viernes, 17 de septiembre de 2010

Anzoátegui nuestro que estás en los cielos

RICARDO GÜIRALDES
          
Ricardo Güiraldes tenía el nombre gaucho como él solo. Nombre de estanciero con estancia grande en la mitad de la pampa, abandonada y quieta.
        
Nombre anudado de años, en la silenciosa paciencia del descampado. Nombre para decirlo en el guitarreo largo de los anochecidos, como si fuera el santo y seña de la pampa.
        
Ricardo Güiraldes supo llevar su nombre igual que una esperanza, al tranquito, y acariciándole el cuello, en dirección a la fama. Y la noche del campo se le venía encima como una purificación.
        
Él conoció la gloria de que la pampa misma le llamara por su nombre entero, en las tardes tranquilas y silenciosas. Y se sintió nombrar en las roldanas madrugadoras de los claros aljibes embaldosados de cielo y de mañana.
       
Como nadie, él recorrió la pampa de punta a punta, al galope tendido, con su constancia larga.

Él se sabía todas las mañas del pampero que se viene caracoleando desde lejos. Y que en los árboles de la estancia se infla fuerte, como azotando sábanas mojadas entre árbol y árbol. Pampero que en el campo liso atropella como un búfalo alzado. Y va desovillándose rodando largo en la llanura.
        
Ricardo Güiraldes era un hombre entero en el sentido hondo de la frase. Hombre hecho para todas las tormentas y para todos los vientos, para todas las horas y para todos los años, para las mañanas lindas y los atardeceres claros. Y también para las noces de la pampa, cuando los perros cimarrones ladran a la luna en la dureza hosca de los pajonales. Noches de la pampa, donde las parvas se alzan como nunca de grandes, y parece que conversaran de la noche aquella ancha y solitaria. Parvas que se alzan graves como molinos de viento parados en aquel silencio. Parvas donde a veces se ha echado a dormir la luna.
     
Ricardo Güiraldes tenía el corazón fuerte del hombre del campo: fuerte para la vida y para la muerte, fuerte y corajudo como el puño apretado. (Dicen que al dar la mano le golpeaba duro el corazón en la mitad del pecho). Corazón de hombre, firme en la tristeza y en la alegría. Corazón que era firme para el lazo.
       
Todo él se agigantaba en la soledad de la pampa. Allí, entre cielo y campo, galopando distancias, iba acompasándose de soledad, contra el ángulo mismo del horizonte. Allí reconoció el asombro de sentirse solo en el tamaño de la pampa suya. Y se midió en la pampa como en un espejo. (Hace trescientos años más o menos, Góngora —otro baquiano de las metáforas— le hizo decir al Cíclope, ponderando su tamaño:
        
“espejo de zafiro fue luziente
la plata azul, de la persona mía”.)
      
Ricardo Güiraldes tenía encima toda la tristeza de los reseros gauchos. Tristeza linda para sufrirla. Tristeza sufrida, a fuerza de aguantar la vida como se presenta el cielo en el descampado grande. Reseros que se amanecieron cabeceando sobre los caballos entre pitada y pitada. Reseros que iban juntando un sueño largo por el camino. Sueño duro y porfiado aquel de los reseros gauchos.
     
Ricardo Güiraldes escribió la historia verdadera de la pampa, y le puso el nombre de su padrino don Segundo Sombra, aquel gaucho más gaucho que todos y más hombre que nadie. Él le enseñó a sentarse en el caballo, y a dispararle a la gente y a enfrentársele a la vida. Él le dejó su campo, y se fue a perderse al otro lado de una loma. Y también le dejó su nombre para que se lo anidara. Por eso su ahijado se lo puso al frente de su historia, como si fuera una vincha.
        
En el campo mudo, Güiraldes escucharía la presencia de Dios. Allí, sobre la tierra, debió sentir el halago de dejarse hundir en el remanso de su bondad tranquila, o adivinaría en el viento que se entra por la estancia zamarreada de trigo y ondulada de alfalfa; y en la lluvia que se cuela fina por la lona de las nubes, o cae a sacudones como si levantaran el cielo con un palo; y en la noche de la pampa, y en las mañanas iluminadas, y en las siestas llenas de sol y de chicharras.
         
Por eso, recordando la pampa, Ricardo Güiraldes escribió unos versos para dedicárselos a Dios.
       
Y después se nos fue para siempre, en una ventolina de ángeles blancos.
       
Ignacio B. Anzoátegui
(“Criterio”, Nº 21, 26 de julio de 1928)
      

1 comentario:

Fernando José dijo...

Efectivamente, Ignacio B. Anzoátegui está en los Cielos y para ubicarlo con mas precisión en la Guardia en los Luceros.

Tal Gardel que cada día canta mejor, Anzoátegui cada día escribe mejor. Como Hernández, como Lugones. Cada nueva jornada que se los lee sus versos saben mejor. Porque es una poesía proyectada al futuro, es "la poesía que promete".