MASTROIANNI
Durante años recortó —prolija, tesonera, repetidamente— páginas de catecismos y apologéticas de Mons. Montánchez y otros muchos autores, para luego armar en forma artesanal las páginas de su revista, Eucaristía. Luego la traía con entusiasmo fundacional para que la fotoduplicáramos, tras lo cual él se encargaría de repartirla entre los sacerdotes de la Arquidiócesis. Dada la orfandad formativa de muchos de ellos, bien podemos decir que se estaba encargando de enseñarle a los que no sabían, fantástica obra de misericordia en una ciudad con tanta necesidad de maestros.
En la imprenta no teníamos casi nada. Apenas máquinas desvencijadas, un salón inundable y una fatigada silla para los clientes, y cuánto más para los amigos. Sentado en ella, esperaba “la caja”, con sus revistas ya dobladas y abrochadas, que en alguna ocasión hasta debió llevarse atada de emergencia… con un alargue de color naranja, a falta de un digno hilo. La sonrisa de don Jorge salvó la carencia: "No importa, lo que vale va adentro”.
Meses después, cuando la locura quarrachinesca de implantar la comunión en la mano —y por supuesto que de pie— recuerdo una charla que mantuvimos en la misma imprenta, y sobre la misma (única) silla. Ante mi aflicción por tener que recurrir en forma ocasional a una misa de la nueva liturgia, y por ende verme obligado a comulgar de pie, otra sonrisa de Jorge, y un dato —mejor digamos un salvoconducto— para evitar aquellas situaciones: “No hay que desesperarse. Reciba la Forma en la boca, ¡nunca en las manos, eso sí!, y manténgala sobre su lengua. Arrodíllese lo antes que pueda, y luego asegúrese de estar de rodillas para cuando la Hostia pase por la glotis. Así en rigor habrá comulgado de rodillas. Eso hago yo”.
Tiempo después, entre la tormenta crecida que arreciaba ante la Barca (cuyo timonel parecía estar como aquellos que Anzoátegui señalaba: “ebria y alzada la marinería”), decidió volver a la Santa Misa de siempre, y ya se lo pudo ver no sólo los domingos, sino muy frecuentemente en las Misas vespertinas de entre semana rezando en latín y comulgando sin necesidad de andar arrodillándose de apuro para no tener que chocar con ministros extraordinarios u otros dislates.
Los últimos tiempos de don Jorge, ya visiblemente disminuído en su físico, como el cirio que se va apagando lentamente al lado del Señor, los pasó en la más feliz de las ocupaciones: preparándose para verlo cara a cara. Tuvo, hasta el final, la recitación de poesía de un amigo, y la recitación de oraciones de sacerdotes que le llevaron —esta vez a él— la Eucaristía y los últimos sacramentos.
Y una mañana de hace seis años, aquel cirio de débil luz, tras pagar el peaje de su enfermedad, habrá visto la Luz. ¡Quién tuviera ojos así para contemplar para siempre, en una eternidad feliz, a Quien es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero!
Rafael García de la Sierra
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