lunes, 6 de abril de 2009

Fábula, pero no fabulación


LA CORAL
DESVENTURADA


La Traffic blanca del Instituto Malbrán se trasladaba raudamente por la avenida Leandro N. Alem. Transportaba un cargamento de serpientes venenosas, que al llegar al laboratorio serían “ordeñadas” para elaborar suero antiofídico. Cobras, cascabeles, yararás y víboras de la cruz viajaban por separado, cada especie en su respectiva caja convenientemente cerrada. La cosecha de ofidios había sido exitosa en Entre Ríos, y era precisamente de allí que venía la Traffic a toda velocidad, colmada de “simpáticos” pasajeros de cimbreante lengua bífida, movimientos ondulatorios horizontales, marcha zigzagueante y colmillos inoculadores de veneno de alta toxicidad.

Cuando cruzaban la avenida Corrientes se produjo el reventón de uno de los neumáticos delanteros. El conductor clavó los frenos y giró bruscamente el volante tratando de equilibrar la marcha enloquecida del vehículo, pero la maniobra resultó inútil y la Traffic se estrelló violentamente contra el edificio del Correo Central. Tanto el chofer como su acompañante salvaron milagrosamente la vida, aunque sin librarse de algunas quebraduras de huesos, contusiones varias, y sobre todo numerosos y prominentes chichones.

Pero lo más grave fue que, como consecuencia del duro impacto, las cajas que contenían las víboras se abrieron y éstas aprovecharon la ocasión para escabullirse rápidamente, felices de reencontrar la libertad perdida.

A poco de ocurrido el accidente llegaron al lugar policías, enfermeros, bomberos, personal del Malbrán y curiosos al por mayor, que enterados del escape de las víboras se abocaron al rastrillaje de la zona en plan de cacería. Poco a poco fueron encontrando a las temibles serpientes, que una vez detectadas iban cayendo en las redes que las reconducirían al encierro.

De acuerdo con los datos suministrados, las víboras eran treinta y seis. Angustiados y temerosos, los cazadores iban contando a medida que las cazaban: una, dos, tres… Y fue así que todas fueron recuperadas, menos una coral que no aparecía por ninguna parte. La muy astuta eludió todas las acechanzas, escondiéndose primero debajo de un auto estacionado en la esquina, y luego en un cantero florido.

Cuando, cansados de buscarla, todos se retiraron, ella siguió su marcha reptando sin rumbo fijo y al sólo efecto de alejarse del peligro que la amenazaba.

Amparada por la oscuridad de la noche y guiada por su instinto de supervivencia, tomó por Sarmiento hasta llegar a 25 de mayo, y siguiendo por esa calle y bordeando la imponente estructura del Banco de la Nación Argentina, desembocó en la histórica Plaza de Mayo.

Le llamó la atención un gran edificio rosado, que no era otro que la Casa de Gobierno situada en Balcarce 50. Hacia allí orientó su marcha la coral en busca de refugio, logrando introducirse en ella por una rendija, sin que lo advirtieran los granaderos que estaban de custodia. Siguió reptando y recorrió las distintas dependencias de aquel inmenso caserón de estilo arquitectónico un poco anodino. Pasó por el Salón Blanco, el Salón Dorado y diversos pasillos y galerías, y se topó con el despacho presidencial.

Optó por quedarse allí, oculta debajo del escritorio del presidente de la República. Consideró que aquel lugar era seguro y se echó a dormir rendida por el cansancio, reviviendo en sus sueños las escenas infartantes que había protagonizado desde que los empleados del Malbrán la habían atrapado en el monte entrerriano. Era plena noche y la casa de gobierno estaba desierta, de modo que las circunstancias eran propicias para que la coral pudiera dormir a sus anchas, sin experimentar —pesadillas a un lado— los sobresaltos de los últimos días.

Las horas nocturnas siguieron su curso y dieron pie al amanecer, que llegó cuando el sol se asomó en el horizonte y comenzó a iluminar la ciudad. Sus rayos penetraron por los ventanales del despacho presidencial pero no alcanzaron a despertar a la coral, porque —como es bien sabido— las víboras son en general extremadamente dormilonas.

Transcurrido un par de horas, la casa comenzó a poblarse de ruidos. Eran los empleados que llegaban para iniciar sus tareas cotidianas. Ministros, secretarios, subsecretarios, secretarios de los secretarios y subsecretarios, asistentes varios, taquígrafos, encargados de la limpieza y mozos repartidores de café, iban ocupando su puesto en el enorme panel de la ineficiente burocracia estatal pagada por los contribuyentes.

Por último, llegó el presidente de la República. Antes de entrar al despacho se entretuvo en la antesala conversando con sus chupamedias. No faltaron las críticas a la Iglesia por negarse a ser felpudo del oficialismo, borrega del pensamiento único y lacaya del montoneril poder hegemónico.

Terminadas las diatribas anticlericales y ya en su despacho, el presidente se sentó frente al escritorio y comenzó a leer los diarios en plan de información, buscando de paso resquicios para darle con un caño a los pocos periodistas no complacientes. Después se puso al tanto de las últimas encuestas para calibrar la performance de su ambicionada reelección (o la de su bruja consorte), y a continuación recibió en sucesivas audiencias a madres, abuelas, hijos, tíos, sobrinos, cuñados, suegros y ahijados de plaza de Mayo, reavivando con ellos los nostálgicos recuerdos setentistas.

Finalizadas las audiencias, hizo un alto en el trabajo para lustrarse los mocasines e ir al baño, lugar donde infaliblemente mojaba fuera del tiesto por culpa de su estrabismo, que le impedía ver claro y medir correctamente las distancias.

A todo esto, la cobra seguía durmiendo plácidamente debajo del escritorio, sin que el presidente se percatara de su presencia. La última actividad matinal consistió en la firma de varios decretos, de los cuales el más importante fue el de educación sexual obligatoria en las escuelas, que trajo para su firma el ministro de educación. Al rato se incorporó a la reunión el ministro de salud, que de acuerdo con el de educación venía a pedir el aval presidencial para iniciar una gran campaña de reparto gratuito de preservativos y anticonceptivos en los jardines de infantes del conurbano bonaerense.

Cuando el presidente se disponía a firmar el aval, un gesto torpe hizo que la lapicera se le resbalara de los dedos y fuera a parar debajo del escritorio. El presidente se agachó y comenzó a tantear con la mano el piso tratando de encontrarla, pero en vez de la lapicera se topó con la coral, que despertándose furiosa clavó sus colmillos en uno de los presidenciales dedos, inoculándole todo el veneno que tenía.

El presidente lanzó un estridente alarido y se desmayó ipso facto, quedando tendido en el piso, frío y blanco como una lápida de mármol.

Los ministros de educación y salud, aterrados, miraron debajo de la mesa y descubrieron a la coral; entonces huyeron despavoridos, mientras le gritaban: ¡Genocida! ¡Represora! ¡Fascista! ¡Antidemocrática! Pero la coral no pudo oírlos, porque al picar al primer magistrado había muerto instantáneamente.

Su poderoso veneno no pudo prevalecer sobre la ponzoña presidencial, que estaba constituida por una mezcla letal de fluidos anticristianos, subversivos y apátridas de la peor laya, de esas que uno ni siquiera podría imaginar.

Tiburcio Ochoteco

No hay comentarios.: