domingo, 28 de febrero de 2010

Catecismo dominical


¿POR QUÉ DIOS
PERMITE LA TENTACIÓN?


Hay espíritus que se imaginan que la vida interior de las almas no es sino una ascensión dulce, agradable, sin sobresaltos, a lo largo de un camino sembrado de flores. Ya sabéis que generalmente no es así, aunque Dios, Señor soberano de sus dones, pueda conducirnos por un camino semejante, si le place. Hace mucho tiempo que el Señor dijo en la Escritura: “Hijo mío, si quieres dedicarte al servicio de Dios, prepárate para la tentación”. De hecho, no es posible, dadas las condiciones de nuestra actual humanidad, hallar plenamente a Dios sin ser atacado por la tentación. Y con frecuencia el demonio se ensaña contra aquellos que buscan a Dios sinceramente, y en los cuales ve una imagen más viva de Jesucristo.

Pero, me diréis, ¿no es la tentación un peligro para el alma? ¿No sería preferible, en gran manera, no ser nunca tentado? Espontáneamente nos sentiríamos movidos a envidiar a aquel que no sufriera jamás tentación alguna: “¡Bienaventurado el hombre, diríamos gustosamente, que no tiene que sufrir tales ataques!”

Realmente, tal puede ser la apreciación de nuestra sabiduría humana. Mas Dios, que es verdad infalible, fuente de nuestra santidad y de nuestra bienaventuranza, nos dice todo lo contrario… ¿Por qué el Espíritu Santo proclama a este hombre “feliz”, cuando nosotros nos inclinaríamos a pensar de muy diferente manera? ¿Por qué el ángel decía a Tobías, que “porque era agradable a Dios, convenía que estuviese sujeto a la prueba” ¿Será a causa de la tentación en sí misma? Evidentemente que no, sino que Dios se sirve de ella para tener una prueba de nuestra fidelidad; nuestra fidelidad —sostenida naturalmente por la gracia— se fortalece y se manifiesta en la lucha, y la corona de la vida se otorga en fin a su victoria.

LA PRUEBA COMO FUENTE DE MÉRITO

La tentación que el alma soporta con paciencia es una fuente de méritos y es gloriosa para Dios. Por su constancia en la prueba, el alma es testimonio de la fuente de la gracia: “mi gracia te basta, pues en la flaqueza mi poder se manifiesta plenamente”. Dios espera que le rindamos este homenaje y esta gloria.

Mirad a Job. La Escritura atribuye a Dios una suerte de arrogancia por la perfección de este gran justo. Un día —el escritor sagrado dramatiza la escena— en que el demonio comparecía ante Él, Dios le dijo: “¿De dónde vienes?” El demonio respondió: “De recorrer el mundo, de pasearme por él”. Y el Señor: “¿No te ha llamado la atención mi siervo Job? No hay otro igual en la tierra, íntegro, recto, lleno de temor, alejado de todo mal”. Satanás replica: “¿Qué mérito tiene en realidad mostrarse perfecto, si todo le es próspero, todo le sonríe? Mas extiende la mano, toca sus bienes, y se verá si no os maldice en vuestra misma presencia”. Dios da licencia a Satanás para que pruebe a su servidor en sus riquezas, en su familia, en su misma persona. He aquí a Job, despojado poco a poco de todos sus bienes, cubierto de lepra, tendido sobre el estiércol, y obligado por añadidura a sufrir los sarcasmos de su mujer y de sus amigos que lo incitan a blasfemar. Pero él permanece inconmovible, fiel a su Dios. Ni un sentimiento de rebeldía llega a su corazón, ni una murmuración escapa de sus labios: “¡El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea su santo nombre… Recibimos de Dios los bienes, ¿por qué no deberemos también aceptar los males de su mano?” ¡Qué constancia más heroica! ¡Cuánta gloria da a Dios este hombre abrumado de tantos males, y que, aún así, bendice la mano del Señor! Sabemos que Dios, tras la prueba, dio testimonio de su lealtad, y le devolvió y multiplicó todos sus bienes. La tentación sirvió para poner en relieve la figura de Job.

CRECIMIENTO EN LA HUMILDAD

La tentación realiza, además, en más de un alma, un trabajo que nada puede reemplazar.
Hay almas rectas, pero envanecidas, que no llegarían a la unión con Dios si no fuesen derribadas y abatidas. Conviene que ellas hayan tocado con su mano el abismo de su flaqueza y experimentado su dependencia absoluta de Dios, a fin de que no cuenten consigo mismas. Sólo la tentación les deja medir su impotencia. Cuando estas almas son zarandeadas por la tentación, sienten la necesidad de humillarse, porque se ven al bode del abismo; en estos momentos brota de ellas una gran oración que se eleva al Señor. Es la hora de la gracia. La tentación mantiene a estas almas atentas sobre su flaqueza, y conserva en ellas un continuo espíritu de dependencia hacia Dios. Para ellas, la tentación es la mayor escuela de santidad.

A otras almas les sirve la prueba para librarlas de la tibieza. Sin la tentación, se abandonarán a una dejadez espiritual; la tentación es como un estímulo; por la lucha se aviva el amor y les da ocasión de manifestarlo. Ved a los Apóstoles en el Huerto de los Olivos: a pesar de la advertencia del Señor, su Divino Maestro, de velar y rogar, duermen; sin sentir el peligro, se dejan sorprender por los enemigos de Jesús, y huyen, abandonando a su Maestro, sin acordarse de sus afirmaciones anteriores. ¡Qué diferente es esta manera de obrar de cuando en el lago luchaban contra la tempestad! Ved cómo, en presencia del peligro que los acecha y del cual se dan cuenta, despiertan a Jesús con angustia y le dicen: “Señor, salvadnos, que perecemos”.

CRECIMIENTO EN EXPERIENCIA

La tentación nos da la gran formación de la experiencia. Es éste un fruto precioso que nos hace capaces de ayudar a las almas cuando se acercan a nosotros para buscar luz y auxilio. ¿Cómo se puede ayudar eficazmente, instruir a un alma tentada, si uno mismo ignora lo que es la tentación? San Pablo dice que Jesús “ha querido experimentar en Sí todas nuestras flaquezas, excepto el pecado, para compadecerse de nuestras debilidades”. No nos espantemos del hecho de la tentación, ni de su frecuencia ni violencia. No es sino una prueba; Dios sólo la permite para nuestro bien. Por obsesionante que sea, no es pecado mientras no nos expongamos voluntariamente a sus dardos y no consintamos en ella. Se pueden sentir sus mordiscos o sus encantos; pero mientras se mantenga bien cerrada para ella esta fina punta del alma que es la voluntad, debemos estar tranquilos. Jesucristo está con nosotros y en nosotros: ¿quién es más fuerte que Él?

TAMBIÉN CRISTO FUE TENTADO

La aceptación de la prueba, la resistencia a la tentación, se suceden continuamente durante nuestra vida; la lucha contra las seducciones corruptoras, la paciencia en las contradicciones, queridas o permitidas por la Providencia, es cosa diaria: “La vida del hombre en la tierra es un combate”. Adán fue sometido a la prueba. Titubeó, cayó, prefirió la criatura y su propia satisfacción a Dios. En su rebelión, su caída y su castigo, arrastró a todo su linaje. Por eso convenía que el segundo Adán, Jesucristo, que representaba a todos los predestinados, tuviese una conducta contraria. En su sabiduría adorable, quiso Dios Padre que Cristo, nuestro Jefe y modelo, se enfrentase a la tentación, saliendo victorioso, para enseñarnos a hacer lo mismo.

Si Cristo, Verbo encarnado, Hijo de Dios, ha querido entrar en lucha con el espíritu maligno, ¿qué tiene de extraordinario que los miembros de su cuerpo místico tengan que seguir el mismo camino?

Jesucristo, nuestro modelo en todo, ha sido tentado antes que nosotros, y no solamente tentado, sino tocado por el espíritu de las tinieblas; ha permitido al demonio poner mano sobre su santa humanidad.

No olvidemos que no solamente como Hijo de Dios ha vencido al diablo, sino también como Jefe de la Iglesia; en Él y por Él hemos triunfado y triunfaremos nosotros de las sugestiones del espíritu rebelde.

Ésta es la gracia que nos ha merecido el Salvador por este misterio; allí hallamos la fuente de nuestra confianza en las pruebas y tentaciones. “Dios —nos dice San Pablo— no permite seamos tentados más de lo que consientan nuestras fuerzas; pues con la tentación nos proporcionará, por su gracia, un feliz éxito, dándonos fuerza para soportarla”. El mismo gran Apóstol es ejemplo de ello. Nos dice que, para que no se enorgullezca de sus revelaciones, Dios le ha enviado lo que Él llama un “aguijón en su carne”, símbolo de tentación; le ha “dado un ángel de Satanás que lo abofetee”. “Por tres veces —añade—, he rogado al Señor que me librara de él, y el Señor me ha dado por respuesta: Mi gracia te basta, porque es precisamente en la flaqueza del hombre (es decir, haciéndolo triunfar por mi gracia) donde se muestra mi poder”.

En efecto, la gracia divina es el medio que debe ayudarnos a superar la tentación; pero debemos pedirla. En la plegaria que nos enseñó Cristo, nos hace suplicar a nuestro Padre celestial que “no nos deje caer en la tentación y que nos libre del mal”. Repitamos con frecuencia esta plegaria, ya que Jesús la ha puesto en nuestros labios; repitámosla, apoyados en los méritos de la Pasión del Salvador.

Nada hay tan eficaz contra la tentación como el recuerdo de la cruz de Jesús. ¿Para qué vino Cristo a este mundo sino, en resumen, “para deshacer la obra del diablo”? Y ¿cómo la ha deshecho, cómo ha “arrojado fuera al demonio”, sino, como dice Él mismo, por su muerte en la cruz? Durante su vida mortal, Nuestro Señor expulsó los demonios de los cuerpos de los posesos; los arrojó asimismo de las almas, cuando perdonaba los pecados a la Magdalena, al paralítico y a otros tantos; pero, sobre todo, como ya sabéis, por su Pasión bendita redujo a ruinas el imperio del demonio: precisamente cuando, haciendo morir a Jesús en manos de los judíos, el demonio creía triunfar definitivamente, recibió su golpe mortal. Pues la muerte de Cristo destruyó el pecado y dio derecho a todos los bautizados a la gracia de morir al pecado.

Apoyémonos por la fe en la cruz de Jesucristo; su virtud no se ha agotado; nuestra condición de hijos de Dios y nuestra calidad de bautizados nos dan este derecho. Por el Bautismo, hemos sido marcados con el sello de la cruz, hemos sido hechos miembros de Cristo, ilustrados por su luz, participando de su vida y de la salvación que nos otorga. Por lo tanto, unidos a Él, ¿qué podemos temer?

Acudir a Cristo es el medio más seguro para vencer la tentación; el demonio teme a Cristo y tiembla ante su cruz. ¿Nos sentimos tentados contra la fe? Digamos al momento: “Cuanto Jesús nos reveló, lo recibió de su Padre: Él es el Hijo único que, del seno del Padre, ha venido para revelarnos los secretos divinos que Él sólo puede conocer; Él es la verdad. Sí, Señor Jesús, yo creo en Vos, aumentad mi fe”.

Si nos sentimos tentados contra la esperanza, miremos a Cristo en la Cruz: ¿no se ha convertido en propiciación por los pecados del mundo entero? ¿No es Él el Pontífice Santo, que entró por nosotros en el cielo e interpela sin cesar a su Padre en favor nuestro? Y Él ha dicho: “Si alguno viene a Mí, no lo rechazaré”.

¿Intenta la desconfianza en Dios penetrar en nuestro corazón? Pero, ¿quién nos ha amado más que Dios, más que Cristo? Cuando el demonio nos inspire sentimientos de orgullo, contemplemos a Jesús: era Dios, y se anonadó y humilló hasta la muerte ignominiosa del Calvario. ¿Puede el discípulo ser menos que su maestro? Cuando el amor propio herido nos sugiere vengarnos de las injurias que se nos hacen, miremos también a Jesús, nuestro modelo, en su Pasión: “No apartó su faz de los que lo escupían y abofeteaban”.

Si el mundo, cómplice del demonio,quiere hacer brillar ante nuestros ojos las alegrías insensatas, vanas y pasajeras, refugiémonos cerca de Cristo, a quien Satanás prometía la gloria y el universo si lo adoraba. “¡Jesús mío, sólo a Vos quiero seguir: no permitáis que me aparte de Vos!”

Dom Columba Marmión
(Tomado de su libro “Dios nos visita a través del amor y del sufrimiento”)

1 comentario:

Anónimo dijo...

es verdad lo que dice. Lamentablemente los sacerdotes están muy al lado de la tentación, con esas practicas horribles con niños. No todos pueden ser fuertes, el diablo habita en muchos de los nuestros y posiblemenbte los reproduzca en futuros desviados sexuales.