LA IZQUIERDA Y LA DEMOCRACIA
Eso que llamamos izquierda (aunque cada cual entienda lo que quiera todos sabemos de qué se trata) ha pasado al ataque desde hace tiempo. Pero a partir de K. esa agresión más o menos indirecta se transforma en un avance insolente, sin escrúpulos. El arribo del presidente y de sus hombres —reclutados la mayoría en la resaca de los '70— al gobierno de un modo imprevisto aun para ellos, equivale a retomar la iniciativa perdida por la derrota militar pero esta vez no para gobernar.
¿Y para qué, entonces? Ni ellos mismos lo saben, pero por lo que se lleva visto no lo hacen para aplicar sus programas económicos —que en sus manos y en sus bocas se vuelven pura hojarasca, pura bambolla, fraseología convencional, repetición de lugares comunes poco creíbles, liberalismo mal digerido— sino para vengarse diciendo que quieren justicia y, lo fundamental, apresurar y precipitar la revolución cultural que venía un poco demorada y trabada.
Detrás de K. y de sus acólitos como Ibarra, Filmus y Di Tella, se alza la figura de Gramsci, el gran inspirador. Esto es tan evidente que no requiere demostración. Pero cabe preguntarse cómo puede ocurrir y cómo se extenderá en el futuro.
Aquí la pieza clave de este proceso de una izquierda que no se puso techo —aunque admite el límite de las condiciones “objetivas”, que son las propiamente económicas— es la democracia política llevada a sus más irritantes extremos y temibles consecuencias tal como fue descripta y condenada por los Papas del siglo XIX y todos los Píos del XX. Esta democracia —que se presenta y se pretende como el único régimen posible y legítimo, el único aceptable hasta ser proclamada como tal, impecable y cristiana, por el inacabable Concilio Vaticano II— ya no es un modo de gobierno sino de vivir y de pensar.
Es una democracia totalitaria en ese aspecto, en cuanto aspira a dominar y legalizar todas las vidas de todos los individuos, desde la Florida hasta Irak y desde la América Latina al África, haciendo a un lado el cristianismo y tropezando con el mahometanismo, que insiste en mantener su religiosidad aun frente al capitalismo que lo promete todo al precio de la destrucción.
Esta democracia —de la que se aprovecha la izquierda y desde la cual perpetra sus ataques a lo que resta de orden en el país, cebándose en sus instituciones más señeras y vertebrales— ha sido colocada con astucia fuera del debate, no se la discute y se la trata y considera como una forma natural evidente de por sí, es intocable y sólo se tolera la oposición a partir de la aceptación de esa condición previa y lo contrario es literalmente delito.
Si el presupuesto es “dentro de la democracia todo, fuera de la democracia nada”, aquel que se alce con la democracia, con la capacidad de manipularla, definirla y describirla, está igualmente en aptitud de legitimar su comportamiento más allá y por encima del derecho y de los derechos, llegándose incluso a la negación de los valores de que presume la democracia sin que nadie pueda ni deba reaccionar. Porque lo que se nos está diciendo es que la democracia es un dios que todo lo puede y todo lo merece, tan sagrado e incontestable que su rechazo constituye locura inadmisible. Entonces desde este espacio virtualmente metapolítico —a pesar de todo completamente vacío y huero de valores— se puede intentar cualquier aventura, promover cualquier desorden, arriesgarse a cualquier alteración, apoyar la negación de lo natural.
La izquierda necesita de la democracia como su clima, su cultura, su antecedente, su faz y su excusa. Escondiéndose en ella o confundiéndose con ella alcanza el poder político y moral y los resortes sociales. Si es democrático nada más se le exige ni se valora. Sea con los votos (por pocos y aleatorios que sean), sea por las armas, porque entonces se actuaba en nombre del pueblo.
Álvaro Riva
Nota: Este artículo fue publicado en la Revista “Cabildo” nº 34 de la tercera época, correspondiente a los meses de enero y febrero de 2004.
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