El sistema político que rige los destinos de la nación en los inicios del siglo XXI se sostiene en un presupuesto tan irracional como perverso y es que la democracia es buena de por sí, que ella misma es la legitimidad y que, por lo tanto, es autosuficiente; de hecho no requiere de eficacia ni de sus obras para tener el derecho a mantenerse y a mandar y, en cierto modo, en la última verdad, es la justificación y la “ratio” de toda acción política argentina. La democracia para los argentinos vendría a ser su “way of life”, su destino manifiesto, su impronta, su segunda naturaleza, algo así como la culminación de la nacionalidad misma. Ella —la democracia— es universal, única y variada y tan fuerte que, entienden sus teóricos y sus practicones, puede absorber al pluralismo que, según parece, constituye su esencia. Cuando el Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, en ejercicio de esa oratoria viborante que caracteriza a los radicales y que se les ha pegado a los socialdemócratas, dijo que “con la democracia se come y se educa”, y varios etcéteras más, estaba señalando el signo más propio de la democracia moderna, su totalitarismo: todo dentro de la democracia, nada fuera de ella; con lo que esa democracia podrá ser vista como un imperativo ético por unos, un dogma científico por otros y una fatalidad por nosotros.
Muy pronto la democracia se renovará, lo que es un decir ya que es completamente cerrada y circular y se niega por instinto a cualquier novedad que no provenga de sí misma, esto es de la izquierda. Y para eso cuenta con el poder jurídico y el ideológico —a los que cabe agregar recientemente el de la información—, que le permite seleccionar quienes integrarán sus cuadros de beneficiarios y en qué jerarquía. Esta cansina dinámica se refleja en los rostros agobiados y en los apellidos gastados que apenas se suceden en el “carrousel” electivo que se mueve tan lentamente que da la sensación de la inmovilidad; por otra parte produce el efecto de ir ahorcando cada vez más el real poder del electorado. Ahora la opción es asfixiante de tan estrecha, entre dos formas más o menos conscientes de izquierda, dos deformaciones de dos movimientos que surgieron “nacionales y populares” y que se fueron alterando a medida que se iban extinguiendo.
Pero ¿qué es la democracia? Y si no queremos perdernos en preocupaciones academicistas inapropiadas en épocas angustiantes como la actual, pensemos en la Argentina democrática. Se verá simplemente esto: una abstracción feroz que se vuelve contra la vida, una institucionalidad geométrica y despiadada que quiere matar hasta en sus más pequeños síntomas y en sus más inocentes expresiones a la espontaneidad social y política de una nación que se busca a sí de una manera confusa, aletargados sus reflejos y sus mecanismos naturales por las mentiras y los vicios de una partidocracia endurecida que trata de disimular o de legitimar su condición de oligarquía a través de los comicios. Los comicios son como algunos ritos de los pueblos primitivos que, a través de una mentalidad mágica, creen que determinadas causas producen determinadas consecuencias y así golpean tambores a la espera que los dioses propicios hagan llover. Y no de una manera distinta nuestros modernos democratistas pretenden que una multitud de sufragios emitidos ritualmente cada dos o cuatro años equivalen a la legalización de todos los errores y de todos los fracasos y que un apoyo mayoritario puede otorgar racionalidad a la insensatez. Aquella misma falta de nexo lógico entre causa y efecto que nos hace sonreír altaneros a nosotros —hijos del Iluminismo— ante la vista de las comunidades tribales que buscan la lluvia a golpes, es la que sostiene nuestra conducción política, al suponer que la verdad está en nosotros y que el orden depende de nuestra voluntad, siempre que todo esto esté multitudinariamente manifestado y registrado: muchos imbéciles llegan a la verdad, muchos ambiciosos imponen la justicia, muchos concupiscentes producen la virtud, muchos egoístas crean la concordia; es suficiente para ello el rito del voto —los golpes clamando por la lluvia bienhechora de nuestros ridículos salvajes— y mágicamente, sacralmente, todo empezará a andar bien y se tendrá la verdad, la justicia, la virtud y la concordia.
Pero entre nosotros todo anda mal. ¿Para qué nos sirve, entonces, una ficción tan costosa? ¿Para qué montar tan rocambolesco escenario, adornado por los fisgones y horteras de los partidos políticos, si no hay soluciones reales, respuestas sensatas, salidas viables? Pero esto en democracia, es inevitable: la democracia, como ya lo dijo Maurras, es el reino de las causas brutas ya que allí nada es fijo, todo es movible y precario, nunca se llega a ninguna parte, allí no se puede reflexionar ni siquiera discutir —lo que, según algunos, es lo más provechoso de la democracia—; cuando se discute se lo hace a gritos y, con frecuencia, soezmente, como bien sabemos los contemporáneos de Kirchner, de Bonafini y de D'Elía. Pero, para peor, por lo general no se discute, se negocia o, más estrictamente, se transa, se permuta, se comercia el bien común de los argentinos. Es curioso —además de repugnante— este espectáculo, que no es sólo nuestro, de esconder tras abigarradas metafísicas la alquimia del toma y daca y de las contraprestaciones más rigurosas. Porque, como dicen los analistas que a cada rato nos brotan, en política nada es gratuito, excepto —agregamos nosotros— las derrotas que pocas veces o nunca se pagan.
Si dejamos fuera a los liberales machacones y un tanto pueriles y a los izquierdistas escolares y declamatorios, la polarización se repetirá tan tenazmente como desde 1983, y también tan aviesamente. Una socialdemocracia que toma simultáneamente los rostros del peronismo y del radicalismo no cesará de consumar su clandestina revolución contra el orden natural y uno u otro término seguirá acompañando al otro en tan macabra empresa, como lo vienen haciendo más allá del reparto de prebendas y ventajas en que ambos se encuentran empeñados (que es lo que ellos llaman hacer política). Este peronismo kirchnerista que negocia todo y este panradicalismo irreconocible que promete todo, son hoy por hoy, los nombres de la democracia argentina: encarnan en toda su gráfica virulencia a las lacras mortales de un sistema que terminará con el país si éste no se sobrepone a tiempo a esta dogmática que se le quiere imponer como si fuese su única y definitiva forma de organizarse, como si la democracia fuese un fin o un bien en sí misma, como si la democracia estuviese por encima de la Nación, como si la democracia fuese la sustancia y la Argentina lo adjetivo.
1 comentario:
totalmente de acuerdo en varios de los aspectos ... y tampoco olvidemos a los de Narvaes y los macris, que no pueden ser considerados ni peronistas ni radicales y forman parte de la misma lógica siniestra.
Dice S. Kierkegaard en su libro "Mi punto de vista" que la multitud es la mentira y que la multitud se forma cuando dos o mas personas se juntan para decidir qué es la verdad...
saludos!
andrés
saludos
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