miércoles, 7 de diciembre de 2011

Arquetipos

CASTELLANI,
PATRIOTA Y PARUSÍACO
  
  
De la escritura de Castellani supo decirse que es un “paneo entre tiempo y eternidad”, atribución ésta propia de los profetas. Puede el hombre hablar en lugar de Dios porque vive el tiempo a la vista de la eternidad, porque su vista va de las cosas de acá abajo a las celestes, en donde reconoce el modelo y acabamiento de aquéllas. La gracia extraordinaria llamada “don de profecía” otorga al hombre una visión de lo venturo justamente porque la historia y las edades —las pasadas y las advenientes— son sumergidas, si así cabe decirse, en ese presente absoluto de la vida eterna, y desde allí se las atisba.
  
En la patria posó, junto con su afecto, su mirada profética. No hace falta recordar que Castellani gozó de amor patrio en alto grado, ausente éste de nuestros contemporáneos pese a las declamaciones oficiales y a las escolares monsergas. Porque, considerados en la noción actual de “patria” los distintos términos que se le conciertan, nos decepcionan éstos por lo enjuto de su traza. No hablemos del territorio, cuya indisolubilidad se sostiene más por conveniencia geopolítica y económica que no por veneración a aquello que los antiguos llamaban terra patrum, de donde “patria”. Ni de la colectividad humana, de la que no persiste sino su remedo más vil: se pretende identificar hoy a la patria con la pertenencia a un grupo que no es sino yuxtaposición, montón, amancebamiento y caos (así, a trueque de una colectividad unánime, tenemos más bien la monstruosa síntesis de colectivismo totalitario y promoción de las “minorías”, cuanto más excéntricas mejor). Ni de la lengua, cuya progresiva atomización y envilecimiento impide hoy que se entienda una generación con la que le sigue, actualizando la confusión de Babel.
  
Pero es la tradición, si cabe, el componente más escamoteado en la antifrástica noción de “patria” hoy en auge. El rupturismo del siglo XIX hizo posible esta peregrina y nueva acepción, y quiso lograrlo justo entonces cuando nacimos como nación independiente. De la voluntaria quiebra de la continuidad histórica impulsada por varios de los hombres de Mayo y por sus sucesores se ha pretendido fundar una nueva tradición. Esto es cosa, en rigor, imposible. El rupturismo, si es consecuente y fiel a sus principios, no podrá evitar nuevas rupturas ulteriores, con lo que la tradición activa (el acto de dar o transmitir una generación a la otra aquel bien llamado a eternizarse en el tiempo) resultará negada en los hechos. De allí el absurdo de proclamar una supuesta “tradición de la ruptura”. La iconoclasia remite siempre a una corrupción del orden del espíritu que lleva por todo fruto un constante girar en el vacío.
  
Así como el acto es más sustantivo que la potencia, mayor rango ontológico alcanza un acto en cuya realización concurrieron múltiples generaciones —muchas más de las que se tenga memoria— que no una novedad impulsiva debida a una minoría irrequieta. Tal es la situación de la tradición respecto de la revolución y la ruptura. Y así de ardua habrá sido la situación de Castellani, hombre de la tradición, frente a lo que constituye la enfermedad cultural de nuestros contemporáneos. Está mucho más allá de nuestra ponderación cuánto Castellani encarnase las riquezas de la tradición de Occidente, entre las que se movió con la libertad de aquel discípulo del Reino celestial que sabe sacar de su despensa lo nuevo y lo viejo. La tradición es como el alma de la patria, es la que logra el tránsito dinámico, el inagotable portento de poner —en el presente— lo pasado entrañable en manos de los que abren el futuro.
  
No fue la del Padre Castellani una conciencia orgullosa y prepotente de la patria, al modo del chauvinismo. No alentó un mesianismo de la nacionalidad. Fue lo suyo más bien una conciencia dolorosa de la patria, repitiendo en esto el llanto del Señor ante la Jerusalén apóstata. Ni hubiera podido hacer del todo suyas las agridulces palabras de Nicolás Gómez Dávila, quien afirmó que “el problema fundamental de toda antigua colonia, el que plantean la servidumbre intelectual, la insignificancia de la tradición, la cultura subalterna, inauténtica, la imitación obligada y vergonzosa, yo la he, en lo que me concierne, resuelto de una manera extrañamente simple: he tomado por patria el catolicismo”. Si el genial bogotano pudo hablar de colonia, no ha sido esto en referencia a los Reynos de Indias, que sólo una nomenclatura errónea o aun denigratoria puede obstinarse en cognominar “colonia”. Gómez Dávila debió sentir comprensiblemente gravada su conciencia patriótica por el peso de una falsificación histórica bisecular, la misma que hemos padecido en todas sus latitudes los hijos de la patria grande hispanoamericana. La de Gómez Dávila es tristeza resuelta al modo de los cristianos de los primeros siglos, los que acuñaron el adagio “ubi christianismus, ibi patria”, porque disociados la Iglesia y el Estado, y adoptando éste una feroz ofensiva contra aquélla, no les queda a los hombres de fe sino refugiarse en la nave de Pedro soltando todas las amarras temporales. Castellani no toma por patria el catolicismo sino que remite siempre a la patria católica, reivindicando para Cristo estas tierras otrora evangelizadas, sin merma de su conciencia de que la evangelización resultó aquí incompleta, y de que la descristianización avanzaba, en sus días, como un torrente.
  
Como la patria terrenal se orienta a la celestial y tiene por fin y consumación su incorporación a Cristo, y a Cristo vencedor de sus enemigos, así el patriotismo de Castellani es inseparable de su expectación parusíaca. Quien alcance una viva conciencia del tiempo y la historia no puede menos que otear, de vez en vez, el misterio de las ultimidades, que eso es también propio del descubrir en el tiempo transeúnte la presencia de la eternidad recóndita y latente.
  
Los católicos modernos, acostumbrados a recitar cada domingo en el Credo el “…y vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos”, y a repetir puntualmente después de la Consagración la fórmula “¡Ven, Señor Jesús!”, reparan muy poco en el alcance de estas expresiones. Es de creer que, puestos ante la perspectiva de una Parusía inminente, responderían como los invitados al banquete de bodas de la parábola: “estoy muy ocupado pagando las cuotas del auto”, o bien “dejémoslo para después. Quiero asegurarme una buena jubilación”. A Castellani la virtud de la esperanza, vivida en grado eminente, le dio la lucidez necesaria para penetrar el misterio de la Segunda Venida del Señor. En este artículo supo ver algo así como la piedra de toque de la fidelidad a Cristo. Allí donde cundía el que él llamaba “cristianismo mistongo”, esa pertenencia esclerosada y meramente nominal a la Iglesia, la señal del verdadero cristiano sería su memoria de la promesa de la venida gloriosa del Señor al final del tiempo histórico. Este dogma es también, como el de la Cruz, “escándalo para los judíos y locura para los gentiles”, especialmente en una generación ufana de sus conquistas técnicas, beoda de un vitalismo inferior que la hace presumir que el mundo ha de durar indefinidamente. Bien dijo hace cincuenta años nuestro autor que “el Anticristo no tiene actualmente más trabajo que el de nacer… El mundo está ablandado y caldeado para recibirlo por la predicación de los falsos profetas”, entre los cuales se ocupó especialmente de desenmascarar a los promotores del “evolucionismo teológico”, “que tiene como raíz el no pensar en la Parusía, ni tenerla en cuenta, ni creerla quizás, sin negarla explícitamente, polarizando las esperanzas religiosas de la humanidad hacia el foco del «progresismo». Hay una especie de rehúse oculto del martirio en esta posición, un buscar la Añadidura por medio del Reino y una evacuación de la Cruz de Cristo”.
  
Si como señala Castellani, el progresismo teológico ocultamente rehúsa el martirio, esto ocurre porque, al inmanentizar la resolución de la historia, aboga de tal manera por el hombre sin la gracia que se hace algo así como la doctrina del “hombre que se testimonia a sí mismo”, lo que repugna claramente al martur, que es quien da el testimonio supremo de esa Verdad que los ojos no alcanzan, tan sobrehumana es. El progresismo, demiurgo y ladrón —porque roba los honores debidos a Dios para derramarlos, en dudoso beneficio y sin mérito de su parte, sobre el demos canonizado— es, en rigor, el último jalón de esa liquidación de la cultura y la tradición que inaugura el Renacimiento, según parejamente lo dijo, y con acierto, Berdiaeff. Se trata de un antropocentrismo sofístico, a lo Protágoras, que en su irresistible impregnación ha devenido de tal manera el discurso oficial (el que se enseña en las escuelas y se premia en los concursos, el que se le hace repetir al barrendero sin que éste alcance a comprenderlo), que bien podría decírselo la única oferta forrajera disponible, según vocabulario que, por lo ganaderil, juzgamos atinado. El único trago que empinar, de acuerdo con la prosa tabernaria que convendría a este embotamiento de conciencias a que conduce la propaganda ideológica en curso, único —decimos— por la pretensión totalitaria que exhibe este discurso. Bien advirtió Marcel de Corte que el motor oculto de la idea de progreso era la adulación, y en ésta se funda ciertamente su fuerza persuasiva.
  
Ver la epidemia extendida nada menos que entre sacerdotes es de veras espantoso, por lo que puede entenderse la aversión de Castellani hacia ese clero que, de aseglarado, pasa a herético y cismático sin más. Ya Robert Hugh Benson había mostrado, en “El Señor del Mundo”, cuánto toca a un clero apóstata acompañar al Anticristo dando forma y expresión a su aberrante dogmática y a su liturgia espuria, y cómo el resorte íntimo de la adscripción de ese clero a la superstición progresista había que hallarlo en su vergonzosa deserción en la lucha contra los vicios de la carne. “Esta decantación postrera de lo que se llamó sucesivamente filosofismo, naturalismo, laicismo, protestantismo liberal, catolicismo liberal, modernismo” es religión profana que “no tiene todavía nombre, y cuando lo tenga, ese nombre no será el suyo. Todos los cristianos que no creen en la segunda venida de Cristo se plegarán a ella. Y ella les hará creer en la venida del OTRO”. Al negar la segunda venida de Cristo se niega de una sola vez su Reyecía, su Mesianidad y su Divinidad. Se niega el proceso divino de la historia, porque “el universo no es un proceso natural, como piensan los evolucionistas o naturalistas, sino que es un poema gigantesco, un poema dramático del cual Dios se ha reservado la iniciación, el nudo y el desenlace, que se llaman teológicamente Creación, Redención, Parusía”.
  
La concepción del tiempo más apropiada a un paganismo cabal es, en todo caso, la cíclica, que es en su variante más angustiosa la del eterno retorno —la misma que Nietzsche tomó de los estoicos. Es, en rigor, ese mismo carácter cíclico no declarado el que late detrás de la tesis progresista, incapaz de definir —de otorgar un claro fin— a la historia. Allí donde se diluye el misterio ha de prevalecer por fuerza la necesidad, y ésta es oclusiva y nunca libertadora: no hay razón inmanente para atribuirle una resolución feliz y favorable al curso de los tiempos. No hay razón, al cabo, para atribuirle al tiempo resolución alguna, si ésta no le es otorgada desde arriba. El progresismo (teológico, político, en cualquiera de sus variantes) usurpa el carácter emotivo de la esperanza cristiana (al decir emotivo subrayamos, justamente, la alusión a la moción o movimiento), acoplándolo con esa especie de recusación de la plenitud del ser que es el carácter distintivo de todos los inmanentismos. Castellani combatió este espíritu y recordó para sus paisanos la diafanidad del dogma de la Parusía, que un cristianismo asaz mundanizado querría soterrar como el talento que esconde el servidor malo y perezoso de la parábola.
  
Por esto, y si por su capacidad de alumbrar pudiera tenérselo por un Sócrates cimarrón, su triunfo a través del dolor redentor nos lo presentará siempre como un sacerdote cabal, un alter Christus.
  
Flavio Infante

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