martes, 24 de julio de 2012

In memoriam


EN EL QUINTO ANIVERSARIO
DEL PADRE
PABLO FRANCISCO BRUERA
  
Por un decreto —inaprehensible como los suyos todos— del Dueño de los humanos destinos, hace cinco años nos dejó huérfanos a sus feligreses el Padre Pablo Bruera.
  
Destacó por un conjunto de notas hoy arduas de rastrear, de cuya reunión resultó un carácter eminente, como lo son aquellos en los que cielo y tierra (dones celestes y naturales) se concitan. Es decir: la gracia coronando a la natura, confiriendo a la criatura ese sello sobrenatural que ni el ojo ve ni el oído oye a tiempo, pero que cimbra todo de golpe en la repentina ausencia, como en Emaús.
  
Apenas doctorado en teología en Roma, había preferido a su vuelta un destino como párroco rural, y así se le concedió: las cuatro parroquias de cuatro distintos pueblos del sur santafesino (Salto Grande, Lucio V. López, Luis Palacios y Colonia Medici), que atendió durante catorce años, hasta su muerte. Tuvo a la vez tres cátedras a su cargo en el Seminario Arquidiocesano de Rosario, lo que lo obligaba a devorar leguas al volante casi a diario. Estas sobreexigencias y otras cargas que tuvo a bien llevar —dirección espiritual, predicación de retiros, defensoría del vínculo en los casos en que era convocado el tribunal eclesiástico pidiendo la nulidad de un matrimonio, etc.— fueron haciendo, hacia el final, ostensible mella en su salud física, no así en su disposición al deber.
  
Ahí estaba este hombre sereno y singular que, a instancias de los usos más recientemente admitidos, sin la talar ni el clériman, derramaba sin embargo la más cristalina ortodoxia por sus labios. Que, firmemente arraigado en la tradición nuestra, desmentía la supuesta honradez del activismo con la doctrina de la excelencia de la vida teorética, y desafiaba el dudoso punto de honra a que se aferra tanto afanoso mequetrefe afirmando que la condición del “hombre de negocios” es la del estúpido incurable. ¿O acaso puede alguien, en su sano juicio, negarse al ocio? Y que, poco afecto a patetismos, sobrio como siempre en su tono, pero libre para llamar a las cosas por su nombre, afirmaba que “hay que ser muy mediocre para ser promovido al orden episcopal”.
  
Cultivó una exquisita piedad eucarística, que supo a su vez inculcar a los suyos. Tuvo el don de la palabra y el don del silencio, y muy seguramente el don de lágrimas. Los necesitados que acudían a él no se volvían nunca vacíos: los auxiliaba con el consejo, con la presencia y aun con el dinero, del que no llevaba ninguna gravosa contabilidad. Era realmente un gusto conversar con él, y fue un auténtico pacificador de conciencias.
  
Su caso refleja un drama actualísimo en el mundo y en la Iglesia, o, para más abundar, en el mundo moderno y en la Iglesia de Laodicea: el de aquel que, ceñido de atributos de arriba, debe habérselas con la quiebra moral del hombre-masa que no le perdona su plenitud. Porque en la sociedad contemporánea y, ¡ay!, en la Iglesia mundanizada, el peor crimen consiste en la dote del genio, y lo que el vulgo más detesta —incluido el vulgo clerical— es al portador de aquel bien no comerciable. No hace falta describir a qué punto nos llevaron tantos años de propaganda igualitaria, de procaz revesamiento de las jerarquías. Amparados en lo numeroso de su condición, en complicidades las más sombrías, los viles encaramados la emprenden contra toda sombra de magnanimidad que reconozcan en su ámbito. Son envidiosos como el Malo, in-videntes: no ven porque han disminuido voluntariamente el alcance de su mirada, y se han hecho, en consecuencia, incapaces también de admirar.
  
El padre Pablo supo repetir, a este respecto, aquel epígrafe que Castellani le estampó a su “Ruiseñor fusilado”: te tiran porque cantas / y eres blanco seguro. Él también, como Verdaguer, debió sufrir muy entrañablemente la carga del don que llevaba y la malevolencia que esto suscitaba, las dentelladas furtivas, el fastidio de ser garroneado una y otra vez por los tartufos. Sólo así se explica la criminal levedad con que se lo metió en la exprimidora de talentos y el poco apremio, una vez muerto, en recuperar su obra y su memoria. Mientras otros curas de la arquidiócesis editan centones de máximas de Gandhi y Luther King, las carpetas de las clases de patrología que Bruera daba en el seminario, urgidas de rescate y publicación, descansan a buen recaudo. Si es cierto que en vida él buscó el apartamiento, no menos justo y cabal es, consumado que hubo su sacrificio, recobrar su magisterio y hacerlo público: la vela es para ser puesta sobre el candelero.
  
Ocupado hasta el desgaste en los asuntos propios de su ministerio, también en esto estriba su lección, cuando el tono general de nuestra época viene dado por la desafección de cada quisque a sus menesteres específicos. No es ésta peste circunscrita a tanta madre de familia, a la que angustia el permanecer en su casa ocupándose en el cuidado de la prole, no: la crisis de fe ha persuadido a muchos clérigos a creer que sólo en tanto y en cuanto convoquen y encabecen comisiones serán justificados. Es la manía de la pastoral. En palabras de Romano Amerio, “quien tiene el poder de producir sacramentalmente el cuerpo del señor y de remitir los pecados, mudando el corazón de los hombres, ¿cómo puede sentirse menoscabado (por su fidelidad al ministerio) sin padecer ofuscamiento en el intelecto y eclipse de fe? Este sentimiento de inferioridad nace de haberse despojado el sacerdote del sentido esencial del sacerdocio, que es el de darle lo sagrado a los hombres, y de tomar el estado sacerdotal a la medida de cualquier otro estado, como aquel en que el hombre busca su propia realización y su propia promoción en el mundo”. De allí aquella nueva forma de clericalismo que denunciaba Sacheri en alusión a los curas “tercermundistas”, pero que puede extenderse a muchos casos en apariencia más inocuos: “una vez desvirtuado el ministerio en su espíritu, su ejercicio tiende a borrar la sabia distinción entre el orden espiritual y el orden temporal; el abuso de poder reside no sólo en corromper la esencia sobrenatural de la misión, sino también en invadir un orden de actividades que exceden su competencia específica”. Huelga agregar (se comprueba hasta el hartazgo) que de la secularización del sentido del sacerdocio a los escándalos hay una gradación imperceptible.
  
De este peligro actualísimo se vio libre el Padre Pablo, revestido con la armadura de la fe a instancias de la perseverancia en la oración, según aquello de lex orandi, lex credendi. Murió en un accidente automovilístico, a sus cuarenta y seis años, un 25 de julio, fiesta de Santiago el Mayor y memoria de San Cristóbal. Como sea que, de no mediar un milagro de la misericordia de Dios, los prevaricadores serán llevados a la otra orilla por Caronte, es piadoso suponer que él haya sido conducido por aquel cristóforo que llevó sobre sus hombros al Divino Niño. 
  
Flavio Infante
  

4 comentarios:

Etchevarne Parravicini Maria Fernanda dijo...

http://prensaelalgarrobo.blogspot.com.ar/2012/07/mineria-k-violencia-persecucion-y.html
POR FAVOR DIFUNDIR URGENTE

Anónimo dijo...

Demos gracias a Dios por el don de este sacerdote fiel. Que desde el Cielo interceda por la Iglesia y la Argentina.
Mario Caponnetto

Anónimo dijo...

“hay que ser muy mediocre para ser promovido al orden episcopal”.

Triste verdad la del Padre Bruera. Antiguamente los Obispos eran los mejores de los mejores, sabios y santos.

Ahora lamentablemente, parece que el Vaticano se ha convertido en una unidad basica y se elige lo peor.

Anónimo dijo...

Murió en un accidente de tránsito, ni los curas se salvan.