viernes, 19 de junio de 2009

Oh, Corazón, de caridad venero


EL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

A fin de que podamos en cuanto es dado a los hombres mortales, comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad del misterioso amor del Verbo Encarnado a su celestial Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas, conviene tener muy presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a Dios, puesto que Dios es espíritu. Es indudable que el amor de Dios a nuestros primeros padres y al pueblo hebreo fue de índole puramente espiritual; por eso, las expresiones de amor humano conyugal o paterno, que se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en el Cantar de los Cantares, son signos y símbolos del muy verdadero amor, pero exclusivamente espiritual, con que Dios amaba al género humano; al contrario, el amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. Para todos los católicos, esta verdad es indiscutible. En efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del Apóstol San Juan: Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es ser un impostor y el anticristo. En realidad, Él ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo. Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios. Él la asumió plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber: dotada de inteligencia y de voluntad todas las demás facultades cognoscitivas, internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia católica, y está sancionado y solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices y los Concilios Ecuménicos: Entero en sus propiedades, entero en las nuestras; perfecto en la divinidad y Él mismo perfecto en la humanidad; todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios.

Luego, si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero Cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que Él estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana, y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía.

Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y aún, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si no se piensa y se considera no sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, sino también bajo la que procede de la Redención del hombre, que es, por decirlo así, el complemento de aquélla, podría parecer a algunos escándalo y necedad, como de hecho pareció a los judíos y gentiles Cristo crucificado. Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer y morir, principalmente por razón del Sacrificio de la cruz, donde Él deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de la salvación de los hombres. Ésta es, además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las Gentes: Pues tanto el que santifica como los que son santificados todos traen de uno su origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos…” Y también: “Heme aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado”. Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, Él también participó de las mismas cosas… Por lo cual debió, en todo, asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto Él mismo fue probado con lo que padeció, por ello puede socorrer a los que son probados.

Los Santos Padres, testigos verídicos de la doctrina revelada, entendieron muy bien lo que ya el apóstol San Pablo había claramente significado, a saber, que el misterio del amor divino es como el principio y el coronamiento de la obra de la Encarnación y Redención. Con frecuente claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó en sí una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil y caduco como el nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y para manifestarnos y darnos a entender, en la forma más evidente, así su amor infinito como su amor sensible.

San Justino, que parece un eco de la voz del Apóstol de las Gentes, escribe lo siguiente: Amamos y adoramos al Verbo nacido de Dios inefable y que no tiene principio: Él, en verdad, se hizo hombre por nosotros para que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias, nos procurase su remedio. Y San Basilio, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma que los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo santos: “Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales en confirmación de su verdadera y no fantástica encarnación, sin embargo, rechazó de sí como indignos de su purísima divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza de nuestra vida”. Igualmente, San Juan Crisóstomo, lumbrera de la Iglesia antioquena, confiesa que las conmociones sensibles de que el Señor dio muestra prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su integridad: “Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza”.

Entre los Padres latinos merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia como máximos Doctores. San Ambrosio afirma que la unión hipostática es el origen natural de los afectos y sentimientos que el Verbo de Dios encarnado experimentó: “Por lo tanto, ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía turbarse ni morir”.

En estas mismas reacciones apoya San Jerónimo el principal argumento para probar que Cristo tomó realmente la naturaleza humana: “Nuestro Señor se entristeció realmente, para poner de manifiesto la verdad de su naturaleza humana”.

Doctrina de la Iglesia, que con mayor concisión y no menor fuerza testifican estos pasajes de San Juan Damasceno: “En verdad que todo Dios ha tomado todo lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo para procurar la salvación de todo el hombre. De otra manera no hubiera podido sanar lo que no asumió”. Cristo, pues, “asumió los elementos todos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos fueran santificados”.

Es, sin embargo, de razón que ni los Autores sagrados ni los Padres de la Iglesia que hemos citado y otros semejantes, aunque prueban abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos y afectos humanos y que por eso precisamente tomó la naturaleza humana para procurarnos la eterna salvación, no refieran expresamente dichos afectos a su corazón físicamente considerado, hasta hacer de él expresamente un símbolo de su amor infinito.

Por más que los Evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad —divina y humana—, sin embargo, frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador, sin duda, debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban sus latidos. A la verdad, vale también a propósito de Jesucristo, cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia, observa en materia de psicología humana y de los fenómenos de ella derivados: “La turbación de la ira repercute en los miembros externos y principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia del corazón, como son los ojos, el semblante, la lengua”.

Luego, con toda razón, es considerado el corazón del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres. Es, ante todo, símbolo del divino amor que en Él es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en Él, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco y frágil velo del cuerpo humano, ya que en Él habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente. Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa.

Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva, a todos los demás cuerpos humanos.

Aleccionados, pues, por los Sagrados Textos y por los Símbolos de la fe, sobre la perfecta consonancia y armonía que reina en el alma santísima de Jesucristo y sobre cómo Él dirigió al fin de la Redención las manifestaciones todas de su triple amor, podemos ya con toda seguridad contemplar y venerar en el Corazón del Divino Redentor la imagen elocuente de su caridad y la prueba de haberse ya cumplido nuestra Redención, y como una mística escala para subir al abrazo de Dios nuestro Salvador. Por eso, en las palabras, en los actos, en la enseñanza, en los milagros y especialmente en las obras que más claramente expresan su amor hacia nosotros —como la institución de la divina Eucaristía, su dolorosa pasión y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la fundación de la Iglesia para provecho nuestro y, finalmente, la misión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre nosotros—, en todas estas obras, decimos Nos, hemos de admirar otras tantas pruebas de su triple amor, y meditar los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir los instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en el que, como atestiguan los Evangelistas, Jesús, luego de haber clamado de nuevo con gran voz, dijo: “Todo está consumado”. E inclinando la cabeza, entregó su espíritu. Sólo entonces su Corazón se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció como en suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se levantó del sepulcro.

Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna, se unió nuevamente al alma del Divino Redentor, victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza Mística.

S.S. Pío XII
(Tomado de su Carta Encíclica “Haurietis aquas”,
sobre el culto y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús)


1 comentario:

Anónimo dijo...

Magistral en sus enseñanzas el Santo Padre Pacelli.

Los enemigos del Señor son los que se oponen a su justa canonizacion.