Seis hidrias con dos o tres fenegas cada una, dicen que vienen a ser como unas tres bordalesas. Mucho vino para una comida de bodas por muchos que hayan sido los invitados en Caná de Galilea. Esperemos que haya sobrado bastante; porque si no, allí hubo más de un milagro.
La madre de Jesús estaba allí —dice el Evangelista— y fueron invitados Jesús y sus discípulos… Había hecho algunos discípulos, los primeros: Juan el que hace el relato y Andrés; Simón hermano de Andrés que ya le habían cambiado el nombre, Felipe y Natanael, todos ellos preparados por la dura predicación del otro Juan.
Era un casamiento de pueblo, de esos a los que va todo el pueblo, de personas aparentemente acomodadas, de esas que no van mucho a misa. Cristo acababa de venir del ayuno de cuarenta días y las Tres Tentaciones y sin embargo tuvo humor para ir a un casamiento. “Su madre estaba allí”, es decir, era de la casa, pariente cercana o lejana de uno de los novios; y así ella se afligió de que vio que en la mitad de la comida los camareros titubeaban y se hacían señas y consultas acerca del vino.
Avisó a su hijo; y recibió una respuesta seca que parece a la vez negativa y reprensión. Mas ella sin desanimarse (sea que el diálogo haya continuado y el Evangelio no lo reporte, sea que el tono del Maestro haya desmentido la dureza de las palabras, sea que su confianza en él fuera inconmovible) “llamó a los sirvientes”; lo cual prueba que era de la casa. Cristo les ordenó llenar de agua hasta el tope las seis hidrias; e hizo el milagro con sencillez. Sigue el rasgo humorístico del diálogo entre el novio y el maestresala (el “chef”, que diríamos nosotros) acerca de la calidad del nuevo vino; que él no sabía, pero los criados sí sabían de donde había salido. Por los sirvientes la noticia se propaló sin duda entre los invitados y hubo gran sensación: “reveló Él su Mesianidad —dice el primero de sus Discípulos— y sus discípulos creyeron en Él”.
El primer milagro de Jesucristo no deja de ser curioso: fue un milagro de lujo, un milagro hecho antes de tiempo, un milagro hecho en una fiesta de bodas. “¡Oh Cristo, espectro exangüe que has venido – a perturbar la fiesta de la vida!...”, dijo en francés uno que sabía poco de Cristo: puesto que su primer milagro fue regalar alegría y su último milagro fue resucitar de entre los muertos. Mucho mejor dijo San Pablo: “Apareció la humanidad y la benignidad de Dios en la persona de su Hijo, hecho de Israel, hecho de mujer, hecho hombre”.
Anatole France le tenía pavor a la ascética de Cristo; y por eso en sus “Bodas Corintianas” lo llama “espectro exangüe”. Cristo venía de hacer un ayuno de cuarenta días; pero no vino a imponer el ayuno a los novios y a sus invitados. Caer al baile y empezar a tronar: “¡Desdichados! ¡No sabéis que tenéis que morir! ¡No sabéis que el juicio de Dios es terrible! ¡No sabéis que estáis llenos de pecados y el hacha está ya cerca de la raíz del árbol!” – eso no es Cristo: eso es Montano, Savonarola o Calvino. Penúltimo caso, San Juan Bautista. Cristo no fue menos Asceta que todos estos sino más; pero como hombre religioso, se aplicaba el ascetismo a sí mismo y no a los demás. No hay cosa peor que los que son muy ascetas para el prójimo y muy poco para sí mismos. Al revés fue Jesucristo.
Se me figura que en el primer milagro de Cristo hay algo de burla hecha al demonio, una especie de repuesta humorística: el diablo lo invitó a que hiciese su primer milagro para procurarse pan, una cosa necesaria; y debe haber sido una tentación terrible, puesto que a los cuarenta días de ayuno el hambre retorna con la fuerza de una enfermedad y una tortura: los médicos la llaman “gastrokenosis”; pero Cristo hizo su primer milagro “antes de tiempo”, como dijo él; a invitación de su madre, y para proveer a una humilde fiesta humana de una cosa de lujo, de una cosa superflua… Con lo cual afirmó que el vino es también necesario.
Si no existiera el vino, no pudiera Cristo haber hecho su primer milagro, ni después su permanente milagro de convertirlo en su sangre; del cual este primero fue como anticipación y símbolo. Es necesario que existan cosas buenas para poder con ellas conocer a Dios, servir a Dios; y, llegado el caso, sacrificarlas a Dios. El Asceta no es el hombre que cree que las cosas buenas son cosas malas; el asceta es el hombre que conoce lo bueno y sin embargo lo sacrifica. ¿Por qué? Por otro bien mayor. ¿Qué bien? Pregúnteselo a él. “No sólo de pan vive el Hombre…” El bien de la Palabra Divina. Uno deja de fumar, por ejemplo, para comprarse una Biblia en griego.
“La virginidad voluntaria es santa cuando se elige en orden a la contemplación”, enseña Santo Tomás. No cualquier celibato es santo; como tampoco cualquier ascética. Hay ascéticas infructuosas, tristes, e incluso diabólicas.
El cristianismo es a la vez la religión más fuerte y más mansa que existe. No ha sido dado a todos ni será pedido a todos el que vivan en la extrema pobreza y humillación en que vivió el Maestro; pero sí se nos pide a todos que estemos dispuestos a eso si Dios lo llegara a pedir; y que pensemos que eso es demasiado alto para nosotros, y por eso no lo pide, y nos lleva por un camino más suave. En tanto que el Asceta se humilla pensando que si él hace tanta penitencia, es porque la necesita, por ser más ruin que los otros. Lo cual no es mentir tampoco; y así todos, Ascetas y Musagetas, hemos de vivir en alegría y humildad.
Los Santos Padres han visto siempre en este primer milagro de Cristo, amable manifestación de la benignidad de Dios, la figura de la elevación del matrimonio a Sacramento. Así como convirtió con su palabra el agua en vino, así transformó Jesucristo con su gracia un contrato natural en un sacramento; es decir, en una fuente de gracia. Para convertirlo en una desgracia, ya bastan los hombres.
R. P. Leonardo Castellani, S.J.
(Tomado de su libro “El Evangelio de Jesucristo”)
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