EL TERCER ENIGMA
Los seres humanos afrontan tres grandes enigmas en su vida: el primero es quiénes son los Reyes Magos. El segundo es la forma en que se traen al mundo los bebés. Me cuidaré muy bien de dar la solución de estos dos primeros interrogantes por temor a que esta revista caiga en manos de algún niñito de cuatro años medio despistado, único que en estos tiempos precoces podría ignorar las respuestas.
En cuanto al tercer enigma es el de la consistencia de la vida humana. Con un eco kantiano lo formularía así: ¿qué puedo esperar de mi paso por el mundo? La respuesta hay que encontrarla perdida en la Salve, como se encontraban los viejos tesoros de bucaneros en ignotas playas.
En efecto (como lo notó en su tiempo el viejo Ortega) la mejor definición de este mundo es la que lo define como “un valle de lágrimas”. Es decir que la felicidad es aquí una planta rara, un momento en el que se está pero no una condición que se tiene. Basta tomar el diccionario adecuado y ver que la palabra felicidad tiene 24 sinónimos, de los cuales apenas uno o dos lo son realmente (dicha, bienaventuranza) mientras que “infelicidad” tiene 46 sinónimos, cada uno de los cuales describe prolijamente una de las muchas formas en que podemos ser infelices en la tierra. Nadie deduzca de esto una posición pesimista mía personal o de los católicos en general. Por el contrario, no es casual que en la actual guerra religiosa nosotros defendamos la vida y ellos la cultura de la muerte. Porque este mundo es para nosotros camino y porque ese camino está iluminado por la esperanza. Que es espera, precisamente, de la felicidad.
En esa perspectiva se entiende la valoración total de la vida que hace Chesterton: “Sólo una cosa hay necesaria: Todo / El resto es vanidad de vanidades”. No es preciso, entonces, abundar en algo que todo ser humano conoce. Anhelamos un “estado” de felicidad, que paradojalmente es la felicidad como un modo de ser y no como un simple estar, como un bien-estar. Pero en esta vida apenas si alcanzamos fugaces instantes de tal estado, instantes que no hacen sino aumentar nuestra sed del fruto completo. Esta es la experiencia humana más corriente, más universal, más indiscutible. Y así como la Unión Soviética cayó porque en setenta años no proporcionó más igualdad ni más libertad (como había prometido su fundación), la utopía liberal se cae porque prometió la felicidad (por otro nombre, progreso) y no puede proporcionar sino cosas que se adquieren en el mercado. Y el ansia de poseerlas. O sea, exactamente lo contrario del agua que quita la sed para siempre que prometiera Jesucristo a la mujer del pozo de Jacob. Los gadgets de la sociedad de consumo provocan, por el contrario, una sed que nunca se sacia. Que no se puede saciar.
LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO
Era inevitable que este tema —la felicidad— nos llevara de problema en problema: de su consistencia, a los grandes enigmas humanos, y de éstos, a la esencia del cristianismo. Algo que hay que abordar aquí porque es lo que está en juego en estos momentos en la plaza pública. No es un problema de alta teología, tal como lo abordamos: se ha hecho político, en el más alto sentido de la palabra.
Porque la pregunta por la esencia del cristianismo pasa por la de la Buena Nueva que Cristo trajo a los hombres: y la Buena Nueva es el mismo Cristo que siendo Dios se hizo hombre, murió y resucitó de entre los muertos para abrirnos el camino de nuestra personal resurrección. Esa es la fe de la Iglesia, y es allí donde reside la línea de ruptura que introduce el progresismo. Porque en cuanto se esconde, se omite o se adultera ese hecho básico, la religión cristiana pasa a ser la organización de los buenos muchachos que viven en la sociedad democrática. No roban, no adulteran, no escupen en el suelo y todavía se juntan en las iglesias para rezar. En Asambleas humanas que sirven para eso: para organizar a los que no son muy malos y viven en el mundo moderno. Y son de él. En cuanto se quita a la fe su contenido sobrenatural y se la desprende de la fe en la felicidad eterna, se la abarata y corrompe, se la hace ese sancocho sin sabor que con bastante razón sacaba de quicio a Nietzsche.
O nuestra fe es en que la vida adquiere su sentido y su plenitud tras la muerte o la Iglesia es club de barrio con liturgia (que, naturalmente, irá perdiendo toda su grandeza y esplendor). O nuestra fe es que no hay estado de felicidad más que en el cielo, o la felicidad se convierte en una pasión imposible y hay que terminar buscándola en la droga.
Por eso nos metimos en este tema que excede los límites de tres notículas de “Cabildo”. Porque es el meollo mismo de la batalla de la tierra que prefigura la de los arcángeles en el cielo. No está en juego solamente (ni siquiera principalmente) quien mandará al mundo en el siglo XXI. Lo que se debate es el sentido de la vida, que teñirá inexorablemente a las sociedades terrestres. Por ahora van ganando los ángeles sombríos. Pero hay mucho tiempo disponible en las batallas de Dios.
Aníbal D’Ángelo Rodríguez
5 comentarios:
¡Magistral! El maestro don Anibal sigue iluminando el camino del Bien y la Verdad.
¡Que Dios lo bendiga!
La verdad de la "tesis" de que sólo lo espiritual e infinito puede saciar al hombre, y no lo material y lo bajo, lo prueba la felicidad que dá el leer un artículo como este.
Como siempre, un placer leerlo don Anibal. Abrazo desde San Luis. Santiago
Amigo Ariel, eso prueba tambien que Anibal es un hombre de Dios.
Otra escrito excelente de don Anibal. Además infunde optimismo del futuro triunfo del bien sobre el mal, que si bien es bíblico, viendo el presente de nuestra patria y de la cristiandad toda, que nos hace asequibles al desaliento, brinda renovadas fuerzas para la lucha y la victoria.
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