CUANDO LAS CÁRCELES FUERON TEMPLOS
Ya sólo quedaba con los diecisiete estudiantes supervivientes y los tres hermanos coadjutores un solo sacerdote, el joven Padre Luis Masferrer. Los argentinos Hall y Parussini se despidieron el día 13, provistos de pasaporte para embarcar en Barcelona. La tensión espiritual y humana había llegado al máximo. Los fusilandos anotaban las horas ateniéndose a la última frase proferida por los del piquete la noche anterior:
— Mañana, a esta misma hora, os vendremos a buscar.
Sin embargo, dejaron pasar cuarenta y ocho horas. El Hermano Del Val, que figuraba en la lista negra confeccionada tres días antes, fue librado en última instancia porque interesaban al Comité sus servicios de cocinero. Gracias a ello contamos con su testimonio sobre la evacuación final del salón de actos. Mandaba esta vez a los pistoleros el famoso Torrente, cajero de profesión, que hizo a los condenados la misma propuesta escuchada la víspera por sus compañeros:
— Si queréis ir al frente, os perdonamos la vida.
— Preferimos morir por Dios y por España.
El traslado hacia la muerte fue presenciado también esta noche por curiosos y por sádicos, por indiferentes y por almas compasivas… En la madrugada del día de la Asunción de 1936, en el valle de San Miguel, sobre un ribazo de la carretera de Sariñena, a poco de pasar el kilómetro 3, vitoreando a Cristo Rey, arrodillados en oración, alzando un crucifijo y perdonando a sus verdugos, cayeron acribillados los últimos veinte misioneros del Inmaculado Corazón de María. El mayor tenía veinticinco años.
Queremos destacar aquí, y por nuestra parte, el espíritu de juvenil arrogancia, y generosidad heroica, que alentaba a estos atletas de Cristo horas antes de su holocausto final. Espíritu plasmado en esta frase lapidaria: “Christe, morituri te salutant!” Estas palabras, remedo del saludo con que los gladiadores se despedían del César romano, antes de la lucha a muerte, fueron escritas a lápiz en la cara inferior del asiento de un taburete de piano, único mueble que quedó con vida tras el saqueo inicial del salón.
Como por esta parte la madera estaba sin pintar, pudieron estampar allí sus mejores sentimientos de despedida, varios de los estudiantes. Allí dejaron para la posterior, estos intrépidos jóvenes claretianos seis bellísimas inscripciones que no podemos resistirnos a transcribir textualmente:
“Barbastro, 12 de agosto de 1936. — Con el corazón henchido de alegría santa espero confiado el momento cumbre de mi vida, el martirio, que ofrezco por la salvación de los pobres moribundos que han de exhalar el último suspiro en el día que yo derrame mi sangre por mantenerme fiel y leal al divino Capitán Cristo Jesús. Perdono de todo corazón a todos los que, ya voluntaria o involuntariamente, me han ofendido. Muero contento. Adiós y hasta el cielo. Juan Sánchez Munárriz”.
“Barbastro, 12 de agosto de 1936. — Así como Jesucristo en lo alto de la cruz expiró perdonando a sus enemigos, así muero yo mártir, perdonándolos de todo corazón y prometiendo rogar de un modo particular por ellos y por sus familiares. Adiós. Tomás Capdevila Miró, C.M.F.”.
“No se nos ha encontrado ninguna causa política, y sin forma de juicio morimos todos contentos por Cristo y su Iglesia y por la fe de España. Por los mártires, Manuel Martínez, C.M.F.”.
“Domine, dimitte illis, nesciunt quid faciunt. Verge Moreneta salveu Catalunya y sa fe. A. Sorribes”.
“Queridos padres: Muero mártir por Cristo y por la Iglesia. Muero tranquilo cumpliendo mi sagrado deber. Adiós, hasta el cielo. Luis Lladó, Viladeséns, Gerona”.
“Quisiera ser sacerdote y misionero. Ofrezco el sacrificio de mi vida por las almas. ¡Reinen los Sagrados Corazones de Jesús y de María! Muero mártir. Luis Javier Bandrés”.
“Aquellos días —afirma el superviviente Parussini— escribimos en los breviarios, en los libros, telones y escaleras…”
Escribieron muchas y aleccionadoras frases estos intrépidos y valientes mártires de Cristo, tales como ésta, que cierra, con broche de oro, el relato de este martirio colectivo emocionante: “Pasamos el día en religioso silencio, preparándonos para morir mañana. Sólo el murmullo santo de las oraciones se dejaba sentir en esta sala, testigo de nuestras duras angustias. Si hablamos, es para animarnos a morir como mártires; si rezamos, es para perdonar a nuestros enemigos. ¡Sálvalos, Señor, que no saben lo que hacen!”
Antes de pasar al relato de otros casos no menos elocuentes y aleccionadores, queremos resaltar la frase de estos mártires de Cristo ante el requerimiento y opción de salvar la vida yendo al frente rojo: “Preferimos morir por Dios y por España”.
Ya hemos podido ver y constatar, en su punto, cómo, hoy día, se desprestigia y hasta se intenta condenar, aún dentro del campo católico, esta actitud de los católicos españoles que promueven y sostienen esa unión de ideales: de Dios y de España, de la Religión y la Patria. Soplan otros vientos, ciertamente. Pero, el hecho histórico concreto que comentamos, ahí está: con la elocuencia de un testamento de sangre, dándole valor y consistencia. Ahí está la voluntad expresa de tantos héroes y mártires de nuestra Cruzada Nacional; ahí está la última voluntad de tantos y tantos españoles condenados a muerte precisamente por eso.
Y en nada empaña, ni puede empañar el valor de auténtico martirio cristiano en estos jóvenes claretianos, ese otro noble motivo por el que saben ofrendar sus vidas generosas.
Por otra parte, esta actitud, cristiana y patriótica, será una tónica general a destacar en multitud de víctimas sacrificadas pro aris et focis, por Dios y por España, por la Religión y la Patria. Es por esto que, con toda razón y derecho, sin acudir a argumentos taxativos provenientes de los documentos oficiales de la Jerarquía Española, que así lo declaró en su tiempo, podemos llamar a esta sangrienta Guerra Civil española, Cruzada Nacional. “Cruzada”, puesto que el sentimiento religioso alentó en todas sus víctimas; “nacional”, porque el sentimiento de Patria y holocausto por la misma, fue el complemento obligado de su sacrificio.
Hemos destacado el espíritu de fervor cristiano plasmado en los testimonios escritos de ese grupo de claretianos. Pero no fue, ciertamente, privativo ni exclusivo de los mismos. Este fervor cristiano y apostólico se extendió prácticamente a todas las cárceles, prisiones flotantes y domicilios particulares, sosteniendo la piedad y el temple heroico de los presos y condenados a muerte. Incontables ejemplos podrían aducirse al respecto. Baste uno, entre tantos. El entonces preso don Pompeyo Ollé, refería en carta a su familia, el ambiente de piedad reinante en la Cárcel Provincial de Lérida: “…De los 485, en efecto, que vi salir de la cárcel para ir al tribunal popular y de allí a la muerte, 482 se confesaron antes y recibieron contritos la absolución. Siempre el dolor y la muerte han sido los dos mejores misioneros de Dios. En casi todas las celdas y departamentos se rezan en común las tres partes del rosario, el trisagio y el Via Crucis, y muchos, para poder continuar satisfaciendo su devoción a solas y en otras horas, se construyen decenas de nuditos en alguna cuerda y se hacen escribir en un papel cualquiera los misterios del rosario…
“La cárcel está convertida en un templo; por las paredes resaltan las inscripciones piadosas que marcan a todos la orientación sobrenatural que como cristianos han de dar a su dolor, o son simples gritos del alma llena de fe que allí han dejado tal vez en manos anónimas, o quizá compañeros inolvidables antes de ir al martirio, y que repercuten en las celdas como voces celestes convidando a seguir el mismo camino”.
“He sido feliz y he rezado en la cárcel más que en toda mi vida”, comentaba en 1939 doña Aurelia González Escudero, cuyo esposo, don Germán Olarieta, había sido fusilado en enero de 1937.
Ésta era la actitud y el estado de ánimo de aquellas multitudes de católicos españoles, prisioneros, testigos y víctimas de una Fe que profesaban, sentían y defendían con su sangre.
Ángel García
Nota: Tomado de su libro “La Iglesia Española y el 18 de Julio”, ediciones Acervo, Barcelona, 1977.
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