domingo, 1 de octubre de 2017

Eclesiásticas



¿CORRECCIÓN FILIAL
O COLAFIZACIÓN?

“Mas vuestro hablar sea sí, sí; no, no; esto es, para lo que es, baste decir es, y para lo que que no es, bastedecir no es”
Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea, Mateo, V, 37

Desde las páginas de Civiltá Cattolica, con fecha reciente, 28 de septiembre del corriente, se han dado a conocer unas declaraciones de Francisco, objetando y criticando a quienes han expresado sus cuestionamientos a Amoris Laetitia. Tales declaraciones fueron realizadas durante un encuentro privado de Bergoglio con sesenta y cinco jesuitas congregados en Cartagena de Indias.

Lo que en sustancia contiene esa defensa pontificia de la cuestionada Exhortación Apostólica, es que “para entenderla hay que leerla de principio al fin”; esto es, no solamente el álgido y problemático capítulo octavo; y que la moral en que se apoya “es tomista, la del gran Tomás”. La consecuencia lógica a la que arriba Bergoglio, y está dicha en forma expresa, es que quienes arguyen contra Amoris Laetitia están “equivocados”. La referencia a los autores de los “Dubia” y últimamente a los distnguidos firmantes de la “Correctio filialis”, es muy explícita. Más que una referencia, en rigor, se trata de una descalificación. Y conociendo a Francisco, nadie espere otra respuesta que no sea ésta.

Pues bien, cuando salió Amoris laetitia, hacia comienzos de abril de 2016, escribimos y publicamos un brevísimo ensayo titulado “La nueva luz de Bergoglio”. Consciente y alertado por los más sabios, de que el problema central y más grave de este documento estaba en el capítulo octavo, decidimos leerlo “desde el principio al fin, capítulo por capítulo”, como lo pide y lo reprocha hoy Francisco; y encarar entonces el análisis crítico desde otra perspectiva.

Lo que hallamos, más allá del proverbial capítulo octavo, no es precisamente la moral tomista ni nada que pudiera tranquilizar la ortodoxia de los cristianos fieles. Sino una serie de penosos desvaríos que incluyen ‒y es casi anécdótico este ejemplo‒ la referencia positiva a un autor como Mario Benedetti, terrorista tupamaro y blasfemo convicto y confeso.

Transcribimos a continuación, por juzgarlo pertinente (tal vez más ahora que otrora) ese artículo que escribimos bajo el mencionado título de “La nueva luz de Bergoglio”. Mientras brota con dolor la pregunta retórica acerca de lo que en rigor corresponde hacer en tiempos tan aciagos. ¿Sigue siendo esta hora trágica del Papado y de la Iglesia, la circunstancia más propicia para hacer llegar dudas y correcciones filiales, por importantísimas, fundadas y legítimas que ellas sean? ¿O no habrá llegado el momento –como lo propusimos en nuestro último libro “No lo conozco”, de exigir una colafización; esto es un justo y merecido castigo?

Al fin de cuentas, y si a la invocada moral tomista nos acogemos, le es lícito al súbdito desobedecer a un superior devenido en déspota ‒en obstáculo para asegurar el bien común‒ como le es lícito incluso resistirle en forma briosa y frontal. Le es lícito y exigible al súbdito obedecer a Dios antes que a los hombres que de Dios nos aparten. Y en cuanto “al Príncipe, a quien obedece la multitud, se debe tolerar su pecado si no se le puede castigar sin escándalo del pueblo, a no ser que su pecado sea tal que cause más daño espiritual o temporal a sus súbditos que el escándalo que se podría temer” (Suma Teológica, II-II, q. 108, 1, 5).

Quedará para quienes estén en mejores condiciones intelectuales que nosotros la dilucidación acerca de si este triste caso que estamos presenciando con desgarramientos corporales y espirituales, es el caso en el que se aplica el consejo de Santo Tomás. Si la hora no es ya tan avanzada y descompuesta, que resulta mayor el escándalo de no castigar al superior que el escándalo de la lenidad e impunidad con que lleva a las ovejas al abismo.

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La nueva luz de Bergoglio

El calambur

Aparecida la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris Laetitia, no pocos católicos formados en la Verdad de la Iglesia dieron la voz de alarma, con legítimas razones y fundadas prevenciones. Es que ocurre que el texto, por donde se lo lea, conduce inevitablemente hacia el puerto al que no debería llevar nunca la docencia petrina, en cualquiera de sus posibilidades expresivas. Conduce al error, a la ambigüedad, a la duda; a la confusión y al doble sentido. Y hasta para llegar a algún eventual pasaje rescatable hay que sortear un tronco empecinado de argucias e imprecisiones, cuando no de dolorosas concesiones al siglo.

El diccionario de nuestra lengua llama calambur a aquella construcción idiomática o figura retórica que altera los significados mediante juegos silábicos; y pone ‒entre otros‒ un ejemplo que pinta perfectamente para la ocasión: “este es conde y disimula”. He aquí, en principio, y con el ejemplo de marras, el espíritu de la Amoris Laetitia: un tragicómico calambur de Francisco.

Acaso un punto particular probará lo que decimos.

La sociedad abierta y sus enemigos

Al llegar al capítulo V, Amor que se vuelve fecundo, la exhortación discurre con delicadeza sobre el concepto de “fecundidad ampliada”, que se da principalmente en aquellas críticas ocasiones en las cuales el matrimonio no puede engendrar hijos. Entonces, la fecundidad se amplía con el ejercicio de la maternidad y de la paternidad espiritual, con la adopción generosa o con la práctica de variadas formas de servicio al prójimo. Porque “la familia no debe pensar (sic) a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la sociedad. No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria” (181).

Por cierto que en situaciones ideales la sociedad no debería ser una amenaza para los hogares, ni una asechanza ante la cual protegerse. Pero mucho han insistido los pontífices ‒sin necesidad de remontarse a San Lino ni a Gregorio VII‒ en la prudencia que deben tener hoy las familias, inmersas como están en una cultura hostil al cristianismo, por decir lo menos. Prudencia vigilante, que si bien no ha de propiciar el aislacionismo social, tampoco puede estimular el desguarnecimiento frente a la sociedad presente, en gravísimo estado de corrupción integral.

Es evangélica la plástica imagen de la casa edificada sobre roca (San Mateo, 7, 25); y son de Nuestro Señor las prevenciones sobre los ríos desbordados, las lluvias desmadradas, los vientos destructivos. Clara señal para todos los tiempos; y tanto más en éstos, de que existen motivos para abroquelarse y defenderse de la sociedad. Hay una lejana e implícita matriz popperiana tras el planteo bergogliano de la relación familia-sociedad. Parecería que los enemigos de la primera ya no se encontrarían en los meandros de la segunda, si la segunda es ‒como está a la vista‒ una inmensa democracia liberal con la que se puede interactuar sin riesgos.

Más bien los nuevos riesgos para un católico, a juzgar por el despliegue total de la Amoris Laetitia, consistirían en no ser lo suficientemente acogedores con los frutos descarriados y anómalos de esta comunidad moderna. Los enemigos de la sociedad serían ahora los católicos negados a la apertura; aquellos que “prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna” (308). Una pastoral no divorciada del dogma sempiterno, hablemos claro. Pero en este neo-magisterio dialéctico y pleno de heterodoxas disyuntivas, la confusión es preferible a la rigidez, que en otros tiempos se llamó sencillamente ortodoxia.

La mimetización familia cristiana-sociedad presente se propone casi como un axioma vinculado a la historia sagrada. “Ninguna familia puede ser fecunda si se concibe como demasiado diferente o «separada». Para evitar este riesgo, recordemos que la familia de Jesús […] no era vista como una familia «rara», como un hogar extraño y alejado del pueblo […]; era una familia sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco creció en una relación cerrada y absorbente con María y con José […]. Eso explica que, cuando volvían de Jerusalén, sus padres aceptaban que el niño de doce años se perdiera en la caravana un día entero, escuchando las narraciones y compartiendo las preocupaciones de todos: «Creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día» (San Lucas, 2, 44). Sin embargo a veces sucede que algunas familias cristianas, por el lenguaje que usan, por el modo de decir las cosas, por el estilo de su trato, por la repetición constante de dos o tres temas, son vistas como lejanas, como separadas de la sociedad” (182).

El populismo político en el que ha abrevado Francisco le juega una mala pasada. Va de suyo que los hogares católicos no tienen que ser raros; ni mucho menos ajenos ni lejanos a las peripecias del suelo natal en el que han sido plantados por Dios. Son ‒y así deberían considerarlos todos‒ paradigmas de comportamiento doméstico; modelos de normalidad; esto es de norma y de canon. Pero los cristianos, tanto como sujetos individuales como agrupados en familias, están llamados a ser “piedra de escándalo” (Isaías, 8, 14) y “signo de contradicción” (San Lucas, 2, 34). Mala señal en consecuencia si no se comportan  “demasiado diferente” respecto de los aborrecibles  anti-modelos familiares que predominan hoy en el deificado pueblo.

Desde el momento en que un nuevo hogar católico se constituye a conciencia y libremente, su diferenciación y antagonismo con el resto de los hogares es inevitable y hasta obligatorio. Diferenciación y antagonismo que ha de presentarse en los hechos, no como un desprecio al resto de los mortales, pero sí como el mejor servicio apostólico y misionero que se le puede prestar al cuerpo social, y aún como el ejemplo más edificante y regenerador. Para que los paganos puedan volver a exclamar con admiración y deseo emulativo el proverbial “¡Mirad cómo se aman!, que registran los Hechos de los Apóstoles.

En las cartas paulinas, San Pablo refiere varias veces el ejemplo de la casa de Priscila y Áquila, modelos de esposos que “expusieron su cabeza para salvarme” (Romanos, 16, 3-5); y que no trepidaron en ser diferentes y en tenerse por segregados del resto del pueblo, precisamente por causa de su fidelidad a Cristo. De estos esposos ha hecho el bellísimo elogio Benedicto XVI, en su catequésis del 7 de febrero de 2007, instando a espejarse en ellos, porque prueban que, para los bautizados leales, “toda casa puede transformarse en una pequeña iglesia […], toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a girar en torno al único señorío de Jesucristo”.

Pero además, o por lo mismo, si una familia católica reconoce en la casa de Nazaret su paradigma y su norte, ya no puede conformarse con ver en la misma esa especie de carpintería de barrio, como la pinta Bergoglio, “integrada con normalidad en el pueblo”. Aquello ‒ha dicho Guardini en el capítulo tercero de La Madre del Señor‒ no era precisamente una familia, sino algo divinamente irrepetible, que no tiene nombre. Una fecundidad que redime al mundo, inmediatamente a partir de Dios. Un amor que era mayor, por ser diferente, que todo lo que ha unido jamás a las personas. Puede ser entonces que se use el nombre de ‘familia’ para indicar ese carácter de velamiento de lo propio y peculiar, tal como es característico de María”.

Curiosa exégesis psicopedagógica

Así como no se quieren ya familias diferentes, que contrasten con el resto por ser católicas, y hasta puedan ser perseguidas a causa de ello; ni se quiere tampoco que los católicos consideren demasiado raras otras uniones alternativas, los nuevos padres que necesitamos no han de estar preocupados por saber dónde están sus hijos. A semejanza de María y José ‒¡progenitores modernos, vaya!‒ que perdieron a su hijo casi adolescente en el camino de regreso de Jerusalén, pero no se inmutaron demasiado, pues no tenían con él “una relación cerrada y absorbente”. El muchacho podía hacer lío a discreción, sin tanto control represivo de la figura paterna ni coacciones emocionales de parte de la madre.

Es un problema que el Evangelio de San Lucas diga algo distinto. Santo Tomás nos lo explica así en su Catena Aurea: que Jesús se quedó en Jerusalén “sin que nadie lo notara”, “sin que sus padres lo advirtiesen”; que se queda de este modo “para no ser desobediente”. Que sus padres lo buscaron con preocupación primero y sobresalto después, cuando se dieron cuenta de que no estaba “en la caravana, entre los parientes y conocidos” (San Lucas, 2, 43); que regresaron sobre sus propios pasos para localizarlo de una buena vez; y que al verlo al fin, sano y salvo en el templo, su madre, exclamó: “tu padre y yo te estábamos buscando con angustia” (San Lucas, 2, 48). “La madre ‒acota Orígenes‒ afectada en sus maternales entrañas, manifiesta con lamentos sus dolorosas pesquisas, y expresa lo que siente con la confianza, la humildad y la ternura de una madre: ‘hijo, por qué te has portado así con nosotros’ (San Lucas, 2, 48). Tras el significativo episodio, el mismo texto evangélico recuerda que Jesús “enseguida se fue con sus padres, y vino a Nazaret y les estaba sujeto” (San Lucas, 2, 51-52). Es decir, volvió a ser “absorbido” por la autoridad de sus padres terrenos.

No está mal que Francisco quiera inculcar el principio de una libertad gradual y responsable ofrecida paternalmente a la prole a medida que crece. No está mal asimismo que quiera evitar los estragos de familias monopolizadoras o enfermizamente endógenas. Pero para ello no es necesario tergiversar los Santos Evangelios, ni incurrir tampoco en el gravísimo error del historicismo o del evolucionismo dogmático. Dice, en efecto, la Amoris Laetitia, “Aquí vale el principio de que «el tiempo es superior al espacio». Es decir, se trata de generar procesos más que de dominar espacios. Si un padre está obsesionado por saber dónde está su hijo y por controlar todos sus movimientos, sólo buscará dominar su espacio […]. Entonces la gran cuestión no es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida” (261).

Una vez más las disyuntivas dialécticas ‒que son otros tantos guiños al mundo moderno y a su psicologismo aterrador‒ no permiten inteligir la plenitud de la verdad. Si un padre está “obsesionado” por saber dónde está espacialmente su hijo, lo irrecomendable a lo sumo será la obsesión,  pero no el ordenado requerimiento. Porque los espacios no son inocuos o neutros, ni somos sólo espíritus que habitamos espacios existenciales; y porque aún suponiendo que cada padre llevara consigo a un metafísico, antes inquieto por el ambiente del alma que por el paisaje físico ‒aún un sábado a las cuatro de la mañana, con el hijo púber ausente del hogar tras angustiantes horas de incierta espera‒ ese saber dónde está el alma no puede jamás desvincularse de dónde está el cuerpo. A no ser que neguemos el más elemental realismo antropológico.

Admitimos que “la gran cuestión” pueda consistir en saber “dónde está posicionado [el hijo] desde el punto de vista de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de vida”. Pero esto, no sólo no es independiente de saber “con quién está en este momento”, sino que guarda estrecha dependencia. Porque las compañías elegidas, tanto como los ámbitos espaciales predilectos, marcan y en ocasiones condicionan o determinan las ubicaciones espirituales y los posicionamientos existenciales. Es falaz la polarización bergogliana de la preeminencia del tiempo sobre el espacio. Extravío fatal de raigambre semítica, cuando el judío temporaliza las promesas divinas, se afianza a sí mismo como siglo presente, sin ver el siglo venidero ni escudriñar las profecías (San Juan, 5, 39), y acaba matando al Justo, Señor del Tiempo y del Espacio.

La poesía que destruye

Pero volvamos al concepto de “fecundidad ampliada”, analizado en Amoris Laetitia. Tras referirse, como vimos, a algunos de esos modos a los que siempre aludió la Iglesia, verbigracia la adopción, la Exhortación señala otro modo, al que considera no menos significativo, y es el de la dedicación de los esposos al cumplimiento de sus “deberes sociales”. “Los matrimonios necesitan adquirir una clara y convencida conciencia sobre sus deberes sociales. Cuando esto sucede, el afecto que los une no disminuye, sino que se llena de nueva luz, como lo expresan los siguientes versos:

«Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos»(181).

Es posible que el lector europeo ‒y aún el simple feligrés de a pie de estos pagos‒ ignore en profundidad quién es Mario Benedetti, autor de esta estrofa, como con toda inverecundia lo aclara la misma Exhortación, especificando en su nota a pie de página 204 la correspondiente referencia bibliográfica: “Mario Benedetti, “Te quiero», en Poemas de otros, Buenos Aires 1993, 316”.

Pues lo diremos en dos trazos; primero por respeto al sentido de lo obvio de los lectores informados, a quienes abundar en detalles sería cómo explicarles quién es el Che Guevara. Y segundo, porque lejos de nuestro ánimo cambiar el tema central de estos comentarios, que no es ciertamente el retrato de un vulgar escritor marxista, sino el dolor de saber que Francisco ha optado por la poesía que destruye, según la nunca olvidada distinción de José Antonio Primo de Rivera. Opción que de ningún modo se reduce a una cuestión estética, ni es esa su gravedad mayor, sino a una inequívoca predilección por un mensaje tan alejado del pulchrum como de los restantes trascendentales del ser.

Bergoglio prueba una vez más con esta intromisión escandalosa de un artista degenerado en un texto teóricamente dirigido a celebrar la alegría del amor, que el timor Domini no es precisamente su rasgo más distintivo. Tampoco un don más modesto aunque valioso, como el cultivo del gusto por la Belleza y el consiguiente desdén por las cursilerías. Nada lo detiene ni lo turba en su vocación de maridaje con la contracultura y aún con la contra iglesia. Nada se le presenta como dique a su moral de situación, a su misericordia despreocupada de la justicia, a su praxeología inclusiva, ausente de criterios rectos que separan la cizaña del trigo. Las cosas digámosla como son. Porque ya todo está a la vista, excepto para los ciegos que guían a otros ciegos (San Mateo, 15, 14).

Mario Benedetti, en efecto, fue un hombre de letras de nacionalidad uruguaya (1920-2009), dedicado en forma activa y perseverante a la militancia comunista, a la propaganda revolucionaria sistemática y, lo que es más grave, a participar de las acciones de la agrupación terrorista Tupamaros, cuyos guerrilleros, principalmente en la larga década de 1970, cometieron un sinfín de asesinatos a mansalva. Todo; absolutamente todo en el perfil ideológico de Benedetti, delata al enemigo declarado de la civilización cristiana. Y todo en su perfil humano y creativo hace patente a un alma visceralmente odiadora de la Iglesia y de su Magisterio Tradicional. Su poema “Si Dios fuera una mujer” constata incluso, que los terrenos de la blasfemia y del sacrilegio tampoco le estuvieron vedados. Es más; él mismo llamó a tamaña toma de posición una “venturosa, espléndida, imposible, prodigiosa blasfemia”.

El poema elegido por Francisco para ilustrar la fecundidad ampliada a la que puede y debe llegar un matrimonio cristiano para llenarse de una nueva luz es, redondamente, un himno marxista, musicalizado y cantado por todas las voces de las izquierdas americanas y españolas. Un himno emblemático, repetido por todos los multimedios, machacado, reiterado, difundido hasta el hartazgo y la náusea; sin que faltaran incluso las apropiaciones lésbicas de la letra y del contenido; ya que, completo, el engendro sostiene: “y porque amor no es aureola/ ni cándida moraleja/ y porque somos pareja/ que sabe que no está sola”. ¿Esta es la nueva luz de la fecundidad ampliada propuesta como programa e ideario para los matrimonios católicos? ¿Esta es la nueva luz que encenderán y portarán como antorcha cuando se aboquen al cumplimiento de sus deberes sociales? ¿Esta es la nueva luz que surgirá entre ellos y de ellos, cuando vuelquen su potencial germinativo y fundante en los quehaceres cívicos de la patria y del orbe?

Los matrimonios católicos ‒y sobre todo aquellos que no hemos permanecido indiferentes a los compromisos con las legítimas y justicieras luchas patrióticas‒ nos sentimos ofendidos con esta ruin poesía que destruye, vulgar panfleto libertario y socialista, que solicita una justicia, una rebelión y un pueblo absolutamente identificados con el programa del enemigo. Nos sentimos ofendidos, y el vejamen duele hondo, sabiendo que quien debería darnos “la leche pura de la palabra espiritual”, nos entrega la “leche adulterada” (I Pedro, 2, 2).

Francisco no puede ignorar el modelo de fecundidad ampliada que les está propiciando a los cristianos con estas rimas insidiosas. Tampoco puede ignorar, pero lo hace, que el catolicismo es pródigo en cánticos de amor conyugal, dadivoso y fértil en altos romanceros y cancioneros de hombres y de mujeres entrelazados nupcialmente en el campo del honor, espléndido en poemarios que exaltan la unión de los esposos que marchan juntos al combate, radiante e inmenso en su antología de versos que laudan la verdadera luz de Cristo, por la que caballeros y damas asaltaron murallas en defensa de la Cruz. No puede ignorar incluso que aquí, en el Rio de la Plata, familias enteras fueron diezmadas por el odio castrista de los seguidores de Benedetti; y que en muchos de esos casos, las esposas de nuestros soldados se hicieron acreedoras del encomio quevediano:

“Hilaba la mujer para su esposo
la mortaja primero que el vestido;
menos le vio galán que peligroso.
Acompañaba el lado del marido
más veces en la hueste que en la cama;
sano le aventuró, vengóle herido”.

No; la nueva luz de la fecundidad ampliada, para quienes se aman sacramentalmente y se abocan al compromiso social y político, no se enciende en la hoguera roja de la rebelión marxista, sino en el cirio vivo del Madero Reverberante y Transfigurador. Entonces el esposo no le dice a la amada que es su cómplice, sino “hueso de mis huesos” (Génesis, 2, 23). No elogia sus manos porque trabajan por una justicia homicida y rencorosa, sino porque corren por ellas “las gotas de mirra”, vestigios del Amado (Cantares, 5, 5). Ni cree que juntos sean mucho más que dos, sino “una sola carne” (Génesis, 2, 24).

Envío

La ausencia de memoria histórica ‒dice la Amoris Laetitia  es un serio defecto de nuestra sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya fue». Conocer y poder tomar posición frente a los acontecimientos pasados es la única posibilidad de construir un futuro con sentido. No se puede educar sin memoria” (193).

Pues bien; no era ni es la poesía que destruye la que nos habilita o alecciona a poner en práctica esta fecundidad ampliada, tan necesaria y tan legítima para los matrimonios católicos, hayan podido o no traer hijos al mundo. Es la memoria veraz y fiel de los hechos y de los personajes paradigmáticos. Es el recuerdo vivo, real y vigente de esas casas fundadas sobre piedra, con el padre por cabeza, la madre por sostén y los hijos como linaje. A ellos el homenaje austero de estas líneas finales.

A las familias vandeanas, perseguidas como bandidos y sostenidas sólo por el amor irrefragable al Corazón de Jesús. A las familias cristeras, derramando su sangre por los altos de Jalisco, con el Viva Cristo Rey en cada labio. A las familias hispánicas, alistadas en la reconquista, contra moros, judíos y rojos, según pasaron los siglos. A las familias argentinas, a las que les tocó prolongar en suelo americano la resistencia y la cruzada contra los enemigos de Dios. A las familias de todos los tiempos y de todos los espacios –benditas coordenadas en el plan del Creador- sin olvidarnos del más remoto de los años ni del más pequeño de los paisajes terrenos. Cuándo hayan sido y dónde hayan sido sus testimonios, no los olvidemos y les demos gracia, con el brazo alzado y la mirada limpia.

A ninguno de estos personajes ejemplares, de carne y hueso, que  recorren la historia toda de la Cristiandad, se les cruzó por la cabeza lo que sostiene esta desdichada Exhortación, según la cual, “hemos presentado un ideal teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades efectivas de las familias reales” (36). Precisamente amaban al sacramento del matrimonio por lo que tenía de ideal teológico; y precisamente pudieron sus integrantes ser fecundos, en hijos y en servicios, en descendencia y en obligaciones sociales y políticas, porque encarnaron ese ideal teológico y le fueron fieles.

Coplas existen, y no son de poetastros menores, en las que se narran aquellos heráldicos casos de esposos dados por muertos en las lides medievales, y que vuelven un día, inesperada y milagrosamente, después de añares infinitos, para encontrarse con la fidelidad intacta de la esposa; tan intacta como su esperanza y su presentimiento del regreso, razones por las cuales no había vuelto ella a casarse, ni él a conocer tálamo alguno.

En la iglesia franciscana de Nancy, una lámina mortuoria ha inmortalizado este gesto de recíproca observancia marital. Es la que recuerda a Hugo I de Vaudemont y a su esposa Ana, íntimamente abrazados, después de diecisiete años sin verse. Él retorna de las Cruzadas. Ella lo aguardaba firme y devota como si hubiera partido anoche. Él y ella son dos creaturas católicas, con un ideal teológico, que no les pareció en absoluto demasiado abstracto. Por el contrario; llevaba la gravitación de la carne, el impulso de la materia consagrada, el dinamismo y la fuerza, el arrebato y el entusiasmo de todas las fibras crispadas que laten al unísono entre dos bautizados que se aman. Fueron concavidades y convexidades que se necesitaban la una a la otra, hasta que la muerte los separe. Que lo diga mejor Gerardo Diego:

Quisiera ser convexo
para tu mano cóncava.
Y como un tronco hueco
para acogerte en mi regazo
y darte sombra y sueño.
Suave y horizontal e interminable
para la huella alterna y presurosa
de tu pie izquierdo
y de tu pie derecho.
Ser de todas las formas
como agua siempre a gusto en cualquier vaso
siempre abrazándote por dentro.
Y también como vaso
para abrazar por fuera al mismo tiempo.
Como el agua hecha vaso
tu confín ‒dentro y fuera‒ siempre exacto”.

Antonio Caponnetto

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Hombre de letras o de "letrinas"?

Antonio Pestalardo