto incluso hoy!, en medio de una sociedad infiel, adúltera, divorcista, abortera... y, además, para peor de males, cuando las fantasías de la juventud y del noviazgo han desaparecido ante la dura realidad de dos temperamentos y caracteres que no congenian del todo y, sin embargo están llamados a ser, no ya dos, sino una sola carne; lo cual implica, con mayor razón, un solo corazón y una sola alma, es decir, unos mismos ideales, idénticos deseos...

Sí, Dirígete hacia aguas profundas, les dice Jesús a ustedes, muchachos y chicas, al pedirles que asuman con seriedad la tarea de formarse para ser hombres y mujeres de temple, capaces de encarar la vida, sea de familia, sea religiosa, con ardor de cruzados; al exigirles la pureza del cuerpo y del alma; al invitarlos a escalar la montaña de la santidad, abandonando el fango de la mediocridad y de la comodidad; al exhortarlos a buscar el verdadero ideal y a tener grandes deseos, magnanimidad, y rechacen, por lo mismo, los dictámenes del mundo, de la moda, de las ideas efímeras... ¡Y todo esto hoy!, inmersos como están, queridos muchachos y chicas, en un mundo corrompido y corruptor, que hace de lo degradante un honor y que vitupera todo lo noble, todo lo puro y todo lo elevado...


¡Cuántas veces hemos escuchado todos nosotros, de una o de otra manera, esa apremiante invitación!: Rema mar adentro y arroja las redes...

Rema hacia aguas profundas..., dirígete a las aguas claras, frescas, puras, sanas y saludables... Apártate del fango de la orilla, de las aguas estancadas, tibias, impuras e insalubres...

Duc in altum... significa o se traduce por grandes deseos, ideales nobles y elevados...

¿Y cuál fue la respuesta de San Pedro? Tratemos primero de imaginar la escena: los discípulos habían pasado toda la noche en el mar infructuosamente; estaban cansados físicamente, pero especialmente estaban desanimados, con desgano y hasta tedio; consideraban inútil una nueva incursión con la intención de pescar...

Si Nuestro Señor les hubiese sugerido ir a dar un paseo en su barca, pasar toda la tarde juntos contemplando el mar y entreteniéndose en conversaciones espirituales y amistosas..., vaya; pero, ¿lanzar nuevamente las redes?...

¿Qué respondió San Pedro? Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada. Seguramente habrá agregado: Estamos cansados, y es de noche y no de día cuando se ha de pescar. A pesar de todo, agregó: No obstante, fiado en tu palabra, lanzaré las redes...

Midamos toda la profundidad, calculemos toda la fuerza, ponderemos todo el peso de esas palabras: fiado en tu palabra, lanzaré las redes... ¡Cómo calan profundamente en nuestra alma! ¡Qué dulce presión ejercen sobre nuestro corazón! ¡Cómo descarga su peso el lastre de nuestra pusilanimidad y nos elevan por la magnanimidad!

San Pedro conocía bien su oficio..., sabía que, humanamente hablando, era inútil aventurarse nuevamente hacia alta mar y lanzar las redes...; pero también conocía a Nuestro Señor y por eso, en su Nombre, confiado en su palabra que no se engaña ni engaña, se dirigió mar adentro y echó las redes para pescar...

De la misma manera, ¡cuántas veces pensamos nosotros, y estamos seguros, y tenemos razón, de que, humanamente hablando, algo es difícil, inútil y hasta imposible!

Pero, ¡cuán pocas son las ocasiones en que reaccionamos sobrenaturalmente y, confiados en su palabra, apoyados en la acción divina de Nuestro Señor, emprendemos lo que Él nos pide y que a nosotros nos parece un disparate!

¡Qué escasas son las oportunidades en las que en nuestra vida sacerdotal, matrimonial, familiar, laboral, social, de estudio, de recreación..., en nuestra vida de adultos o de jóvenes, confiamos en Jesucristo, confiamos en su palabra y, contra toda esperanza, contra todo cálculo humano, remamos mar adentro y lanzamos las redes!


Cuando llega el momento de conducir nuestras vidas hacia alta mar, cuando después de días y años de trabajo infructuoso el Señor insiste una vez más, cuando las dificultades aprietan y los hombros son débiles para cargar la Cruz..., preferimos la orilla, la playa; la seguridad que ofrece la tierra firme, sí; pero que implica la tibieza, el fango, la suciedad de la ribera...

En la vida familiar, por ejemplo, si Dios me impone una nueva carga, en la cual no pensaba; si me exige un nuevo embarazo con todas sus complicaciones; si el cónyuge elegido porque había visto en él o en ella los designios de Dios, ya no me parece la ayuda ideal para santificarme; si a pesar de todos los esfuerzos, los hijos no se comportan como yo había soñado; si el dinero no alcanza; si la escuela de los chicos; si...

En el noviazgo, en el estudio, en la profesión, en el trabajo, en las diversiones, en las vacaciones....

En la crisis de la Iglesia y en las obligaciones que impone el ideal tradicionalista...

¿Por qué esa tristeza en tantos corazones de cristianos? ¿Por qué ese buscar perenne y anhelante de la dicha fuera de nuestra religión, teniéndola tan abundante dentro? ¿Por qué ese perpetuo quejarse y ese constante querer ser lo que no se es, estar donde no se está y tener lo que no se tiene?

Que cada uno conteste con sinceridad en su corazón: ¿soy feliz? ¿encuentro la alegría y la paz siendo católico y sometiéndome a la doctrina católica y, especialmente, a su moral? ¿acepto lo que soy, el lugar y lo que tengo por ser católico?

¡Andamos tan desasosegados, tan agitados, tan tristes, tan destemplados de genio, con tantas inquietudes y miedos!

¡Nos faltan tanto la paz y la alegría!..., ¡cuando en realidad tenemos mil motivos para vivir alegres y sin inquietudes!

¿Por qué, pues, esa tristeza de cara y de corazón de tantos católicos? ¿Por qué ese tenerse muchos de ellos por desgraciados, y desubicados?

La respuesta está en que no se aceptan los cómo, los cuándo, los dónde, los con quién y los hasta cuándo de la divina voluntad sobre nosotros.

¡Qué pequeños y mezquinos son nuestros deseos! ¡Qué bajos y mediocres son nuestros ideales! Y ¿por qué? Porque discutimos el cómo, el cuándo, el dónde, el con quién, el hasta cuándo de la voluntad de Jesús...

El secreto de nuestra felicidad está en el reconocimiento de la voluntad de Jesús sobre cada uno; en la aceptación sin reservas y en el abandono sin condiciones en esa voluntad.

Debemos decir sí, el sí de nuestro reconocimiento, de nuestra aceptación y de nuestro abandono ante todos los cómo, dónde, cuándo, con quién y hasta cuándo de Jesús...

¡Cómo contrarían nuestra voluntad esos cómo...!

¡Cómo hieren nuestro amor propio esos dónde...!

¡Cómo se oponen a nuestro criterio humano esos cuándo...!

¡Cómo molestan a nuestra mediocridad esos con quién...!

¡Cómo chocan contra nuestro temor esos hasta cuándo...!

Y sin embargo, Jesús tiene todo el derecho de mandar lo que quiere, cómo quiere, cuándo quiere, dónde quiere, con quién quiere y hasta cuándo quiera...

El tiene todo el derecho de decirnos duc in altum sin consultar ni tener en cuenta nuestra voluntad, nuestros criterios, nuestro amor propio, nuestra mediocridad, nuestra tibieza, nuestros temores...

Jesús tiene derecho a mandar a uno que le sirva ganando batallas y fortalezas, y al otro perdiéndolas. Tiene derecho a presentar a uno de una sola vez todo el camino que ha de recorrer en su vida, y descubrir al otro sólo el palmo de tierra donde ha de dar el paso inmediato. Tiene derecho de honrar con ignominias, elevar con abatimientos, enriquecer con escaseces, inundar de gozo hartando de hiel...

Pues, si es así, ¿qué tanto escudriñar, discutir, lamentar, protestar, huir los cómo, dónde, cuándo, con quién y hasta cuándo de los divinos designios de Jesús? ¿No nos damos cuenta que en ese buscar lo nuestro, lo que nosotros creemos nuestro bien, tratamos de demostrar a Jesús que sabemos mejor que Él lo que nos conviene...?

No nos cansemos, pobres ignorantes, no nos cansemos en buscar la paz y la alegría por esos senderos... ¡Ahí no está! Y si nos empeñamos en ello, estaremos condenados a inquietud perpetua.

Debemos abandonarnos a la divina voluntad sin reparos; y cuando el amor propio, el gran ladrón de la paz y de la alegría, nos pida cuenta o razón, no le demos más que ésta: porque Jesús me dijo duc in altum.


Santa Teresita del Niño Jesús había comprendido bien todo esto. Ella pudo decir:

“Me había ofrecido al Niño Jesús para ser su juguetito. Le había dicho que no me tratase como un juguete caro que los niños se contentan con mirar sin atreverse a tocarlo, sino como a una pelotita sin ningún valor a la que Él podía tirar al suelo, golpear con el pie, agujerear, abandonar en un rincón, o bien estrechar contra su Corazón, si le venía en gana. En una palabra, yo quería divertir al pequeño Jesús, complacerle, entregarme a sus caprichos infantiles... Él había escuchado mi oración... Jesús agujereó a su juguetito. Quería ver lo que había dentro; y después de haberlo visto, satisfecho de su descubrimiento, dejó caer al suelo a su pelotita y se quedó dormido... En cuanto a la pelotita, ya comprenderéis cuán triste se sentiría al verse tirada por el suelo... Sin embargo, no cesé de esperar contra toda esperanza...”


Tiempo después compuso esta oración: “¡Oh, Niñito Jesús, mi único tesoro!, me abandono a tus divinos caprichos. No quiero otra alegría que la de hacerte sonreír...”


Y si hiciéramos así, si nos sometiésemos a los divinos caprichitos de Jesús, si contra toda esperanza remásemos mar adentro y lanzásemos las redes, ¡cuántas serían las oportunidades en las cuales, rendidos por la evidencia, vencidos por el milagro, tendríamos que caer a los pies del Señor, como San Pedro, diciéndole: ¡Apártate... apártate de mí, porque soy un pobre pecador!... ¡Apártate!, porque no merezco el milagro de tu gracia, ni los milagros de tu misericordia y tu bondad.


¿Acaso no lo hemos ya experimentado? ¿Acaso no deseamos volver a hacer la prueba? ¿No queremos, una vez más, remar hacia aguas profundas y lanzar las redes para pescar milagrosamente?


Termino aquí, para que cada uno responda en el silencio de la meditación y en el fondo de su corazón a estas respuestas.


Para ayudarnos, les recuerdo una oración que algunos de ustedes deben conocer:

Dame, Dios mío, lo que te queda.

Dame lo que jamás se te pide.

No te pido reposo, ni tranquilidad,


ni la del alma, ni la del cuerpo.

No te pido la riqueza, ni el éxito, ni la salud.

Tantos te piden esto, Dios mío, que ya no debes tenerlo.


Dame, Dios mío, lo que te queda.


Dame lo que se te rechaza.


Quiero la inseguridad y la inquietud,


quiero la tormenta y la lucha.


Que Tú me lo des, Dios mío, definitivamente;


que yo esté seguro de tenerlo siempre;


porque no siempre tendré el coraje de pedírtelo.


Dame, Dios mío, lo que te queda.


Dame lo que otros no quieren.


Pero, dame también el coraje, la fortaleza y la fe.

Sí, rememos mar adentro; y cuando estemos en alta mar, incluso si el corazón sufre y el pulso tiembla, respiremos el aire puro y fresco; y nuestras almas se sentirán dichosas de saber que es en Nombre de Jesús y para Él que lanzamos las redes...

Duc in altum!
Un Sacerdote Fiel

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