DECIMOOCTAVO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
¡Levántate y anda!
El Evangelio de este 18º domingo después de Pentecostés presenta a nuestra consideración la curación milagrosa de un paralítico.
Ciertamente que, más allá del milagro en sí mismo, Nuestro Señor quiere darnos una lección espiritual, algo que sea provechoso para nuestra vida interior y para el adelanto en la perfección.
En la persona del paralítico de Cafarnaúm podemos encontrar materia para meditar y sacar enseñanzas sobre la parálisis espiritual…, es decir, sobre la tibieza.
En efecto, el alma tibia no avanza; se ha situado en la mediocridad; se encuentra sin fuerzas para adelantar; sólo le preocupa no caer; y para todo lo demás manifiesta un constante abandono… Está paralizada…
De esto resulta que es de suma importancia para nosotros analizar, considerar esta parálisis espiritual y meditar sobre ella y sus consecuencias. Tal vez estemos instalados en la tibieza y ni siquiera sospechemos cuál sea el estado de nuestra vida espiritual.
¿En qué consiste la tibieza? Según explican los Santos Padres y los maestros espirituales, la tibieza espiritual es una flaqueza o esterilidad del alma que, cansada de las cosas espirituales o atemorizada por las dificultades que se le presentan en el camino de la virtud, no procura avanzar, ni busca ni desea más la perfección.
Es un estado sin celo por parte de la voluntad, que se muestra apática, indolente y abandonada, que rehúye el esfuerzo y el sacrificio.
Es como una negligencia duradera, permanente, en el cumplimiento del deber propio, en el ejercicio de la caridad y de las virtudes.
Es una vida de piedad a medias, mediocre. Es un estado habitual en que uno quiere sacar el mejor partido de las ventajas de la vida espiritual, sin perder nada de las mundanas: disfrutar lo más posible en esta vida, sin perder la eterna.
Es un estado espiritual que, en general, se caracteriza principalmente por no tomar en serio el pecado venial; evitar justito el pecado mortal, y nada más. Exponerse a lo que sea, mientras no sea claramente pecado mortal.
Elementos constitutivos. Analizando más en concreto, podemos señalar los siguientes elementos de la tibieza:
a) Debilidad de la voluntad. Es lo más característico. El tibio nunca dice un verdadero, sino más bien un “quiero”“querría”… Es una veleidad, pero no una voluntad.
El tibio todavía se impresiona cuando oye las verdades relativas a la salvación…, y propone…, mas después no se esfuerza por cumplir los propósitos y las resoluciones.
Lo más alarmante de la tibieza es que la voluntad no se esfuerza, y el alma queda, además, tranquila y como justificada de que tiene razón para no esforzarse.
Poco a poco, la voluntad se va haciendo débil por ceder en cosas pequeñas, sea por sensibilidad, sea por comodidad, sea por sensualidad… Pronto se llega a no ser exacto en cosas más importantes. Por fin se termina de modo que cualquier esfuerzo se hace pesado, y, entonces, se descuida todo.
b) Abandono de la oración. Al debilitarse la voluntad, se deja la oración. Se comienza por dejar lo supererogatorio, lo que nos habíamos impuesto más allá de lo obligatorio y necesario. Luego se omite lo más dificultoso…; ya no se medita…; las oraciones diarias se dicen por rutina hasta ser abandonadas…; se espacía la Confesión hasta que se la deja…; lo mismo ocurre con la Comunión… Y por fin, pasan temporadas enteras sin tener relación y trato con Nuestro Señor. El tibio no sabe lo que son las alegrías hondas de la unión con Dios; el gozo y tranquilidad de una consciencia recta y pura.
c) Falta de examen de conciencia. Es típico del tibio el examinarse de paso y superficialmente, sin dolor ni propósito de enmienda.
El tibio tiene miedo de reconocerse paralítico. El panorama de su vida no es tan halagüeño y triunfante como él pondera en sus teorías. Tiene en el fondo una honda tristeza, un hondo vacío interior. Su superficialidad, activismo, ansias de noticias, viajes, conversaciones, no son más que recursos para desviar la atención de sí mismo para no ver el vacío.
Las causas. Entre las causas de la tibieza podemos señalar la rebeldía de las pasiones mal mortificadas y el horror a las dificultades inherentes a la práctica de la virtud.
La causa de esta enfermedad está clara: consiste en haber abandonado la vida mundana, pero sin haber mortificado los afectos desordenados; los cuales, como están vivos, se ceban y se sustentan en las cosillas del mundo y sin las cuales parece que no se puede pasar esta vida.
Tras esto entran las distracciones, los cuidados, los temores, las pretensiones y codicias, y todas las demás espinas que acompañan los bienes de este mundo.
Graves peligros. Jugando con fuego, uno se quema. Cuando uno se pone a llegar al máximo de la elasticidad, se rompe la cuerda y se cae al abismo.
La tibieza conlleva grandes y graves peligros.
a) El primer lugar lo ocupa el de regresar a la vida mundana que se llevaba antes de la conversión, porque haciéndose desabrida e impracticable la senda de la virtud, se retrocede y se vuelve pronto al camino abandonado.
En la vida espiritual, enseñan los maestros, si no se avanza, se retrocede.
b) El segundo peligro para el tibio es el de perder todo lo bueno que ha hecho en su vida pasada, a la par de méritos escasos o nulos en el presente, que hacen la vida inútil.
Marcharse de este mundo con las manos vacías; con lo cual el proyecto propuesto sale completamente al revés: ni saca partido del mundo, ni de la vida religiosa; sufre humanamente y sin mérito alguno sobrenatural.
c) El tercer peligro es el de caer en pecados graves, perder la gracia de Dios e incluso la esperanza de la salvación, cayendo en la desesperación.
Se empieza con escrúpulos, que duran poco. Viene luego el atrevimiento en afrontar ocasiones peligrosas. Le siguen caídas dudosas. Más tarde comienzas las caídas claras pero ocultas. Y se remata inevitablemente con las caídas descaradas y escandalosas.
La tibieza de tal forma modifica la conciencia que muchas veces hasta los pecados graves se consideran como pequeñeces sin importancia e insignificantes.
La experiencia enseña cómo las almas no bajan de un salto y súbitamente del fervor al pecado mortal, sino que lo hacen gradualmente, a través de una vida tibia. Goteras que van reblandeciendo los muros y hunden la casa. Nadie se hace pésimo de repente.
¿Qué piensa Dios del tibio? Échase de ver cuánto aborrece Dios la tibieza por algunas expresiones de la Sagrada Escritura.
En el capítulo tercero del Apocalipsis mandó Dios advertir al obispo de la iglesia de Laodicea: No eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, estoy pronto a vomitarte de mi boca.
¡Ojalá fueras frío o caliente!… O abiertamente malo, o del todo bueno… Pero por cuanto eres tibio, y con esto pones más obstáculos a mi gracia y empeoras con lo mismo con que debías curarte, empezaré a arrojarte de mi boca, porque has llegado ya a darme náuseas con tu vida.
Y en el capítulo segundo del mismo Apocalipsis, dice al obispo de la iglesia de Éfeso: Tengo contra ti que has perdido el fervor de tu primera caridad. Recuerda, pues, de qué altura has caído y arrepiéntete y haz de nuevo tus primeras obras, porque si no vengo a ti y moveré de su lugar tu candelero.
Es decir: tengo contra ti este cargo: que has dejado aquel tu primer fervor y caridad; ya no eres el que solías ser, el fervoroso, el piadoso, el diligente en mi servicio, fiel en las cosas pequeñas, laborioso, infatigable.
Ya no rezas como antes, ya no te preparas como antaño para confesarte o has abandonado la confesión, ya no comulgas con la frecuencia y la piedad con que lo hacías hace unos años, ya no prolongas tu acción de gracias, ya no combates contra el pecado y los defectos… ¡Cuán cambiado estás! ¡Cuánto me alegrabas y cuánto te amaba Yo! ¡Cuánto me disgustas ahora!
Remedios. Quien haya caído en tan miserable estado de tibieza, ¿qué debe hacer? ¿Cómo saldrá de semejante peligro?
Cierto es que es muy difícil ver al alma tibia recobrar el primitivo fervor… No es fácil la cura cuando uno ha llegado a una tibieza avanzada. Es más fácil que se convierta un pecador que tuvo caídas graves de apasionamiento, a que un tibio salga de ese estado de abulia, dejadez, pasividad, somnolencia.
Mas también es cierto que el Señor dijo que lo que los hombres no pueden, puédelo Dios. Muchas veces manda Dios al tibio una sacudida violenta para despertarlo: una enfermedad, un serio disgusto, una humillación, una situación heroica. De este modo se ve forzado a reaccionar o apostatar.
El que ruega y emplea los medios a ello conducentes, presto alcanza lo que desea.
La inapetencia no se cura dejando de comer; al contrario, comiendo; aunque sea a la fuerza; ya irá entrando poco a poco el apetito.
El tibio se ha de resolver a cumplir todas sus obligaciones, aunque sea con desgana. El gusto espiritual irá entrando con el ejercicio, y Dios premiará con ello el esfuerzo.
Cinco son los medios o remedios para salir de la tibieza y adelantar en la perfección, a saber: desear la santidad, resolverse a ello, la oración vocal, la meditación y la Confesión y Comunión frecuentes.
a) desear la santidad: ¿qué tengo que hacer para ser santo? Desearlo.
Firme resolución. “Los deseos del perezoso lo matan”. Estar dispuestos a morir antes que cometer un pecado deliberado. Determinarse a escoger el mejor medio.
b) resolverse a ello: lo más importante es atacar de frente al egoísmo, columna vertebral de la tibieza.
Cuantos más actos de abnegación y sacrificio realice el tibio, más irá venciendo la tibieza. La actitud pasiva infecunda, típica de la tibieza, de ningún modo se ataca mejor que con una decidida iniciativa de vencerse y dominarse.
c) la oración vocal: oración intensa y perseverante, de cada día e incluso muchas veces al día.
Es aconsejable hacer como en la cocina: guisar con condimentos distintos las comidas de siempre; es decir, saber combinar los distintos elementos de que hacemos uso en la vida de oración, para que la monotonía no seque el esfuerzo.
Como ejemplo, diferentes modos de seguir la Santa Misa, diversas lecturas, distintas intenciones y motivaciones de nuestras oraciones y actos.
d) la meditación: la tibieza puede convivir con la oración vocal, con la Confesión y con la Comunión; pero no hay convivencia posible entre tibieza y meditación, o se deja una, o se abandona la otra.
e) la Confesión y Comunión frecuentes.
Conclusión: Para concluir, una pregunta: el “levántate” que hizo andar al paralítico, ¿qué ha conseguido en mi alma?
Es cierto que el “levántate” de aquel milagro ha llegado más de una vez a mis oídos en los buenos ratos que siguen a una lectura, una meditación, una prédica, una buena confesión, una comunión…
Pero también es cierto que después he seguido tullido o cojeando, con una vida de frecuentes caídas y recaídas, o me he vuelto a dormir en el sueño de la tibieza.
¡Qué diferencia entre el paralítico del Evangelio y mi vida espiritual!
Allá, al “levántate” de la misericordia y del poder divino dicho una sola vez, respondió el hombre con el salto de su curación radical y de su vida nueva.
Aquí, al “levántate” del divino amor paciente, repetido tantas veces cuantas horas tiene el día, respondo unas veces con el bostezo del perezoso, otras con el encogimiento de hombros del indiferente, cuando no con nuevas ofensas e ingratitudes.
Y sin embargo, sin levantarnos, nada podemos hacer, ni en la obra de Dios, que es su gloria, ni en la obra nuestra y del prójimo, que es nuestra santificación y salvación.
A la luz de esta consideración tan rudimentaria hemos de ver la causa de la infecundidad de no pocas acciones y empresas nuestras. El secreto de esa infecundidad está en que los que así obramos, nos empeñamos en practicar este contrasentido: andar y hacer andar sin levantarnos de la tibieza o del pecado…
¡Levántate y anda!…
¡Hemos de empezar por levantarnos!
Y entonces, sí, al ver esto, las gentes temerán y alabarán a Dios, que da tal poder a los hombres…
Y de este modo no sólo caminaremos nosotros, sino que también haremos caminar a los que Dios ha puesto a nuestro cuidado.
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