miércoles, 1 de diciembre de 2010

Testigo de cargo (continuación)

FILÓSOFO DESBOCADO
              
Pero no me hagan caso a mí.  Yo soy un “cavernario”, sea lo que fuere lo que Vargas Llosa quiere decir con ese calificativo. Oigamos más bien lo que un hombre prototípico de la primera izquierda dice al respecto.
             
Acaba de publicarse un libro de José Pablo Feinmann con el título “La historia desbocada” y el subtítulo “Nuevas crónicas de la globalización”. La revista “Noticias” nos proporciona un adelanto del cual no resisto transcribir estas líneas:
           
“A partir de 1989 lo que se consolida es una revolución. Una revolución capitalista. Otra más, tan trascendente como la francesa. Es la revolución comunicacional. Con ella, el capitalismo enterrará al proletariado (que era, según se sabe, el llamado a enterrarle por la dialéctica de la historia) y enterrará, tal vez, al mundo entero… Hubo pues una revolución, la hizo el capitalismo, se expande por todo el planeta, abrasadoramente aplana y conquista y manipula y coloniza las subjetividades. Radica en eliminar de la Tierra la capacidad de negación, de diferenciación… En encadenar no ya los cuerpos sino los sujetos.  Sujetar los sujetos. Sus principales armas no son tanques, ni misiles ni neutrones. Es la televisión.  Es el cine. Es el periodismo. Los magazines. Las radios. Los canales de cables. Y, formidablemente, Internet, donde algunos creyeron, muy ingenuamente o con decidida mala fe, que iba a instalarse la «sociedad transparente» que pregonaba Gianni Vattimo a fines de los ochenta, comienzos de los noventa. Internet es, hoy, el reino de la mercancía basura, de la mercancía idiotizante, de la compraventa compulsiva y del sexo-mercancía, del sexo pornográfico. Cada vez lo es más (la rapidez de estos tiempos es la característica y, también, la degradación de la temporalidad) y cada vez lo será más obscenamente”.
           
Pero esto no es todo. Citando a Heidegger, recuerda que somos los servidores del “se” que difunden los medios de difusión, el “esto se hace” que la televisión nos muestra modela nuestras conductas. “Mis posibilidades —agrega Feinmann— al caer bajo el dominio del «se» son las del Otro, las del Poder, las que me vienen de afuera. Ya no soy yo quien decide, soy decidido”.
         
Vaya, vaya. Comenzaremos por decir, sin falsas modestias, que algo de esto venimos diciendo en estas páginas desde hace años. Sin citar a Heidegger ni a Sartre hemos denunciado la importancia que lo que se llama diversión tiene en los resortes íntimos de la sociedad. Muestra conductas y su reiteración las convierte en ese potente, anónimo y vinculante “se”. Nena, ¿por qué has dejado que tu novio te embarace? Mamá, si todas lo hacen, si es lo que “se” hace. Hija ¿por qué quieres regalar la contemplación de tu cuerpo semidesnudo a la concupiscencia del mundo? Mamá, la bikini es lo que “se” usa. Punto. No hay nada más que decir: el “se” clausura las discusiones.
            
Pero volvamos a Feinmann. Lo presentan como un filósofo y es apenas un profesor de filosofía. Que esta vez se ha “desbocado” ya que la quinta acepción de este verbo es “desmandarse, perder el control”. Ha dicho cosas muy graves para la visión del mundo que él ha difundido y sigue difundiendo.
               
En clave gramsciana, pone en el centro de la cuestión en el sentido de nuestras vidas. Y hace saltar por los aires la visión marxista, que es inseparable de la primera frase del Manifiesto Comunista: “La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”. Toda la interpretación de este principio ha entendido que lo que Marx quiso decir es que la historia consiste en la lucha de clases, que esa es su consistencia íntima, el punto de partida de toda comprensión del pasado… y del presente. De esa primera afirmación nace la concreta interpretación de cada uno de los estadios de la lucha: “Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre…” De allí nace también el conflicto actual: “Nuestra época, la de la burguesía, se distingue por haber simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos clases que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado”.
                  
Este es el meollo del marxismo, hasta el punto de que todo el resto —incluída la plusvalía y la alienación— no es otra cosa que refuerzos del mecanismo para que el sistema se sostenga en pie. Si yo quito de cualquier religión su punto de partida “Dios existe”, no hay teología posible (mal que le pese a John T. Robinson). Si descarto la teoría de la lucha de clases todo el marxismo se viene abajo. Sin quizás quererlo, Feinmann ha derribado de un plumazo todo el podrido armazón del marxismo.
         
Claro que los medios —con televisión e Internet en cabeza— han creado una realidad ficticia que encorseta la realidad real y la somete a su interpretación y nos entrega la imagen de un mundo en el que todo se puede hacer, en que no hay vínculos sagrados, ni responsabilidades, ni sacrificios exigibles. Claro que esa obscena dominación tiñe el mundo entero con sus modos de ver y ejerce una tiranía al lado de la cual todas las demás son ensayos de aprendices.

Pero ¿se olvida Feinmann quiénes son los creadores y alimentadores del sistema? Los ricos extraen sus beneficios pero los que escriben son los intelectuales “orgánicos” (como los llama Gramsci) de la sociedad sin Dios. Es de ella que procede una parte decisiva de  la “revolución comunicacional” que denuncia Feinmann. Ellos —los intelectuales orgánicos— redactan los guiones de la mercancía basura, la mercancía idiotizante y el sexo mercancía. No hay una cesura entre los Tinelli y los filósofos que cuentan la historia de la filosofía por TV. Es un continuum con distintos acentos, pero con el mismo objetivo, el reino de la inmanencia, el fin de toda trascendencia. ¿Por qué se queja de que los pornógrafos hagan su parte del mismo trabajo que él hace?
                 
¿Cuál es la incompatibilidad de fondo de Feinmann con este modelo cultural? ¿El buen gusto? ¿La moral  judeocristiana? ¿No se da cuenta de que el consumidor del sexo pornográfico es alguien previamente vaciado de todo contenido y convertido en una bolsa de residuos en la que cabe galanamente la mercancía basura? A este hombre sutil (fein mann) se le escapa que al pintar nuestro tiempo con esos colores ha coincidido con todo lo que anunció y denuncia el pensamiento reaccionario desde hace dos siglos: la modernidad como decadencia.
         

ALGO MÁS SOBRE LA DERECHA
          
Me agradaría escribir, parafraseando a Marx, que nuestra época ha simplificado las posiciones doctrinarias y que toda la sociedad va dividiéndose en dos grandes campos enemigos: modernidad y cristiandad. Decir esto no dejaría de apuntar a una verdad y quizás a una tendencia en el mediano y largo plazo, pero en el ahora inmediato las cosas distan de ser tan sencillas. Y no nos referimos tanto al campo moderno, en el que lo cultural impone una unificación de liberales y marxistas que hemos intentado mostrar en las notículas precedentes. Hablamos sobre todo del campo antimoderno que, por desgracia, contiene posiciones contradictorias pero sobre todo poco claras, doctrinas ambiguas que el tiempo ha de barrer inexorablemente hacia uno de los dos campos. Por lo pronto en la Iglesia dista mucho de haber una conciencia extendida y generalizada del verdadero estado actual de la guerra a muerte que se libra entre el cristianismo y la modernidad.
               
Innumerables documentos eclesiales contienen  propuestas y descripciones que chocan con los principios perennes. Por poner un ejemplo, en la reciente encíclica “Caritas in veritate” encontramos un elogio del gobierno mundial que no me escandaliza en sí mismo sino por la ausencia de toda prevención contra el modelo de unificación mundial que se perfila, el cual tiene atrás a fuerzas económicas y culturales formidables, todas las cuales odian a muerte al cristianismo.
                 
Expreso este desacuerdo con dolor y con todo respeto. No puedo ocultarlo y más teniendo en cuenta que la propuesta se halla en un documento en otros aspectos elogiable.  Entiendo que se trata de uno entre numerosos ejemplos de cómo el católico actual ya no puede leer lo que proviene de la jerarquía eclesiástica sin una extrema atención para separar el trigo de la paja.
                
Hay otros ángulos desde los cuales se cuestiona la modernidad con buenos argumentos pero basándose en principios tomados de la misma modernidad. Es el caso de una interesante revista digital de origen español: “La ilustración liberal” que a pesar de su título se atreve a poner en cuestión temas urticantes e incómodos. Así en el número de enero pasado se publica un muy buen artículo de Oscar Elía Mañú con el título “Las dos crisis de la derecha española”.
            
Comienza diciendo el autor que “el principal problema que afecta a Europa no es ni económico ni institucional sino cultural: el deslizamiento progresivo de la cultura europea hacia el relativismo racional, moral e ideológico”. Viene a continuación una descripción pormenorizada de ese deslizamiento.  “Primero, el escepticismo intelectual, el rechazo a la capacidad del ser humano para conocer y reconocer la verdad” de lo cual procede “la entronización del subjetivismo” y la conversión del diálogo político en mera propaganda. A su vez, esto engendra el relativismo moral “si todo es subjetivo y relativo… no existen reglas de comportamiento”.
            
“Esta deriva intelectual —escepticismo más relativismo— acaba estallando en la vida pública y política… la plaza pública se llena de propaganda, demagogia y corrupción”. En lo que podría parecer un giro curioso, el autor se refiere a continuación a la izquierda, cuya crisis intelectual describe así: irrupción del pensamiento posmoderno, “pirotécnica literaria con pretensiones filosóficas”; pérdida de la utopía de la sociedad sin clases por la quiebra de la Unión Soviética y  llegada a puestos de responsabilidad de una generación mal formada.
             
Esto ha “vulgarizado” lo que Aron llamó la “Vulgata marxista” y ha producido “una izquierda intelectualmente nihilista y moralmente destructiva. Que del socialismo clásico ya no mantiene ni la indignación moral ante el capitalismo, con el que pacta y hace negocios”.
                 

Ahora viene el meollo del asunto.  Mañú descubre que la derecha española “acabó descendiendo por el tobogán detrás de la izquierda”… “ya tocada por el virus relativista” dio un paso más en el 2008: “¿por qué no hincarle el diente a la manzana que todo el mundo disfruta? ¿por qué no aprovechar las ventajas que procura la falta de principios?”  En definitiva ¿por qué no subirse al carro “del pacifismo, el internacionalismo y el sentimentalismo?”
              
Emprende entonces el autor un minucioso análisis de los “comportamientos cotidianos” de la derecha española y llega a la conclusión de que “ha renunciado a ofrecer un proyecto alternativo al progresista… a dotarse de un pensamiento fuerte sobre el hombre, la sociedad, la historia y la propia sociedad española”.  Esta es la primera crisis que afecta hoy a la derecha española, a la segunda la identifica Mañú como “ideológico-histórica”.  Para comprenderla, recuerda que “todo proyecto político se basa en una determinada concepción del pasado” y que “el progresismo actual es, aunque deteriorado, desfigurado y revulgarizado, una filosofía de la historia: la del progreso contra la reacción, de lo nuevo contra lo viejo, de la libertad contra la tiranía”.  En esa Vulgata se apoya la izquierda para presentarse como si siempre hubiera sido la defensora del progreso, de lo nuevo y de la libertad. Pero, señala Mañú, historiadores como de la Cierva, Moa y Vidal han mostrado que en el pasado reciente de España fue la izquierda la que despreció la democracia. Sucede que en 1978 la derecha  “apostó por la amnesia y sacrificó el reconocimiento de la historia en nombre del consenso” lo cual aprovechó la izquierda para ir “situando el consenso cada vez más a la izquierda”. Lo grave es que en “el asalto ideológico a la historia” el PP “se ausenta, se abstiene o vota a favor de la interpretación izquierdista del pasado”. El consenso se ha convertido en un gran equívoco, en la ocasión para que la izquierda imponga su visión del pasado “que es la interpretación izquierdista del presente y un proyecto político para el futuro”. Así entendido, ese consenso “está arruinando a la derecha liberal conservadora y minando el propio régimen constitucional”.
         

EL CASO ARGENTINO
           
Excelente artículo, lleno de observaciones sagaces que sólo en parte hemos recogido (por lo cual recomendamos la lectura completa en Internet).  Excelente artículo que, aunque se refiere a España es aplicable línea por línea a nuestra realidad.
                    
Falta escribir para la Argentina una historia de la derecha liberal. Que permitiría ver una curiosa trayectoria que va del PAN (Partido autonomista Nacional) de Roca al Partido Demócrata del General Justo y al Partido liberal militar que gobernó con Aramburu, Lanusse y Videla.  A los que habría que agregar, con reservas, los partidos de Alsogaray, la etapa menemista del peronismo y el PRO de Macri.
              
Lo importante es que nuestra actual derecha está siguiendo los mismos pasos, idénticos, que la derecha española. No tiene otro principio que una libertad entendida sobre todo a partir de la del comercio y se ha deslizado hacia la interpretación histórica que vende la izquierda y que la derecha ha comprado sin siquiera examinar la mercadería que le estaban encajando.
                   
Porque en la Argentina también hubo una guerra. ¿Cómo se llamaría, si no, a un episodio en el que se asaltan cuarteles, se conquista territorio, se planifican objetivos y recursos para actuar con la  fuerza, tanto de uno como de otro lado? Hay que hacer la “pregunta clave”, esa que en el aborto es ¿qué cosa es lo que lleva la madre en su seno? Y aquí es ¿cómo se llama ese enfrentamiento entre dos voluntades que usan la fuerza para alcanzar sus objetivos? ¿hay otro nombre que guerra? Y si eso fue una guerra, entonces se aplica una lógica ineludible. Puesto que la guerra es una situación extrema, que agudiza el conflicto político y lo lleva a una salida de sí o no, de triunfo o derrota, entonces, para los implicados en ella de cualquier manera (por ejemplo, por nacionales del país o los países en lucha) es inevitable  tomar partido, optar por una u otra de las soluciones que cada bando ofrece.
                        
Tomar partido no implica dar toda la razón a la parte por la que se opta. Se pueden tener las más grandes reservas sobre algunos o muchos aspectos del bando que se ha elegido. Pero tomar partido implica reconocer que son más las objeciones o rechazos que  provoca el bando contrario. Un ejemplo muy sencillo: ¿no lamentaban los demócratas partidarios de los aliados en la Segunda Guerra Mundial la presencia en su bando de los comunistas soviéticos? ¿No la aceptaban sin embargo por esa ley que imponía tomar partido en una contienda que iba a definir la suerte del mundo? Si se quiere, se puede considerar este problema a la luz de la doctrina del mal menor, que significa nada menos que a veces es moralmente exigible optar por un mal menor que otro que tiene posibilidad de imponerse. Un demócrata sincero, en la segunda guerra, lamentaría la presencia de los soviéticos en  el bando que elegía, lamentaría el bombardeo de Dresde, lamentaría… muchas cosas. Pero terminaría diciendo: “Con todo, prefiero a los aliados…”
              
Lo fenomenal de lo sucedido en la Argentina es que, subrepticiamente, se ha hecho optar a la derecha —en la guerra contrarevolucionaria— por el bando que quería implantar un Estado socialista por la fuerza. Así como en España los historiadores de izquierda visten al comunismo como democracia y hacen votar a la derecha leyes de “memoria” que son un insulto al recuerdo de los hechos reales, aquí los diputados del PRO votan todo lo que propuso la izquierda.
               
En la “Memoria histórica” votada en Madrid los que se levantaron contra la República en 1934, los que asesinaron sacerdotes por el solo delito de serlo entre 1936 y 1939, los que armaron las checas en que se torturó, se convierten en impolutos demócratas. En Buenos Aires los que manifestaron cien veces su voluntad de hacer una “Argentina socialista” como lo es Cuba se vuelven luchadores “por la justicia y la equidad”. Y esa mentira monstruosa es votada por la derecha liberal y esa estafa formidable, esa burla a la voluntad legislativa es aceptada sin protestas por los diputados del PRO. ¿Son idiotas que no ven como la izquierda los ha usado? No, son algo mucho peor: son cobardes. No tienen el coraje de plantarse y rechazar con la verdad las memorias que les encajan los vendedores profesionales de mentiras.

                       
Y ADEMÁS
                 
Es una muy buena noticia el que en la derecha liberal española se planteen estos problemas y comience a discutirse ese “descenso por el tobogán detrás de la izquierda”. Pero no seríamos del todo sinceros si no habláramos de una cuestión decisiva, una objeción de fondo a lo que dice Mañú.
           
En política, tanto en la actividad humana que así se llama como en la “ciencia” que pretende analizar la actividad, hay dos temas insoslayables. Uno es el del poder, tema central que está presente en toda la política realizada o pensada.  Tema central pero no el principal.  El tema principal, el que va a orientar la acción e iluminar la teoría es el del fin del Estado, el propósito final de la acción desde el poder.
              
Esta pregunta (¿para qué se gobierna?)  ha tenido hasta hoy  dos respuestas: se gobierna para realizar el bien común  (respuesta tradicional) o se gobierna para la libertad del individuo (respuesta moderna). Quizás convenga aclarar que el socialismo no tiene una respuesta diferente de la moderna. También supone que el objetivo final de la acción política es lograr un hombre absolutamente libre de toda tutela. Sus diferencias con el liberalismo proceden de los caminos para lograr esa libertad y de las condiciones de igualdad en que, según ellos, se hace posible esa total libertad moderna. Lo que Gramsci hizo, en definitiva, fue sincerar esta cuestión que antes de él se decía sin tanta claridad.
              
No es posible dudar que la esencia de la doctrina política liberal esté contenida en esta fórmula: el objetivo final del Estado de Derecho es la libertad del individuo.  Basta meditar en el nombre que esta doctrina ostenta para comprender que no estamos inventando nada.
               
Pues bien: el relativismo que Mañú describe —y lamenta— es hijo necesario y dilecto de esta doctrina.  La libertad, entendida como lo hacen los liberales, es un valor instrumental, un valor “hueco”, es siempre “libertad para algo”.
                    
Convertida en objetivo del Estado es una bomba de tiempo que tarde o temprano caerá en el relativismo. Mientras las sociedades en que se aplicaba esta doctrina eran cristianas, era esa fe la que proporcionaba los objetivos finales y los límites morales de la acción política. Caído ese andamiaje que sujetaba las paredes del sistema pero era ajeno a él, solo queda la libertad como guía de la acción, pero la libertad no sirve para eso. Bajo el manto de la libertad cabe cualquier cosa y los legisladores que  hacen la ley sin reconocer límites pueden votar, literalmente, cualquier cosa. Por ejemplo, decidir la muerte (pagada con los impuestos de todos los ciudadanos) de los niños por nacer. El relativismo no se ha colado por la ventana. Es el liberalismo el que lo ha entronizado. No es que la crisis ha traído el relativismo. Es el relativismo el que provoca la crisis.
             
En la concepción tradicional tal aberración es imposible porque hace que el Estado deba realizar el Bien Común y el Bien es una cuestión objetiva que no depende del humor de la mitad más uno de los legisladores. No se puede matar, aunque el voto mayoritario dijera lo contrario.
                
Pero hay algo peor. Los hechos demuestran que el relativismo es sólo una etapa. Las sociedades decadentes que lo practican pronto sienten la nostalgia de los valores absolutos. En un relativismo consecuente, el terreno de las conductas obligatorias es muy preciso y acotado. Hay que pagar los impuestos, votar (allí donde es obligatorio hacerlo), hacer el servicio militar (allí donde subsiste). El resto es… relativo, rige hoy y tal vez no mañana, de modo que obliga lo menos posible. ¿No dicen —como argumento decisivo— que no hay por qué oponerse al matrimonio homosexual ya que “a nadie se obliga a casarse”, lo hacen los que quieren?
             
Pero en la etapa pos relativista que se perfila las cosas son muy diferentes. Hay educación sexual obligatoria, está prohibida la objeción de conciencia en el aborto, no se puede predicar contra la homosexualidad (es discriminatorio) etc. Las sociedades relativistas han terminado por hacer de la relatividad un principio absoluto. De modo que el articulo de Mañú es muy bueno, pero predicar contra el relativismo desde “la Ilustración liberal” es como ofrecer una conferencia contra la lujuria en los salones del burdel de Mademoiselle Lulú. No funciona. Lo siento mucho, pero no funciona.
          
Aníbal D’Ángelo Rodríguez
                

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Cada articulo del maestro es una leccion de fe, patriotismo y sentido comun.

¿Para cuando un homenaje a don Anibal?

Anónimo dijo...

¿Cuanto hay que poner para editar un libro del maestro Dangelo? Pueden ir una selección de "Testigo" y algunos ensayos originales. Hagamos una vaca!!!
Gracias Don Anibal!!
R.S