viernes, 29 de febrero de 2008

Aquí nunca faltará nuestro Testigo de cargo


LEMMINGS


L
a izquierda domina la cultura en todo el mundo. Día a día ese dominio se perfecciona y amplía gracias a la extensión de los medios masivos de difusión y al discurso único del sistema de enseñanza.

Claro que este predominio tiene, en buena medida, su origen en un acuerdo tácito —pero muy eficaz— entre los ricos y los intelectuales de izquierda, esto último en un sentido muy amplio, que abarca desde los conductores de programas de radio y de televisión hasta los novelistas y los autores de guiones de telenovelas. Los ricos son dueños de los medios, los intelectuales proveen el material ideológico. Ambos grupos han firmado una paz precaria pero efectiva, basada en que ambos quieren cosas casi idénticas: los ricos un mundo de consumidores, los intelectuales un mundo desacralizado.

Cuando se ve el éxito que estos propósitos tienen en el mundo actual uno puede preguntarse cuánto tiempo va a pasar hasta que se suprima definitivamente a los disidentes, es decir, a los católicos que nos tomamos nuestra fe en serio. Pero hay otra forma —menos pesimista— de considerar esta cuestión. Y es la consistencia y los verdaderos alcances de la cultura zurda. Porque uno puede válidamente preguntarse a dónde conduce una cultura nihilista.

Uno puede intoxicar cuatro horas por día a los niños del mundo entero, llenarles la cabeza de imágenes cada vez más despegadas de la realidad. Lo que no puede es pretender que esos mismos niños sean después alumnos aplicados y atentos en un sistema educativo que no puede funcionar sin esas virtudes.

Uno puede encandilar al mundo entero con los gadgets de la sociedad de consumo y hacer que jueguen su vida a poseer más y más cosas. Lo que no puede es pretender que esos mismos consumidores tomen algo en serio y construyan una vida que no esté signada por la frivolidad. Uno puede extender el consumo masivo a todas partes del mundo y exhibirlo día tras día, hora tras hora, por la televisión.

Lo que no puede pretender es que, si al mismo tiempo crece la marginalidad, esos marginales no acumulen resentimiento y furor y que la sociedad entera se desequilibre con distancias cada vez más siderales entre los que tienen y los que no tienen.

Uno puede desacreditar el matrimonio (el único que hay: un hombre y una mujer con voluntad de vivir juntos toda la vida y de procrear hijos) poniendo el nombre de tal a las coyundas de maricones y marimachos. Puede, al mismo tiempo, crear toda una cultura en la que los hijos son “consecuencias” y no fines. Puede también inventar y propagar toda clase de medios para no tener hijos. Lo único que tiene que recordar es que inexorablemente todo eso se traducirá en una baja de población que tarde o temprano extinguirá a los pueblos y pondrá en crisis a los Estados.

Uno puede predicar la igualdad entre todos los hombres, declarar que la única perspectiva posible es la de la humanidad y proclamar que el nacionalismo es un fetiche obsoleto. Lo que no se puede es, con esas ideas, es llevar a cabo una política migratoria restrictiva y devolver pateras llenas de emigrantes al país de origen y levantar por todas partes muros de contención porque el primer resultado de ello será aumentar en forma exponencial el resentimiento y el odio contra Occidente.

Uno puede enseñar educación sexual a los niños y a los jóvenes desde su nacimiento hasta que dejan de serlo, presentar el sexo como un juego y las relaciones de pareja como otro juego lleno de azar, de diversión y de variedad. Lo que no se puede es quejarse luego no sólo de la incapacidad para formar parejas estables sino de la destrucción de la familia y el desequilibrio de las sociedades. Uno puede educar a las nuevas generaciones en un feroz individualismo en el que cada hombre aspira a ser un dios incapaz de servir a nadie, incapaz de buscar en el otro nada que no sea la propia satisfacción. Lo que no puede es quejarse después del tipo de sociedades que esos hombres así formados constituirán, de su egoísmo rayano en el autismo, de su incapacidad para establecer ningún vínculo serio y duradero. En una palabra, uno puede envenenar el agua que va a beber, pero no es lógico que después se queje de dolor de estómago.

Contemplando estas cosas y otras muchas, uno recuerda a los lemmings, esos bichitos del hemisferio norte que de pronto se forman en una columna cerrada y se dirigen, depredando todo a su paso, al mar en el que se sumergen y se ahogan.

La izquierda triunfante, sin otro programa que el progresismo, la autonomía del individuo, la desaparición de la dimensión sagrada del hombre, me hace acordar a una columna de esos mamíferos casi extinguidos. Marchan decididos y con gesto hosco hacia la nada. Dan ganas de gritarles “Adelante, lemmings, hasta la victoria siempre. El piélago los espera”.
Aníbal D'Angelo Rodríguez

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Don Anibal: UN GRANDE!! Dios lo guarde!

Anónimo dijo...

Anibal, desde hace muchos años vengo leyendo su columna de Cabildo y puedo decir que coincido con Ud. casi totalmente. El desafio actual es: ¿Como podemos re crear una cultura nacional y catolica en esta situacion?

Anónimo dijo...

El problema de estos "lemmings" es que quieren llevarse a nuestros hijos con ellos...

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo y mi duda queda respecto de la población mundial. Viajo hace décadas y hoy asusta la cantidad de gente. No hablo de aborto, pero me parece que estamos envenenando el agua que vamos a tomar y luego no podemos quejarnos del dolor de estómogo. Hace falta no se que, porque pedir continencia sexual es imposible total y absolutamente. Enzo Pascal